Zestina


—Recuerda volver antes de que el sol se ponga —le dijo el abuelo Josip—. Zeljo sabía porqué, le respondió con el ruido gutural que usaba para asentir.
Desde niño escuchó las historias de lo que les pasaba a los ingenuos, o locos, que no estaban a buen resguardo al llegar la noche. Cerró la puerta y escuchó como el viejo cruzaba la trabe en el interior. El hombretón que lo crió estaba débil y enfermo desde hace años, en muchos sentidos indefenso, eso fortaleció su instinto protector. Tomó la bolsa con sus herramientas y se adentró en el bosque que se extendía tras la cabaña, su refugio, el único lugar dónde se sentía seguro, fuera del pueblo, lejos de la comunidad. Podría ser la pobreza o su tamaño, ambas difíciles de ocultar, lo que lo diferenciaba de los otros chicos, tal vez por eso siempre fue renuente a convivir.
Dejó la escuela tras terminar el tercer grado por tumbarle dos dientes al hijo del panadero. Quién por tener pan en la mesa se consideraba de los ricos del pueblo, e insistía en menospreciar los sencillos almuerzos de los demás. Ese día, se le ocurrió burlarse del nieto del carpintero, el niño más alto del pueblo, por la ausencia de sus progenitores, “es obvio que nadie lo puede querer, es feo como tejón, apesta a zorrillo y es mañoso como mapache. Ni sus padres lo querían y por eso mejor se fueron”. El muchacho se levantó cuan largo era y de un solo golpe mandó al suelo al pendenciero, que lloriqueó y llamó al maestro después de escupir en su mano dos dientes frontales, entre babas sanguinolentas. Desde entonces, Zeljo andaba siempre solo.
Era muy joven cuando aprendió a serruchar, a clavar y a cepillar la madera. Tuvo que suplir a su abuelo por que el mal que lo aquejaba le robó su habilidad. Al crecer, sus manos se volvieron grandes y fuertes. Aunque convivía de forma apacible, sus vecinos elegían no meterse con él. Aquel golpe lo hizo legendario. Solo la irrupción de Vesna en su vida transformó el otoño en primavera. Surgió un brillo en la usual hosquedad de su mirada. Ella no se asustaba por su apariencia barbuda y desaliñada, la tímida sonrisa que le dedicó la primera vez que coincidieron, tuvo un efecto amansador. Disfrutaban pasar juntos su tiempo libre, ella entendía sus silencios y él la escuchaba con paciencia. Por eso, cuando el alcalde vino hasta su puerta a pedirle un ropero destinado a guardar sus enormes abrigos de piel, Zeljo le dijo que sí. Con ese dinero le propondría matrimonio a la muchacha. Construiría un cuarto para ellos adosado a la cabaña de su abuelo, le compraría un vestido nuevo y tal vez hasta botas para el frío.
Por eso se animó a ir donde normalmente no iría; la mismísima cima del Dinara, en busca de la madera para construir el mueble que el alcalde necesitaba. Más alto que Zeljo, que era el más alto del pueblo, y más ancho que el mismo edil, que era el más gordo de la región, todo por una excelente paga. “Debe ser de abeto negro” le exigió, un árbol raro que solo se encontraba en la parte más espesa del bosque en lo alto de la montaña. El joven calculó que le tomaría más de cuatro horas llegar ahí; encontrar el tronco adecuado para el trabajo, derribarlo y quitar las ramas, otro tanto. En el fondo le molestaba la destrucción, por una banalidad, de lo que tantos años había tomado para crecer. Regresar con toda esa madera en un solo viaje era imposible, menos antes del anochecer, volvería por material más de una vez antes de empezar la construcción del mueble.
Después de horas de trabajo, Zeljo tomó un descanso. Miró hacia arriba, el cielo aún era claro, aunque en medio del bosque por la altura de los árboles la luz llegaba al piso de forma escasa. Entonces, al callarse su serrucho no quedó ni el ruido de los pájaros, ni el correr de las ardillas de rama en rama. Aquel desolador silencio le puso la piel de gallina por lo que percibió más el frío súbito. Se vistió la chaqueta de franela y guardó sus herramientas en el bolso de lona, listo para volver por donde vino.
