Día 1
Hoy casi me tocó presenciar el suicidio de un hombre joven. El tren frenó de golpe al llegar a la estación del metro Bellas Artes y algunos gritos agudos se expandieron como un gas letal: “Alguien se aventó a las vías”, “Se suicidó un joven”, “Aventó la mochila al andén y se tiró”, voces impregnadas de ansiedad, puertas cerradas y una veintena de rostros femeninos descompuestos al otro lado del cristal. Aparecieron los policías, dos hombres y una mujer. Vaya que les costó trabajo desalojar a las usuarias. Dicen que en diciembre aumenta el número de suicidas, al menos en Europa con sus navidades gélidas.
—Vamos a estar detenidas una media hora. Se echó debajo de nuestro vagón—dijo en voz baja una chica de sudadera rosa.
Desde mi lugar, muy cercano a la puerta, yo, tan acostumbrada a evadir el llanto, solté algunas lágrimas cuando vi al muchacho delgadito, inerte sobre la camilla. Iba oculto bajo una manta azul y apenas vi su brazo derecho, la tela desvaída del suetercito oscuro. Minutos antes del suicidio había estado a punto de pelearme con una señora de expresión dura y piel manchada:
—¡Así es el metro! ¡Así es el metro! — vociferó mirándome fijo.
Ésa fue su respuesta cuando grité “Ya no cabemos” a la multitud enloquecida que pujaba por meterse al vagón de mujeres. Fue cuando la oí gritar a mi lado:
—¡Así es el metro! —¡Tiene usted toda la razón! ¡Así es el metro! ¡Qué brillante! —repuse.
Su tono me alteró. Comencé a pensar que estaba un poco loca.
Una adolescente, bien vestida para los parámetros de nuestro metro exdefeño, me sonrió. Otras mujeres me miraron molestas. O eso aluciné ante la manada vociferante que casi me aplastó contra la puerta opuesta. Me pregunté si mi indignada interlocutora detestaba el metro en realidad.
¿Tal vez odiaba su vida? Too much thinking de mi parte. Debajo del vagón quedó el cuerpo del muchacho de complexión esbelta. Esta palabra me hace recordar a un estudiante, un pariente norteño, que visitó a mi madre el 3 de octubre de 1968. Le contó sobre la matanza en la Plaza de Tlatelolco. Yo era una niña y recuerdo que, en algún instante, me soltó un “¡Eres esbeltísimaaaa!”.
Dentro del vagón, una adolescente gritaba: “¡Su cuerpo está arriba de nosotros! ¡Arriba!”. Otra lágrima rodó hasta las comisuras de mis labios. Nadie se dio cuenta, inmersas como estábamos en el anonimato de la urbe subterránea. Pronto sentí las mejillas húmedas.
—¿Y este muchacho suicida será un estudiante? —pregunté.
Nadie respondió. La señora del “¡Así es el metro!” ya estaba obsesionada con su frase y el tema del suicidio le daba igual.
—¡Así es el metro! ¡Así es el metro!
¿Una demente? Me recordó mucho a una familia de trabajadores de la basura que entrevisté, ridículamente disfrazada de pobre, lamento admitirlo, hace tres años en Ciudad Nezahualcóyotl, con un billete de veinte pesos oculto entre la ropa y un pequeño celular rojo de trescientos pesos. Todos vivían de vender basura en buen estado. Padre, madre e hijos tenían la cara requemada por el sol, ropas muy sucias y cierta mirada melancólica. ¿La melancolía es ese humor mezcla de ira y tristeza? Así los vi, así me sentí, impregnada de bilis negra, cuando supe del muchacho suicidado.
Unos segundos antes de que se detuviera el vagón quise acercarme a la salida. Alguien que iba entrando me empujó casi con desesperación. Mi torso resultó oprimido contra un tubo. Cómo me dolió. Después sabría, por el ortopedista familiar, un anciano envidiablemente vital y de diagnóstico veloz, que tenía un esguince en la costilla, que me sentiría bien en unas dos o tres semanas.
