El tic tac tic del reloj despertador es constante. Es el único sonido que se escucha en la habitación. Una mosca vuela alrededor, después de la segunda vuelta desciende en perfecta espiral. Se posa sobre el reloj. Es de un tamaño más grande de lo normal, tiene los ojos de un tono café marrón y el cuerpo verdoso. Es una mosca Tse-tsé (también conocida como Glossina), y es la misma peste negra en persona. No emite ningún sonido, ni el más insignificante zumbido al que nos tiene acostumbrado ese simple insecto… aunque esta sea la Vlad Tepes de todas las moscas. Es como si zumbara en silencio, poseedora de un mutismo mortal. La mosca Tse-tsé pliega sus alas cuando está en reposo sobre el tic tac tic del reloj despertador. Marca las siete de la mañana en punto. Pero, por un motivo u otro, la alarma está en silencio. Es lunes, uno puede olvidar poner el despertador en domingo por la noche ¿no? El subconsciente trabaja de maneras muy extrañas. Welles abrió lentamente los ojos. Lagañosos. Sintió esa fina telaraña que le mostraba todo borroso. Parpadeó, ahora sí alcanzó a distinguir la hora en el reloj, pero sobre todo el tic tac tic que le era más nítido. — “Tengo diez minutos. La segunda alarma es en diez minutos, puedo dormitar otros diez mi…” — el sueño lo venció y no terminó sus pensamientos. La mosca emprendió el vuelo. Siempre en silencio. Welles abrió violentamente los ojos, el cálculo de los diez minutos estaba en su mente. Y sí, era verdad: la hora marcada eran las 6.50.
Habían transcurrido diez minutos, solo que hacia atrás.
“Bien, estuve imaginando que el tiempo iba hacia atrás. No, más bien tuve un sueño loco”–Welles giró la cabeza hacia la pared oeste de su recámara. Ahí no había ninguna ventana. ¡Pero es el lugar dónde siempre ha estado! ¿Por dónde iba a salir la mosca? Y… ¿Por dónde había entrado? La ventana había desaparecido. La misma que daba al Life on Mars Park, dónde Welles tantas veces practicaba su deporte favorito: el voyeurismo. Chicas haciendo sus ejercicios matinales, paseando a sus mascotas. Él en la ventana, binoculares en la mano, la otra en su verga dura dentro de la ropa interior…Welles estaba desconcertado. Regresó la mirada al reloj despertador y captó a la mosca que había vuelto a posarse sobre él. La hora volvió a cambiar: 6.49.
Su departamento, el 333, tiene fama de estar “embrujado”, pero esas historias, Welles no las traga: en la noche de año nuevo de 1999, Clive Roberts enloqueció al creerse atacado por cientos de Acherontia Atropos; más conocida como La Esfinge de la Muerte, y que se hiciera famosa por la película El Silencio de los Inocentes. Lo encontraron en estado ya rígido con una grotesca mueca en el rostro, después de haberse encerrado dos días completos en su dormitorio. Le encontraron en las uñas restos de su propia carne y no solo eso: al practicarle la autopsia, setenta y seis de esas mariposas dentro de él. Varias de ellas aún con vida. Es el mismo departamento que Welles Ryan renta desde hace tres años y seis meses: el 333. Mientras tanto, el reloj despertador ya marca las 6.45.
Sus ojos continúan clavados en la pared oeste. Pareciera que su intención era atravesarla y ver lo que se encuentra al otro lado del cemento. Su expresión denotaba concentración pura. Como aquel tipo que doblaba cucharas con la mente; pero no, es terror lo que emanan de esos ojos. Terror rozando la locura. Se levantó de un salto, antes de llegar a la pared y cerciorarse con sus propias manos (con los ojos ya no bastaba), que no se trataba de una broma visual, sus pies tropezaron con algo que estaba en el suelo: las cortinas, aquéllas de seda italiana que Zahira le había mandado como regalo de divorcio. Se enredaron en sus pies. De una patada las lanza hasta una esquina. Posó su mano izquierda sobre la pared (ahí donde tenía que estar la ventana) y con la derecha cubrió sus ojos. Parece que una ligera migraña estaba acercándose. Una gota de sudor resbaló por su frente. Y otra. Y otra… Welles calculó mentalmente la hora que debía ser: cerca de las 7.30; descubrió sus ojos y volteó hacia el reloj al lado de su cama: las 6.28. Con ambos puños golpeó el lugar donde antes una ventana hubiera dejado salir un inquietante grito de terror. Welles gritó, pero el grito se quedó en la habitación. Ni él mismo se pudo escuchar. “Esto es totalmente Kafkiano”, pensó, “al menos no estoy convertido en un escarabajo”.
