Resolviendo el misterio

Sus hojas, de un amarillo quebradizo, tiemblan al menor roce de aquel cuaderno antiguo que descansa sobre una vieja mesa, testigo callado del tiempo, envuelto en cuero marrón oscuro como si guardara un secreto. El lomo, curvado por el tiempo, aún conserva el aroma a memorias, nostalgia y olvido. Está lleno de palabras inclinadas, con una caligrafía tipo inglés, en tinta color sepia, como si cada letra estuviera escrita —precisa, misteriosa— con frases sutiles que dejaban salir suspiros.

La lluvia caía sobre la ciudad como una interminable cortina de plata. Cada relámpago rasgaba el cielo y, por un segundo, las calles brillaban guardando las sombras de la gente. Bajo ese cielo y esas calles con memoria, avanzaba Ricardo Ramírez, que desde cinco años atrás no conocía la palabra “padres” solo como una ausencia. Dieciséis años, cabello negro chino, delgado como sus ropas, corría de techo en techo para no mojarse, con la mirada clavada en la ventana de una antigua casona de la calle Medellín, en la colonia Roma. El hambre lo empujaba, y su destino lo esperaba.

Mucho antes, tras esos mismos muros, Augusto Montiel escribía rodeado de silencios que olían a papel nuevo. Cuando su único hijo murió en un accidente aéreo, la casa se apagó; las lámparas quedaron encendidas solo para las telarañas, y el nombre del escritor —celebrado en ferias y exposiciones— se ocultó como un libro de misterio. Nadie volvió a verlo cruzar el umbral.

Ricardo, al que le llamaban Richi, esperó el trueno propicio, alzó una piedra y la soltó contra el cristal de la ventana. El estruendo del relámpago disimuló el estallido. Dentro, el aire tenía sabor a tiempo, a tristeza y a promesas. Un susurro helado le rozó la nuca —¿viento, espíritu, culpa?— justo cuando otro destello reveló, sobre una mesa, aquel cuaderno viejo de color marrón oscuro. La mesa, adornada con una lámpara sin foco, migas de pan, una taza de café sin terminar y una silla desvencijada, lo esperaba. No alcanzó a leer el nombre grabado en el cuaderno, pues devoró primero los paquetes de galletas, cacahuates y aceitunas que encontró en la alacena. Luego huyó con los bolsillos llenos de migas y la cabeza colmada de preguntas.

El parque vecino, su guarida, le envolvía el cuerpo con hojas y cartones por las noches, mientras no llovía. Allí, entre muchachos exiliados de sí mismos, Richi sobrevivía. Sin embargo, cada amanecer regresaba a acechar la casona. Al cabo de un mes comprendió que estaba abandonada y, con la misma naturalidad con que otros regresan a sus hogares, volvió a entrar.

Poco a poco descubrió un sillón de piel y, montañas de libros: Amado Nervo, Poe, Pezoa, Zafón -su ejemplar de cabecera-. Sobre una chimenea de rústica piedra, enmarcadas, se encontraban algunas fotografías amarillentas: un hombre de barba y un joven con uniforme de piloto, padre e hijo, idénticos hasta en la sombra de la sonrisa.

En un cajón polvoriento dormían sobres sin sello. Dentro había relatos sin terminar y cartas nunca enviadas: Augusto Montiel escribía para un muchacho que ya no respiraba, como si la vida, al perder a su heredero, le hubiese prohibido los finales.

Richi leía esas palabras y sentía que la tinta le avivaba la sangre. Devoraba novelas y poemas; el frío quedaba afuera: allí dentro ardía el verbo. Sin darse cuenta, movía los labios, corrigiendo de memoria las frases despobladas, encontrando ritmos y silencios como quien halla grietas por donde filtra la luz. Por fin podía leer sin que su padre se lo impidiera, como en el pasado, ya que para aquel que fue su progenitor, leer era una pérdida de tiempo. Y cómo no, si lo único importante era ese alcohol que le envenenó el cuerpo y el alma, hasta hacerle perderlo todo incluso a su madre.

 Lo que vivía cada instante dentro de aquella casona, llenaba los espacios de su  alma, mas  fue por esos días cuando sucedió. Uno de los chicos del parque, el más pequeño, al que todos llamaban el Güero, no apareció una mañana. Lo buscaron por calles, por puestos de tamales, por hospitales. Al tercer día, la noticia llegó en voz baja: lo hallaron en un terreno baldío, envuelto en cartones y con los zapatos robados, golpeado y casi muerto. Decían que alguien del mismo grupo lo había entregado a cambio de droga.

Richi no volvió a dormir en el parque. La desconfianza le mordía la espalda. Aquel refugio de cartones y ramas ya no era un abrigo, sino una trampa. Una noche, mientras los demás peleaban por una cobija mojada, él se escabulló sin despedirse. Tenía miedo, no del frío, sino de los ojos que lo miraban como si él fuera el siguiente.

Le costó regresar a la casona. No por los fantasmas, sino por el remordimiento. Sentía que traicionaba al Güero al buscar calor entre libros. Sin embargo, al cruzar el umbral polvoriento, el silencio de la casa lo recibió como un viejo conocido.

Durante semanas, durmió allí entre libros, bajo la mesa o sobre el sillón viejo, con el cuaderno al alcance de la vista. Cada noche leía a Montiel como si hablara con él. Hasta que un día escuchó voces desde la calle: dos hombres, trajeados, medían la fachada, tomaban fotos, hablaban de restauración, de venta, de cambio de uso de suelo. El corazón de Richi se encogió.

Esa noche supo que tenía que irse. No podía quedarse más.

Una tarde, lo inevitable ocurrió: regresó al cuaderno de cuero. Lo liberó de la costra de años y sopló la pasta hasta revelar el nombre: A. Montiel. La caligrafía inglesa dibujaba bocetos de cuentos detenidos en el umbral del desenlace. En la última página, una sola línea:

“Si alguien halla estas palabras, continúe el relato; la literature no admite silencios, las historias tienen un final.”

Esa noche la tormenta reanudó su antigua letanía. Richi escuchó un crujido en la puerta principal —tal vez el viento, tal vez la memoria del dueño—. Cerró el cuaderno, lo apretó contra el pecho y salió por la ventana: cargaba una llave invisible, -su destino-

Esa misma noche encontró refugio en un albergue temporal, donde aceptaban menores por unos días. Dormía en una colchoneta entre otros cuerpos con frío. Pero debajo de la camiseta, escondido como un tesoro, iba siempre el cuaderno marrón.

Meses después, en el resplandor pálido de un cibercafé donde barría a cambio de monedas, subió un archivo a la red. Firmó con iniciales nuevas: R. Ramírez. Nadie sospechó que en esas páginas latían voces que un viejo dejó suspendidas en el tiempo que él terminó.

Afuera llovía otra vez, y la cortina de plata golpeaba el vidrio roto… la noche guardaba los silencios de aquella casona que permanecía casi intacta. La vieja mesa, aún cubierta de polvo, con su lámpara inerte, era testigo fiel de aquella visita afortunada, tejida por el azar entre dos almas extraviadas que el tiempo, con sigilo, unió gracias a un cuaderno inconcluso.  La noche guardaba aquellos silencios que se volvieron sonidos de esperanza.

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