Camino deprisa con mi botín preciado: un trozo de chapati todavía caliente. Es la hora del día en que empieza a pringar la lluvia y tengo que resguardarme de los nubarrones negros que el viento amontona sobre mi cabeza. El cielo va cambiando con rapidez del azul brillante a un monótono gris oscuro que cae pesado sobre el horizonte y, de cuando en cuando, un relámpago me sobresalta porque resuena como el fuego de artillería, que no hace mucho, dominaba los sonidos de nuestros días. No obstante, aquí y ahora, son solo truenos que aparecen junto a densas cortinas de lluvia que se descargan sobre varios kilómetros e impregnan el aire con el inconfundible olor de tierra roja mojada.
Nací en una aldea cercana al lago Malaui hace 13 años, mi madre me dio el nombre de Kinya. Pertenezco a la tribu Samburu; somos pastores y nos relacionamos de otra forma con elefantes y leones, animales y predadores muy temidos por nuestros ancestros durante mucho tiempo. Cuidamos de ellos ahora, así como ellos cuidan de nosotros. Los hemos visto crecer en santuarios que nos dan la oportunidad de tenerlos cerca y entender, a través de los cuidadores, la importancia de cada animal dentro del mundo que compartimos.
Debido a los golpes de estado y las dificultades de conservar el ganado vivo, varios miembros de las tribus vecinas y familiares nuestros se tuvieron que marchar al espeso bosque para sentirse más seguros. Los ancianos cuentan que varios se perdieron mucho antes de alcanzar el alto cielo montañoso y no pudieron resguardarse en su misteriosa niebla. Mi familia es poco numerosa y mi padre decidió que nos quedáramos en este sitio para tratar de mantener la granja, como lo querría el abuelo quien logró sobrevivir a tanta adversidad sin buscar refugio lejos de aquí.
Después de hacer mis deberes, salgo a caminar hasta la zona que he frecuentado desde muy pequeño. El lugar que me gusta visitar está abandonado, pero no hace mucho, ahí se encontraban varios animales salvajes que un hombre poderoso mostraba con orgullo con la ayuda de muchos trabajadores, entre ellos mi padre, quien se encargaba de la limpieza. Durante los últimos dos meses he recorrido el mismo trayecto, en cuanto me acerco a su deteriorada jaula escucho como arrastra sus garras en la tierra y eleva un débil sonido gutural que ha sustituido a su rugido poderoso.
No me avergüenza decirlo, pero tenemos una especie de lenguaje íntimo, a base de animales muertos y susurros, con el que me comunico con este morador huérfano del decrépito recinto. Es el último animal vivo que quedó atrapado bajo el cielo abierto; este león adulto vive paseándose de un lado a otro o echado debajo de la única sombra que ofrece su jaula convertida en un recinto señero que domina el panorama. Su pelaje está descolorido y su melena se ha ido oscureciendo; la tiene enmarañada cubierta de una mezcla seca y dura de hojas y lodo, pese a todo, nada disminuye su atractivo fulminante.
No recuerdo cómo le llamaban antes, pero yo le di un nuevo nombre: Wolimba que en chichewa significa valiente. De los ancianos de mi tribu aprendí que los dioses caminan entre nosotros, brindándonos sus favores y protección, por eso cuando Wolimba llegó a este lugar, me pareció un príncipe cautivo que trataría de volver a ser libre. Deseo acercarme hasta verlo de frente, pero respeto el poder y fuerza del implacable soberano, quien como mi abuelo y mi padre surge de sus aposentos como la criatura más solitaria del mundo.
A pesar de su carácter irritable no me imagino dejándolo sin compañía, así que tomé la decisión de acércame a su jaula desde un escondrijo seguro que construí con un enrejado metálico detrás de algunos matorrales espinosos que camuflan mi presencia. Varios días a la semana, me introduzco silencioso en este escondite con cuidado de no inquietar a Wolimba.
Me intimidó cuando lo vi por primera vez durante los años gloriosos del zoológico privado, Wolimba avanzaba de forma cadenciosa con el sol reflejándose en cada movimiento de su deslumbrante figura. Tenía que terminar mis quehaceres para poderme escabullir e ir a verlo, una vez, en la escuela nos hablaron del grandioso félido protector de San Marcos, en mis pensamientos se quedaron rondando las imágenes de ese a quien llaman “santo” y del majestuoso animal alado, después lo ligué a lo dicho por los ancianos y entendí que Wolimba podría ser una divinidad encarnada en la tierra dentro de una bestia de cabello feroz.
Contrario al deleite que me causa la hermosura de su rostro, me entristece su físico desmejorado porque empieza a tambalearse y no puede saltar por la pierna que arrastra. Lo único que tiene para beber es el agua acumulada en las charcas y en el viejo tanque unido a su jaula que ha mordisqueado para lamer el líquido, sin importarle el intolerable hedor de sus propios espumarajos y de las plantas e insectos podridos que reposan ahí. Por más que lo pienso, resulta improbable introducirme en su territorio sin convertirme en una presa mutilada; lo único que puedo hacer por él es capturar ratones y conejos de campo, aunque están bastante flacos, me consagro a la tarea de transportarlos discretamente en una canasta de mimbre y utilizo una lanza muy larga para pasarlos entre los barrotes, por supuesto que no se trata de un banquete apetitoso, pero es lo mejor que puedo darle en este momento.