Sentado en el suelo, con las manos en las rodillas y la cabeza agachada, de repente, Welles cayó en la cuenta de que no había pensado en la cosa más importante: la puerta. Treinta minutos tuvieron que pasar para que recordara la manera más fácil (y lógica), de salir de su cuarto. Levantó la vista, y sí, la puerta seguía en su lugar. Cuando se levantó y se dirigió a ella, lo que vio ya no le sorprendió del todo: la perilla había desaparecido. Welles al darse cuenta que no estaba, sorprendido, se comenzó a preocupar. Y las sienes volvieron a martillearle. Ya eran entonces las 6.15 de la mañana.
Trece minutos transcurrieron en silencio. Welles escuchaba su respiración. Entrecortada. De pie, recargado en la puerta, su mirada recorría de lado a lado la habitación. Posándose en repetidas ocasiones en el reloj despertador. A su izquierda, algo que había pasado por alto (lo mismo que la puerta ¿neblinas en su memoria acaso?) un alto armario de dos puertas construido en caoba negra. El armario ya estaba ahí cuando alquiló el departamento. Y por un pequeño instante a Welles le pareció ver que ligeramente se movía. “Cristo… el armario se movió”.
Y como intuyendo los pensamientos de Welles: y para que no le quedé duda alguna: se movió de nuevo. Esta vez violentamente. Casi quince minutos con la espalda pegada a la puerta. Los oídos en estado de alerta y el corazón a punto de salirse por la garganta. Ni un solo ruido se escuchaba afuera. Ni voces, ni pasos por el pasillo. Todo eso pasó a segundo plano cuando el armario volvió a retumbar, esta vez con más fuerza. “Dios santo… ¿Quién está en el armario?” Después de este pensamiento, un trepidante golpe de calor hizo que Welles se alejará abruptamente de la puerta– ¡Aaarrrgghhh!– Y es que la puerta comenzó a calentarse. A arder. Un ligero olor a carne chamuscada reinó en el ambiente. Un número se formó en la puerta por la parte de adentro, eran números al rojo vivo: Era un 333. Solo que al revés. Clive Roberts, que en vida se dedicaba al negocio de bienes raíces y era originario de Southampton, siempre que escuchaba la frase: “sentir mariposas en el estómago” solía mover los ojos hacia arriba en expresión de indiferencia y torcer la boca; con una sonrisa burlona. En el momento en que no sintió una, sino más de setenta mariposas revoloteando dentro de él… lo primero que cruzó por su mente fue estrellar su cabeza, no una, no dos, más de doce veces contra el suelo de su dormitorio. Tenía los ojos en blanco, sangre coagulada en su nariz y frente; con las uñas se arrancó jirones de piel de sus mejillas y del cuero cabelludo, la lengua se la había mutilado con los dientes y de los sesos… mejor no hablar.
A las 4.37, Welles se encontró sentado en el techo del armario. No recordaba cómo había llegado hasta ahí. Pero, por extraño que parezca, y sin una explicación lógica (y si la hubiera ¿quién se la daría?), el armario dejó de moverse. De súbito, las puertas del armario se abrieron y de él salió una mariposa de colores amarillo con negro, y con lo que parecía una pequeña calavera pintada en el centro. Welles estaba como hipnotizado, perplejo al verla volar libre por la habitación. Bajó del armario ágilmente para seguirla con la mirada. Los ojos sin pestañear. La boca muy abierta. La mariposa volaba en círculos encima de él. Los ojos muy abiertos. La boca muy abierta. La mariposa volando. Los ojos sin pestañear. La boca muy abierta… Y… ¡la mariposa entra! Y, sin querer… Welles se la traga.