Entonces se detuvo el vagón. Llegaron los uniformados, una mujer policía entre ellos, y ordenaron a las pasajeras desalojar el andén. La chica de sudadera rosa comentó que el muchacho había dejado la mochila tirada junto a los usuarios.
—¿Es decir que sí se aventó a las vías?
Volví a preguntar si se trataba de un estudiante. Ella sólo dijo “¡No sé, no sé, no sé!”.
Los signos de admiración los agrego yo mientras escribo. Ay, Dios nuestro, qué tristeza. No había llorado desde que murió mi padre en 2005. Ese 29 de noviembre sí que lloré a mares. Luego llegué a la misa fúnebre con un girasol gigante en la mano. Una amiga dijo que le recordé a sus hijos prendidos del osito de peluche cuando algo los entristecía.
(El otro día me fui de rojo a ver una exposición sobre el mexicanísimo color de la chinchilla y su influencia en la pintura europea. No fue a propósito ni para estar ad hoc, es que llevo dos semanas cubierta con un abrigo rojo. Cuanto más triste, más uso el rojo. Visto de negro cuando ando alegre. Es verdad, es verdad. Roja es la sangre, roja es la pasión, roja es la nota sobre el crimen, rojo es el corazón y roja es la vida.)
En el vagón varias mujeres comenzaron a dar de gritos, algunas asomadas por las minúsculas ventanas que recién habían abierto:
—¡Nos vamos a asfixiar! ¡Queremos salir de aquí! —gritaba la señora joven con un bebé de rostro como dibujadito de facciones precisas y una serenidad previa al fucking (también lovable, por qué no) ingreso a esta vida de lágrimas y risas.
Ella había estado recibiendo llamadas de su esposo e incluso bromeó por el celular: “¡Somos muchas mujeres! Ya estamos a punto de agarrarnos a los golpes, jaja”.
La del rostro severo volvió a montar en pantera. Yo me quité la bufanda. Con las lágrimas en las mejillas por el muchacho suicidado el calor calaba aún más. Últimamente, sólo en días tensos, he vuelto a escuchar aquella voz espantosa repitiendo “¡Así es el metro!”. Tenía razón el cineasta Rubén Gámez cuando en el siglo XX llenó de borregos el Zócalo para filmar una escena de la formidable La fórmula secreta o Coca-Cola en la sangre (1965). Lo entrevisté por ahí de 1992 y habló de su alcoholismo y del olvido majadero en que lo tenían los “cultos”. Somos unos borregos.
¿Por qué aguantar que el metro nos convierta en yeguas salvajes? Aunque, pensándolo bien, no está nada mal ser una yegua por dentro y por fuera. ¿Han leído “Seco estudio de caballos” de Clarice Lispector?
Días después encontré en algún periódico un titular seco: “CAE AL METRO HOMBRE DE 27 AÑOS”. No citaban su nombre. La nota terminaba así: “Probablemente fue suicidio. Murió a causa de los golpes cuando el tren lo arrolló”. Se trataba del mismo joven del metro Bellas Artes.
Quizá olía a jazmín como los adolescentes de Lispector: “Todo caballo es salvaje y arisco cuando manos inseguras lo tocan”.
Día 2
Salgo del Barrio Chino después de fotografiar con el celular mi edificio de los seis años de edad en la calle de José María Marroquí, la única cuadra que queda porque fue una calle más larga antes del terremoto de 1985 y antes de que instalaran la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) en Avenida Juárez, el sitio donde fantaseo que nació la cronista tras platicar con enanos junto a la Torre Latino, tras ver misteriosos niños chinos y leones gigantes en el Hemiciclo.
Camino rumbo a La Alameda, lista para viajar a casa, salgo por Independencia y me deslizo por el pasaje de la SRE, vitrinas de por medio, edecanes anunciando restaurantes malos e incluso pordioseros tímidos, hasta Avenida Juárez, justo frente a La Alameda. Hay muchos policías de tránsito armados con radios y celulares. Se escucha una banda, pareciera que llegará pronto hasta mí, pero es imposible porque unos cincuenta policías han formado una barrera. Pregunto quiénes se manifiestan a una señorita de uniforme policíaco y labios pintados de rosa, bonita en verdad.