Sus enormes ojos color cobre brillan y en su mirada se acentúa la excitación del predador en cuanto encuentra mis sencillas ofrendas y las degusta entre sus garras, jugueteando con sus cuerpecitos antes de devorarlos de un solo bocado.
Cae la tarde y empieza a refrescar un poco, sin embargo, desde que Wolimba perdió su rugido profundo y explosivo —según nuestras madres podría tumbar más de una choza con sólo proponérselo—, se ha vuelto un animal silencioso sin otros de su condición, su llamado no ha sido respondido por un largo tiempo y por eso no ruge más porque ya no tiene territorio ni prole que proteger. Este león vive como la única bestia sobreviviente de su clan, porque no lo incluyeron en los planes que se ocuparon de los demás animales enjaulados. Lo dejaron aquí abandonado y está debilitándose por los largos días que resiste con poca comida.
—¿Ayudarlo a escapar? — imposible, me daría alcance sin misericordia. Nuestra amistad, si le podemos llamar así, se ha mantenido gracias a los metros de distancia que me protegen de sus poderosos dientes afilados como cuchillos.
Después de terminarme el chapati en mi escondite, me acomodo para la siesta sobre la puerta de metal corrugado que engalané con almohadones deshilachados sobre los que suelo descansar con tranquilidad. Siempre tengo unas palmas con las que espanto a las moscas, es una guarida sencilla donde disfruto del atardecer en su compañía, por su parte, Wolimba emite gruñidos de gusto cuando empieza a rascar la gruesa y áspera piel de su lomo contra los candentes barrotes de su aposento, que se cuece durante el largo día, como un brasero listo para preparar un festín.
En poco tiempo, cae un velo fino que nos adormece a ambos. Soy yo quien entra primero por las puertas del sueño, rogando que no se torne en una pesadilla. Traigo conmigo una ofrenda hecha de hierro, marfil, ron, velas y fruta que entrego despacio mientras profiero un cántico para que nos concedan valor y fuerza.
—¡Te pido me escuches, Eleggua! — supliqué con entusiasmo—: escúchame, ¡conviértelo en mi guardián y custodio! ¡qué no retorne como una sombra! —solté el resto de mi plegaria—, ¡qué se quede vivo en mis sueños! ¡qué me proteja de lo que no puedo ver!
Al cabo de un rato, veo una silueta color granate trotando majestuosa entre los pastos altos, Wolimba avanza con el sol en su cuerpo y el viento en su gran melena con la que va rompiendo el horizonte infinito, también hay rugidos que anuncian el reencuentro con los otros. Un momento inigualable —¡al fin! —, Wolimba danza libre en las llanuras abiertas, descansa sobre una roca o bajo un árbol de acacia en medio de un extenso territorio bajo las estrellas. Y, claro, no está solo; se ha reunido con su manada que consigue una captura deliciosa para saciar el hambre que repiquetea en su panza y lo marea, igual que a mí, después de todas las horas que he pasado a su lado, bajo el sol, sin probar alimento.
La lluvia comienza otra vez y, mientras la vida se transforma cuando estoy soñando, este cazador de la noche traspase la oscuridad para refugiarse entre las rocas donde permanece vigilante hasta el crepúsculo.
Despierto sola en cuanto escucho caer al piso el libro sobre los guerreros Samburu, Kinya es su líder y su tribu salva leones. Recojo también el periódico con la noticia del león en Armenia que llevaron a un santuario después de rescatarlo de un zoológico privado que quedó en completo abandono.
Las fotografías en el libro son tan hermosas, creo que son las que alimentaron mi imaginación porque no me costó trabajo revivirlas mientras caí en ese agradable sopor. Sin dejar de pensar en Kinya y su valor de acercarse al supuesto dios enjaulado y hambriento; he tratado de imaginarme cómo serían esos encuentros, mientras me acompaña la música tribal a base de timbales. Estaba sentada cuando al parecer la hermosura del león africano, fotografiado en plena carrera, me hizo cabecear en el sillón de la sala. Debo haber entrado en un estado de relajación profunda porque sentí que todo a mi alrededor era real y, ahora, estoy de vuelta y despierta recordando las vívidas sensaciones que tuve de la tierra mojada, el calor abrumador y el hambre.
Deseo escribir los detalles completos del maravilloso sueño, así que voy de regreso frente a la pantalla para reiniciar la escritura con una mueca de satisfacción recordando el hilo conductor de la historia que me ha sido revelada. No tardo nada en revivir la llegada de la lluvia y junto con ella la entrada triunfal del dios africano que quiero mantener conmigo, por mero capricho, pero que pertenece al paisaje donde la gente está siempre cerca del trueno y del rugido, el lugar donde las leyendas toman voz humana cada vez que se empiezan a contar.
Adriana Carrión-Carlson. (Chicago, IL). Narradora de historias. Tallerista de cuentos y minificciones. Lectora serial. Detective literario. Profesional de la edición, revisión
técnica y corrección de estilo (en inglés). Interesada en la difusión cultural y literaria. Domina el arte de ratonear en biblioteca propia y ajena. Transita entusiasmada por las
aguas de la ciencia ficción, el terror, la novela negra, lo extraño y lo inquietante.
Gracias por regalarnos este sueño. Me encanta.