Escuchó el zumbar de un insecto dentro de él. Sintió a la mariposa bajar por su garganta y ahora está en su estómago. Claramente. La siente revolotear. No es una experiencia nada reconfortante y menos lo sería si a la mariposa se le ocurriera… Welles se detiene en seco. De pronto, la vejiga y los huevos se le han llenado. O al menos eso siente: pesados. Se baja rápidamente su pantalón pijama. Toma su miembro con la mano derecha, el miembro está duro. Welles siente un ligero ardor. Que va incrementando. ¡¡IN-CRE-MEN-TAN-DO!! Y en vez de orinar: una, dos, cuatro, seis… un montón de moscas salen de la abertura de su pene. ¡De su pene! — ¡Aarrrghhhhhh! — Y luego un chorro de sangre mancha una parte del piso. Sangre que parece de color magenta. Como sacada de alguna vieja película de horror italiana. Y se coagula rápidamente. Y Welles cae al suelo, las moscas vuelan a su alrededor. 4.15 a.m.
—Ryan… Ryan” —Un susurro lo llama claramente por su nombre— “Ryan….Ryan; abre los ojos Ryan” —Es una voz tan dulce para sus oídos, pero a la vez tan amarga lo que provoca una vez más el dolor de cabeza.— “Ryan… ¡Ryan!” —Es la voz de Zahira. Pero es imposible que sea ella, debería de estar en estos momentos…muerta, hecha polvo.
Abre los ojos, y “la ve” claramente, sobre el armario. Sea lo que sea “eso”, Welles sabe que es “su” Zahira, aquella chica que accidentalmente, en una noche de borrachera, hizo que cayera al agua en un paseo por Cliffs of Moher.
“Hola Ryan, tengo algo para ti, una línea de Shakespeare ¿Recuerdas cuánto te gusta Shakespeare?”
Y como poseído por algo que no estaba a su alcance comprender, el Ser ya sujetaba con ambas manos el rostro de Ryan. Sus manos eran frías. El tacto helado. Acercó la boca a su oído y las palabras que pronunció apestaban tanto o más como una cloaca destapada en la superficie: “Lo que las moscas son para los chicos traviesos, eso somos nosotros para los dioses. Nos matan para divertirse”. Y un enjambre en decenas, cientos de moscas salieron de la boca del Ser para entrar en Welles Ryan; la mayoría por su oído, algunas de ellas por su boca. Volaban y chocaban entre ellas dentro de su organismo. Su estómago comenzó a crecer y abultarse. Hasta que no soportó más. Y explotó. Manchando las cuatro paredes de sangre, piel, cartílagos, nervios y carne. Mientras el Maligno Ser que presenciaba el espectáculo reía y reía. Y no paraba de carcajearse. Cómo quien mata a una mosca tan solo por diversión. Y los números del despertador marcaban las 3.33.

(Monterrey, N.L.) Escritor, guionista y tallerista autodidacta con estudios en psicología. Impulsado por su pasión al cine comienza a tomar talleres en su ciudad, principalmente de guion cinematográfico, para después iniciarse en los talleres literarios. En el 2016 gana una convocatoria en España con su relato “El regalo mórbido”, y así comienza a ser publicado constantemente en México, Argentina y Colombia. En el 2019, su relato “Sacar un diez” es filmado en Tijuana como cortometraje y exhibido en Festivales de Cine en Bogotá. Junto con su editor y socio forman una A.C. y un magazine de terror, llamado “Giallo”. En 2023 publica su primera Antología de relatos con Alas de Cuervo editorial llamada “Nadie sangra por la bailarina” y la segunda edición se publica en 2025 en la Colección de Terror Pánika de CDMX. Actualmente se encarga de una columna semanal de literatura y cine en “Un café con Lina 44”, un magazine cultural de Brownsville, Texas.