—Son los de Ayotzinapa —responde muy seria. Una mujer mayor nos pone cara de fastidio: —¿Otra vez?
Claro, es 26 de enero. Cada mes hay protestas sobre los cuarenta y tres estudiantes presuntamente incinerados.
—¿Qué piensa de la “versión oficial” sobre los cuarenta y tres estudiantes calcinados? —pregunté al encargado de cremar a mi tío Jorge Tercero Gallardo tres años atrás.
—Eso no es cierto. Es imposible. El horno para un solo cadáver debe precalentarse a ochocientos cincuenta grados y llegar luego a novecientos. Hace poco hubo un gran incendio en la carretera México-Querétaro. Lo provocó el choque entre un autobús de pasajeros y un tráiler. Los cuerpos quedaron como encogidos. No les creemos lo de las llantas. Nosotros sabemos. La carne sometida a temperaturas insuficientes no se derrite ni quedan al rojo vivo los huesos.
La banda suena muy bien. Primero creí que era un desfile. Había olvidado la fecha. Quedo muy cerca de los jóvenes músicos. Uno, de frente a los demás, vocea las instrucciones. Sus compañeros, muy derechos, miran en línea recta, bajan los instrumentos, los vuelven a subir en un gesto militar, retoman la música. No sé qué tocan. Unos minutos después alguien, un hombre con voz cascada, comienza a hablar:
—En Ayotzinapa no hay delincuentes. Ya vieron que estos muchachos de la banda no lo son. La Normal es una escuela para formar a la juventud.
Me sorprende mucho la escena. No había visto algo parecido en ninguno de los mítines con que me he tropezado en el camino de esta crónica sobre el Centro Histórico. A la gente le gusta. ¿Somos doscientos, somos trescientos? Veo cámaras de video por todos lados, celulares alzados por encima de las cabezas. Hago lo propio. Para no olvidar, diría mi amiga Clarice. Algo, un pensamiento muy mío, me impide entrevistar a nadie. Logro grabar dos audios.
Como despedida, el orador pide cantar “Venceremos”. ¿Me fugué a los años setenta del siglo XX? Qué retórica antigua. Atrás de mí un hombre cincuentañero se sabe toda la letra. Es entonado. Luego nos piden “Alzar el puño izquierdo como siempre”. Voy a hacerlo cuando decido mejor tomar algunas fotografías. Unos minutos más tarde todo se termina. Los “Vivos se los llevaron y vivos los queremos” han resonado varias veces. Qué duro pensar en cuarenta y tres muchachos desaparecidos.
Dos horas después, mientras escribo en El Trevi —frente a una enorme sopa de ajo en el restaurante modesto fundado en 1952 y a punto de perecer porque van a poner un coworking mamón con escritorios individuales por cuatro mil pesos mensuales—, mientras escribo en El Trevi, decía, se escucha el pasar de un helicóptero. Va sobrevolando la ciudad, aunque ya transcurrió una hora o más del mitin. Abro desde el celular el video grabado en Avenida Juárez. Un hombre canoso, de camiseta roja, con un saco enorme, exclama: “Vengan por sus dos naranjas, compañeros”. En el suelo hay una mochila negra. Los primeros en avanzar son un par de hombres. Sólo veo sus perfiles en el video. Uno de ellos guarda las naranjas en los bolsillos delanteros del pantalón. Fotografío a uno más, parado frente a mí con su naranja que parece de oro. Está por ocultarse el sol, la hora cero de Katherine Mansfield. El señor me ve y se ríe. Saluda a las mujeres situadas a su espalda. Busco la foto dorada y nada. Una imagen borrosa de la naranja es lo único que obtengo. ¿A dónde fue a parar el oro? De pronto caigo en cuenta: el hombre amable de las naranjas es el padre de uno de los cuarenta y tres muchachos desaparecidos. Ahora forma parte de la comitiva de la Normal. Me mira muy fijo desde la lejanía. ¿Desconfió de mí?
