Recuerdos

Sentada en la tierra, con un burrito en las manos, diario veía trabajar a mi madre en la cocina. Refugio, así se llamaba la mujer de cabello largo y trenzado, de ojos brillantes. A ella le tocó nacer en el siglo pasado, aquél en el que las mujeres crecieron pensando que su lugar era la cocina y el hogar. Siempre la vi muy feliz frente a su fogón, haciendo tortillas y preparando los mejores guisos.

 Mientras ella cocinaba, tarareaba algunas canciones; de verdad que disfrutaba lo que hacía. Aunque yo era pequeña, recuerdo muy bien que me contaba sus secretos de la comida. “M’hija, el ajo lo debes de asar para que la salsa te quede buena, y lo debes moler con la sal antes que los tomates, ¿entendiste?”, me decía.

En la pequeña comunidad en la que habitábamos había sólo unas cuantas familias. Y entre casa y casa, muchas hectáreas de siembra de maíz, frijol y calabaza. A lo lejos, en esos campos podía ver a mi padre y a mis cinco hermanos con su azadón. Rondaba el olor a tierra mojada que anunciaba una gran cosecha.

Todos los días, mi madre empezaba su labor antes de que cantara el gallo. Ponía la lumbre para el atole de masa y más tarde continuaba preparando ricas salsas, frijoles, arroz y, uno que otro día, una gallina. Nunca la escuché quejarse. Para ella el mejor pago era ver las caras llenas de felicidad de mi padre y mis hermanos. “¡Ya llegamos, vieja!”, gritaba a lo lejos mi papá que entraba con una flor escondida entre sus manos y le decía a mamá: “No está tan chula como tú”, y la abrazaba.

 Así pasaron los años y cuando cumplí diez, Refugio me empezó a compartir los secretos de la cocina. En muy poco tiempo me volví su mano derecha, porque decía mi padre que yo tenía una gran sazón. Los días eran maravillosos, pues me encantaba pasarlos en la cocina con mi mamá. Ella poco a poco me empezó a dejar más tareas; la veía cansada, pero nunca se quejó de nada, así que yo daba por hecho que sólo era mi imaginación.

En el invierno, después de una gran cosecha, el trabajo se volvía más pesado; mi madre y yo no sólo teníamos que encargarnos de los quehaceres del hogar, también ayudábamos a desgranar las mazorcas y guardar el maíz. La sobrecarga del trabajo enfermó a mi madre. En muy poco tiempo sus ojos empezaron a apagarse, tenía una tos que la ahogaba, ya no respiraba bien, a pesar de mis cuidados y de todos los tés que le di, nada parecía suficiente.

Mi padre empezó a desesperarse de verla así. En esos días a él le daba por mirar al cielo para pedir explicaciones: “¿por qué a ella?, ¿por qué?”. Así lo podíamos ver por las noches en el campo, sus reclamos hacían eco en todo el sembradío. Mi madre lo oía y aunque trataba de ocultar su llanto, alcanzábamos a escuchar sus sollozos. Mi corazón se partía en dos al verlos sufrir; ella postrada en el petate y él sufriendo de verla así. Mi madre, a pesar de su estado, siempre estaba pendiente de que preparara todos los alimentos para mi padre y mis hermanos.

En aquel diciembre de 1995, justo el 24 en el que debíamos celebrar la Noche Buena, su salud empezó a empeorar. Me asusté y fui corriendo al campo a buscarlos porque no sabía cómo ayudarla. Llegamos a casa demasiado tarde, mi madre estaba tirada en el piso.

Me tocó ponerle el vestido que la acompañaría a su última morada, peiné su trenza que tanto le gustaba, mi padre la tendió en el piso, sobre un petate, y le puso cuatro velas a su alrededor. Mis hermanos también estaban desconsolados, pero no lo hacían tan evidente.

 Como era de esperase, me tocó tomar las riendas del hogar. Mis ratos en la cocina eran los mejores porque ahí podía disfrutar los sabores de los recuerdos de mamá. A pesar de todos mis esfuerzos, mi padre me gritaba mucho porque decía que nada quedaba rico, nada sabía bueno, como lo hacía mi madre. Empezó a beber sin control y muy pronto abandonó el campo. Mis hermanos no lo aguantaron más y se fueron a trabajar a otros pueblos. De vez en cuando nos visitaban.

 A pesar de sus malos tratos y de la pobreza en la que vivíamos, no pude dejar solo a mi padre. Aún recuerdo aquel guisado que le preparé por última vez: no lo quiso probar, porque dijo que era una porquería, me lo aventó en la cara y me la quemó. Estaba llena de miedo y también de odio.  Me salí corriendo al campo, corrí y corrí sin parar. Cuando me di cuenta, estaba perdida, me senté bajo un árbol y lloré todo un mar de lágrimas. Ya no sabía cuál era el dolor más grande en mi corazón: si haber visto morir a mi madre o ver a mi padre así. Se llegó la noche y decidí volver a casa, pues no tuve el valor de dejarlo.

            ­­—¡Papá, papá! —empecé a gritar un poco antes de entrar a casa, pero nadie me respondió.

En el piso estaba tirado mi padre; al lado su botella de mezcal y junto, el veneno que utilizaba para fumigar la milpa.

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