Te recetaron baños de sol para sentirte mejor. Yo no sé de cómo el sol alimenta las plantas, ni de cómo su luz lava la tristeza. Esa tarde te miraba desde la ventana, estabas sentada en las escaleras con un cigarrillo
encendido, aunque no te gustaba estabas empeñada en sentir que tenías un
vicio. El sol te ponía un halo dorado sobre la piel, parecías soñar con los ojos
abiertos. Bromeaba tratando de alegrarte diciendo que eso probaba que no
eras un vampiro, que no estabas muerta en vida. En el desayuno dijiste que
fue el trigo, no el amor, lo que nos domesticó. Estabas feliz frente a la estufa
mientras yo, a tu espalda, rebanaba con torpeza un jitomate. Hablabas con el
tono dulce de quien quiere a alguien mirando al sartén, como si hablaras con
él en vez de conmigo. La comida es un momento íntimo, dijiste, no importa si
comes con otros o contigo mismo. Por eso te espero siempre para comer por
la tarde. Recriminabas que me diera igual comer frío o caliente. Hablaste
sobre las veces que te tocó ver caer un aguacero al otro lado de la calle, de
encontrarte de cuando en cuando justo al borde de una tormenta, tan cerca
que podías sentir la brisa y ver correr a la gente al otro lado sin empaparte.
Te miraba atento, como si tus ojos fueran la embocadura a todas las
verdades. Era imposible que el vacío viniera de una glándula descompuesta,
dijiste, provenía de afuera, de algo que ninguna pastilla podría curar nunca
porque el mundo es incurable. No era culpa de nadie y yo simplemente debía
aceptar tu llanto cada que aparecía. Un poco de sol te haría sentir mejor. El
sol da vida, pero si le das tiempo suficiente mata todo, dije. Entonces no es el
sol, es el tiempo, respondiste. Por eso quiero ser vieja, para que nada
importe. Para ser solo yo con arrugas e importar por lo que pienso, y si no
hago nada no importará tampoco, porque no quiero hacer nada más que ser
yo misma, sea lo que sea. Quiero ser vieja para tener amigos porque ahora
no puedo tenerlos. Yo soy tu amigo, respondí solo para escucharte decir que
no. Habíamos sido amigos, sí, pero ahora estábamos juntos y por eso habría
cosas que ya no podrías decirme. ¿Con quién te quejarías de mi? y hacerlo
sería abrirle la puerta a alguien más porque los hombres buscan puntos
débiles y cuando una mujer está dolida lamen su herida. Mira, he bebido tu
sangre, dicen. Ahora sé mía. Nunca estamos realmente solas ni tampoco
acompañadas. Estoy sola con otros y estoy sola contigo. Lo nuestro acabará
porque todo se acaba y tú y yo no somos especiales, ninguna excepción,
acéptalo, naufragaremos como los demás y yo no te quiero como para
salvarnos. Llevaste una mano a tu boca y dijiste no me hagas caso, ya sabes
cómo me pongo. Miré a la ventana para ver la posición del sol mientras
tocabas mi codo.
Sigues soñando en el mismo sitio, ya sin esperarme.
Francisco Javier Solórzano Serrano (Ciudad de México, 1977). frozencore@hotmail.com
Me atrapó tu narrativa. Me gustó cómo fluye. Muy buen texto.