Camino hacia la Comisión Federal de Electricidad (CFE) luego de tomarme un café expreso en la franquicia colombiana del Juan Valdez en Reforma. La cfe está anómalamente cerrada. En ésas estoy cuando creo ver a dos personas recostadas sobre el desnivel alto de un edificio abandonado, una especie de plataforma que debe haber sido un adorno arquitectónico elegante. Ambas figuras parecen moverse al parejo en una danza desacompasada, violenta. Resuena por ahí una voz más bien ronca.
¿Escuché un desgarrador “Hijo de puta”? Lo más impresionante es el brazo que sobresale desde la vieja manta de rayas azules, muy sucia, quizás un regalo compasivo. La cobija va subiendo desde las pantorrillas, en medio de un baile brusco, hasta llegar al nacimiento de las nalgas. ¡Es una mujer! Sólo están ella y su reflejo. Reacomodo mis gafas. La joven no pasa de treinta. Su pelo, muy revuelto, está teñido de rubio oscuro.
Febrero llegó loco como siempre y el viento está arreciando. No sólo yo la miro.
La observa un moreno guapo, un joven de unos diecinueve años, desde su puesto de dulces pintado de naranja. El puesto es idéntico a los que vi en Reforma, unas cuantas noches atrás, empujados a toda velocidad por dos adolescentes correosos, casi flacos. Iban sobre la avenida en sentido contrario al mío. Eran casi las diez de la noche y yo iba caminando muy rápido rumbo al metrobús Hamburgo. Podían haberme atropellado, tal era la fuerza con que empujaban sus carritos colocados horizontalmente, como si fueran unas carretas, debajo de un gran plástico negro.
Pero estaba platicando sobre la mujer que se reflejaba, a la luz del día, en un gran espejo manchado. Volvamos al presente histórico. Ella llora y grita en voz alta. Tiene la cara muy roja. Un padre de familia la mira brevemente y luego él y su esposa esconden la vista con un mismo gesto (deben reír igual) y continúan su camino. El chico del puesto se ha despegado de su base para observarla con extrañeza. ¿Hay compasión en su rostro? Eso parece. Me acerco.
—¿Quién podrá ayudarla? —pregunto.
Él parece entristecido. Niega con la cabeza. Tal vez la conoce.
Me hizo recordar mi primer reportaje. Un amigo de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García me llevó a un albergue próximo al metro Hidalgo en donde los ahora llamados “sin casa”, giro verbal de espeluznante asepsia, podían dormir. Fernando Rosales había propuesto el tema. Yo andaba en los dieciséis años y estudiaba preparatoria en la mañana y periodismo de 6 a 10 p.m., una idea de mi madre porque me veía “danzando toda la tarde sin hacer nada”. Mi amigo tenía veinticuatro y trabajaba.
No le conté a mi madre sobre el reportaje porque me regañaría por ponerme en peligro. Un sábado me dijo “Cuida tu pureza” mientras me despedía para ir al ensayo de una obra de teatro en donde actuaba, por única vez, el papel de una adolescente tímida, lo cual era y soy en realidad. El autor era otro compañero de largos cabellos rubios, un tal David Rosenbaum, alguien que siempre hablaba de subvertir la realidad. Mi amigo y yo fuimos, pues, al albergue. Recuerdo nuestras risas en el vagón del metro Juárez aquel domingo de invierno. Él ya conocía el lugar. No habló sobre lo que veríamos por allá, pero de regreso ya no pudimos bromear.
—¿No hay policías que la lleven a un albergue? —insisto.
—También los busqué. No veo ninguno —informa muy serio el joven de los dulces.