Un fuerte viento despeinó las copas de los árboles y percibió el olor a lluvia. No era tiempo de tormentas, pero no importaba, pronto caería una. Lo mejor era marcharse. Apenas se había alejado tres pasos cuando las nubes se cerraron y la oscuridad a nivel de piso fue total. Aguzó sus otros sentidos para poder avanzar. Caminó a tientas, debía encontrar el refugio de los cazadores que divisó horas antes. La brisa a su izquierda le indicaba el rumbo correcto; la humedad del musgo en las rocas le permitía ubicarlas para no golpearse. Los pocos ruidos que oyó eran rápidos y cortos, animales que escapaban o se escondían. Oteó a su alrededor, aspiró, y distinguió un tufo nauseabundo que no estaba antes, una mezcla de sangre fresca y podredumbre.
Una sola opción vino a su cabeza, Zestina, como le llamaba la gente. Los pocos restos destrozados que lograron encontrar, de los muchos desaparecidos en las últimas décadas, provocaba la imaginación de los habitantes del pueblo. Se especulaba el tamaño de las garras y del hocico, si la víctima tuvo o no oportunidad de defenderse, se rumoraba su gusto por los hígados que era el punto más horadado en todos los cuerpos. Los ataúdes cerrados desconcertaban a Zeljo, ¿qué tan mal estaba el muerto que Tomislav, el sepulturero, y Ljubica, su maquillista, no lo pudieron remediar?
Entonces escuchó un pesado jadeo, lejano pero constante. Intentó ir más rápido, pero las raíces de los árboles eran muchas y muy altas, tropezó. Al caer de bruces lanzó por los aires la bolsa de lona, el dolor al encajar las rodillas en el lodo le llegó hasta la cadera. Tomó aire para levantarse y se dio cuenta de lo cerca que sonaba aquella respiración. En lo que tardó en ponerse de pie percibió un cálido aliento en su muslo derecho. Lo que sea que fuera estaba ahora junto a él. Intentó quedarse quieto, hacía un gran esfuerzo por controlar el temblor que el miedo le provocaba. Sus dientes, al castañetear sin control delataban su temor. Un hocico rozó sus pantalones, Zestina lo olisqueaba, sintió en la piel el vaho que traspasaba la tela. Los vellos de todo su cuerpo estaban en punta ante la presencia de la criatura que su abuelo tanto le advirtió.
Zeljo imaginó los afilados dientes enterrándose en su carne, el calor de su sangre al escurrir sobre la ropa y el dolor que aquello provocaría. La bestia avanzó, pegó la cabeza a su entrepierna y él no pudo evitar que su esfínter se aflojara. Un pelaje espeso rozó la punta de sus dedos, aquella suavidad fue desconcertante. Escuchó el esnifar de la bestia y suplicó en silencio que el olor de su orina lo ahuyentara. No podía verla, pero percibía sus movimientos mientras el cálido líquido mojaba sus calcetines. Estaban tan cerca que en un acto reflejo dio un paso atrás y tropezó con una raíz, sin querer golpeó a la criatura con el pie al caer sobre su trasero, quedó acorralado entre la bestia y un grueso árbol tras él. Zestina, al sentirse atacada se volvió irguiéndose sobre sus patas traseras. El hombre, abrió mucho los ojos en un intento de distinguir, aunque fuera una sombra. Adivinó las garras que se agitaban muy por encima de su cabeza y los trazos blancos de los colmillos que se le aproximaban. El aliento asqueroso le golpeó la cara aún antes que el sonido abrumador de su rugido.
La sangre le hervía, podía sentir todos los músculos de su cuerpo en tensión. De pronto su respiración se relajó e inhaló profundo. Pensó en el ropero innecesario, en el alcalde ambicioso, en su abuelo vulnerable, en la hermosa Vesna y la casa que haría para los dos. Recordó la oportunidad de vida que le esperaba si cobraba el dinero prometido. Abrió la boca con asombro, con coraje, gritó y lanzó su primer mordisco donde adivinó encontraría el hígado del animal. Ganó el mejor.

1 comentario

  1. muy buen cuento, la narrativa y el desarrollo del personaje, la manera de adentrarnos al bosque, el miedo a la bestia y el resultado final, con un hilo de tension narrativo que vamos descubriendo en la medida en que el personaje viaja por el bosque, ojalá pueda haber una segunda parte, donde Zeljo regrese, y el mito de la muerte de Zestina, sin evidencia del cadaver. saludos

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