Nos interrumpe una mujer esbelta con el cabello pintado de azul rey. Quiere comprar un cigarro suelto. El color me hace recordar a la tía abuela, a la bonita Esther y su look de anciana elegante, allá en el cruce de los tiempos, con las canas teñidas de azul tenue, casi perlado, durante una antigua Navidad transcurrida en Parral, Chihuahua. Aquella Nochebuena en que mi padre dijo, entre risas, que éramos sus hijos chilangos y yo me ofendí dos segundos. La mujer de cabello azul es una de esas personas a quienes la edad vuelve más interesantes. Se nota, en este su vago look de exniña distinguida y hippie, que habrá rebasado los setenta y probablemente se batió a madrazos con la vida. Son notorios en ella los gestos de rebeldía juvenil.
Por allá la mujer envuelta en la cobija también se rebela. Lo veo en su ira cantada a gritos. Lo noto, sobre todo, cuando percibe que estoy observándola. Me avienta el plato de cartón con palomitas de maíz que parece ser su comida de hoy. Las palomitas van a dar contra mis tobillos, pero alcanzo a dar un brinco.
—¡Ya! ¿Qué me ves? ¡Ya!
Sus reclamos obligan a los transeúntes a mirarla. Me giro en redondo y camino hacia el Hilton, el hotel de lujo en contra esquina con La Cervecería, un restaurante bar siempre lleno de turistas, ubicado a unos metros de la Plaza de la Soledad en La Alameda. ¿Qué le ocurrió a esta chica? ¿Por qué se desgañita así, arrinconada, hecha un ovillo, en plena Avenida Juárez?
No tengo idea de qué hacer. Sólo se me ocurre fotografiarla con mi teléfono “inteligente”. Clic, clic, clic. Olvido —y lo lamento cuando reviso estas líneas muchos meses después— tomarle una foto a la señora azul.
(Fuck. Se me extravió la idea. ¿Qué iba a decir? El mesero de El Trevi vino a preguntar si todo está bien. Tuve que quitarme los audífonos. Si supiera lo que acaba de hacer. ¿Cómo recupero la idea?)
Mejor vuelvo a las imágenes de la mujer atrapada en su cobija. Está iracunda. Me remuerde un poco la conciencia. No debí tomarle a la mala tantas fotos. De todos modos, escriba lo que escriba, la gente no va a entenderla.
(Recuerdo a un editor que corrigió una entrevista mía con un ingeniero cuarentañero a quien el alcoholismo había arrojado a la calle. Lo conocí en 2008 en el taller para niños de la calle conducido por la artista Claudia Fernández en el Laboratorio Arte Alameda. El entrevistado, sumamente inteligente, tenía la esperanza de recuperar su vida anterior, volver a trabajar y rentar un departamento. Había crecido en el Pedregal, “Fui niño rico y ahora veme”, y poco a poco fue perdiendo esposa, chamba, hijos, todo… hasta terminar viviendo a la intemperie. Pero hablaba del editor. Vino a mi mente porque hizo algo deshonroso sin avisarme: sustituir frases como “el entrevistado” por “el alcohólico”. ¡Sentí tanta vergüenza cuando leí mi texto en el libro ya publicado! Un tipo inteligente y dolido había quedado reducido a la nada de un teclazo.)
Invadí el espacio de la joven y quizá ni siquiera “capturé” su sufrimiento. En cambio, y como estaba a un paso de mí, no retraté a la mujer de cabello azul, tan en control de sí misma. Qué mujeres tan distintas. A mi nueva amiga indigente, ella no lo sabe, pero ya es mi amiga, la hice enojar, aunque lo de golpearse repetidamente la cabeza, esa acción tan femenina que tanto he visto en películas, comenzó unos tres minutos antes de que ella notara mi presencia.
Me alejo a pasos largos.
¿Por qué no le preguntaste si podías ayudarla? ¿No quisiste invadirla más? Mmh. Habrías obtenido una entrevista formidable, pienso sin pensar.
No saben cuánto me gustó ella cuando percibió mi presencia. Creí comprobar que no estaba del todo mal. Que estaba en el mundo y aún no se perdía en esa mente suya, esa mirada fija en mí cuando me descubrió fotografiándola, la acción enérgica de aventarme el plato de las palomitas con salsa Valentina.
Hace rato leí una entrevista con Lisa Fischer, la cantante mítica del coro de los Rolling Stones. Sus versiones de “Gimme Shelter” son extraordinarias, sobre todo las de 1992 y 2016. En The Guardian —el periódico inglés cuyo estilo, en lo que se refiere a noticias mexicanas sobre violencia, me parece tan “condechi” como el de El País— supe que su madre alcohólica tenía dieciséis años cuando ella nació, que cumplía catorce apenas cuando su padre las abandonó.
Por alguna razón, a unos minutos de enviar esta crónica a su destino, la imagen de la naranja dorada me hace pensar de nuevo en la joven de Avenida Juárez. No pensé que pudiera verme por el espejo manchado del edificio vacío que la guarecía. Le tomé la foto porque pensé que estaba ebria y no lo iba a notar. Aún la tengo, aún me gusta mirarla. Gritaba cada vez más alto mientras intentaba acomodar la cobija raída. Qué no me gritó. Roja es la vida. En los últimos meses he vuelto por ahí y siempre hay un campamento de indigentes. A ella no la vi nunca más. Fuck. El mesero otra vez. ¿Qué les iba a contar?
Cronista. Es autora, entre otros libros, de Cuando llegaron los bárbaros. Vida cotidiana y narcotráfico (Temas de Hoy-Planeta, 2011); San Judas Tadeo, santería y narcotráfico (UAM, 2010); Cien freeways: DF y alrededores (UACM, 2006); “Frida Kahlo. Una mirada crítica” (Planeta, 2007); con un texto de Teresa del Conde y otro de M.T. Obtuvo, con Seco Estudio de Yeguas. Centro Histórico. Diario de invierno, el V Premio Nacional de Periodismo (Producciones El Salario del Miedo, 2019), publicado como plaquette en 2020 x Fósforo Ed. Con Culiacán, el lugar equivocado, publicado en Letras Libres, ganó el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez FIL 2010 (Feria Internacional del Libro de Guadalajara). Fue Premio de Excelencia, con Crónica de un domingo en Oaxaca (Miami, EU, rama crónica), y Premio Nacional de Crónica Urbana Manuel Gutiérrez Nájera con Cien Freeways. DF y alrededores (UACM 2005). Está incluida en varias antologías de crónica, entre ellas la de Carlos Monsiváis: A ustedes les consta. La crónica en México (ERA, 2006). Fue columnista (durante 12 años) del suplemento Laberinto de Milenio Diario (“Guía visual, crónica sobre arte”), y cuatro años en el semanario Domingo de periodismo narrativo de El Universal (“Border Girl”). Ha colaborado en Letras Libres, La Tempestad, Replicante, Artes de México y Cultura Urbana, entre otras publicaciones. Fue presidente del PEN México (2016-2019). Publicó en 2022 el prólogo de la reedición de Penguin de Diario de Brigadista de José Agustín, escrito a los 16 años cuando fue, con la hija de Roque Dalton, a cooperar en la alfabetización de Cuba
¡Felicidades a Magali Tercero!
Mil gracias…!!!
Estupenda crónica, que forma de llevarlo a uno de la mano por el metro Pantitlán y…otros lugares. Hacía tiempo que no me quedaba tan buen sabor en los labios después de leer un relato, no lo pude soltar, lo leí ávidamente y en verdad me sentí parte del entorno, viendo y escuchando lo que ocurría en el vagón de metro y el posterior recorrido por avenida Juárez y otros sitios tan
comunes para los citadinos pero ahora bajo la lupa de un periodista cobraron vida.
Gracias mil…!
Una crónica escrita con la maestría que que mezcla talento y oficio.
Vivi por casi cinco años en esos escenarios del “Complot Mongol”,de manera intermitente.
Reconozco la utenticidad de cala lugar y escena que describes, desde la atmósfera del Metro.y de las multiples escenas capaces de conmover a cualquierrostro, de apariencia inexpresiva que transitan esos rumbos a toda hora.
Muy merecido el premio.
Documenta ese caleidoscopio de manera insuperable.
Felicidades, Magali. Te mando un abrazo grande.