A David Hazael Rodríguez Berea
Los gatos siguieron multiplicándose.
Ignacio Padilla, “El año de los gatos
amurallados”.
De nueva cuenta enchufaron a los gatos por la nuca. Los metemuertos no lo hacían por la cola para no lastimarlos (nada más falso que arañan si no se los toma de la nuca). Acto seguido, los maullidos leves que precedían la representación se oyeron, lo que indicaba que todo estaba listo. Después conectaron al público por el mismo conducto. (Por supuesto, la gente que se respeta, reserva para uso privado o de pareja el otro canal.) Reclinándose cómodamente en sus butacas, suspiraron de gusto. A como diera lugar, «la guerra, los amores y accidentes» de los gatos habrían de ponerse en escena.
Siglos después de haberse publicado, La Gatomaquia continuaba siendo un éxito. A
imitación de Homero, Lope (¡oh, segundo «Gatilaso», que expurgaste por siempre de ratones las
bibliotecas del Parnaso!) cantó las peripecias amatorias de Micifuf y Marramaquiz para
conquistar a Zapaquilda, de hermosura sin igual. Y así, a lo largo de siete silvas, los galanes
compiten: uno, hijo de Zapiron, padre universal de los gatos, tiene la nariz roma, blanco el pecho
y los pies, negro el lomo; el otro, descendiente de Malandro, gato de Alejandro Magno, es
pendenciero. Los celos lo consumen. Para curar su mal de amores, Merlín, minino canoso, lo
manda a sangrar; Garfiñanto, astrólogo felino, lo ayuda a seducir a Zapaquilda. Pero ella no cae
y acepta a la postre casarse con Micifuf.
Tal como Paris rapta a Helena en la Ilíada, Marramaquiz se roba a la novia. Y la encierra
en la torre. Sobreviene el combate entre ambos bandos félidos: Micifuf y su hueste se enfrentan a
Marramaquiz y sus esbirros. Suenan pífanos y tambores; ondean los pendones; se desenvainan
espadas; las lanzas se enhiestan; con firmeza los broqueles se empuñan. La gatería fufa, se
encrespa, suelta zarpazos. Los atacantes clavan sus uñas en la torre al ascenderla. Desde la cima
arrojan ollas y búcaros los defensores. El bizarro Micifuf dirige a los suyos montado en una criatura que vuela como Pegaso. La batalla se encarniza y se alzan las llamas. Al igual que en la guerra entre ratones y ranas, Zeus interviene, pero no como lo hacen los dioses en la dramaturgia clásica sino a la «Deus ex felis». En la última silva, un príncipe que cazaba por allí, mata de un arcabuzazo a Marramaquiz. Por fin se celebra la boda y se pone el telón.
He ahí el argumento de la épica lopesca. No es de extrañar que la obra siga
escenificándose si el triángulo amoroso y el tercero en discordia son materia de todos los
tiempos. La peculiaridad es que, hoy día, el espectáculo era virtualmente real: los gatos eran
representados ni más ni menos que por gatos. El espectador los miraba desplazarse, pronunciar
los parlamentos, batirse a duelo, cortejarse, lidiar o hacer mutis, sin necesidad de que las
personas los reemplazaran. A fin de que la función fuera lo más realista posible, los actores y el
público se conectaban a ella. Mientras ésta durara, permanecían en una simulación casi idéntica
al mundo tangible. En vez de mover escenografía que ni existía, los metemuertos (de algo tenían
que vivir) los cuidaban y los veían retorcerse: los párpados se agitaban como cuando se entra en
sueño profundo.
No sabemos cómo reaccionaría Lope si por algún ardid resucitara y contemplara este
«nuevo arte de hacer comedias». Es bastante probable que perdiera el juicio al presenciar a un
montón de gatitos hacerse pasar por seres humanos. O cuando menos se decepcionaría de que ya
no significaran lo mismo los símbolos con que, otrora, se burló de la sociedad áurea, y así
imploraría regresar al empíreo, el limbo, el orco o sea donde sea que lo situemos.
Por lo demás, nadie recordaba la equivalencia del mundo como teatro. Algún especialista
intrascendente habrá consultado el célebre tópico de raigambre griega en alguna historiografía
menor, ahora perdida. Al espectador nada le importaba representar un papel impuesto por el
destino, puesto que, al término de la función, volvía a ser el mismo. A la luz de esta y otras
razones (en cuya exposición no puede ahondarse aquí con la puntualidad que se merece), la
creación literaria cesó de existir. Todo era recreación. Centurias y centurias de tradiciones, en
miles de lenguas, nos legaron un corpus precioso e inabarcable que hay que apreciar de este
modo. No había el menor interés en crear arte, la más trivial de las ocupaciones, porque desde
hace tiempo había caído en el olvido. La recreación pasó de ser estética a funcional: la escritura
se destinaba exclusivamente a la comunicación e información y, por ende, se vivía mejor.
Debido a la honda búsqueda de la condición humana que caracteriza el teatro, este género
gozó del mayor prestigio al momento de ser recreado en comparación con otros. (Claro está, no faltaron los desocupados que se entretuvieron en textos de toda ralea, variopintos y multiformes.)
Pese a que La Gatomaquia no es obra dramática sino épica burlesca, sería difícil negar su
palpable teatralidad. ¿Qué otro rasgo atribuir a un poema en que los gatos riñen, en el cual la
disputa por la amada vuelve armígeros a los felinos y los hace estallar en clamores?
Podría argüirse que el dramatismo impide que la mayoría de la audiencia recree el
poema. No obstante, los que lo hacen, por pocos que sean, vaya que lo vivifican, un ojo al gato y
otro al garabato. Y es que a quién no le gusta ser teatrero. Algunos invierten los papeles de
Micifuf y Marramaquiz para que éste en vez de aquél, triunfe en el lance amoroso. Otros liberan
de ambos pares de garras a Zapaquilda y hacen que reniegue de sus amantes y, por consiguiente,
la vuelven punta de lanza en contra de la opresión humana, para que así ella incite a rebelarse a
la gatería del orbe, harta de que su especie sea forzada a actuar de otro modo que no sea aquel
que se corresponde con su naturaleza. Unos hacen importantes a los personajes secundarios, de
suerte que Micilda no sea mero objeto de seducción y que su belleza supere la de Gatifura, la
golosa gata sin par, o bien hacen que Trebejos no perezca en la contienda, o bien consienten que
Lameplatos se zampe de ratones, queso y salchichas. Hay quienes robustecen los marramaos,
lamidas y demás acciones gatescas para que los mininos se comporten como tales y que ya no
sean espejos vanos de la especie humana. Los chuscos incrementan los neologismos lopescos,
los “gatiquisiera”, los “zapinarcisos”, los “gatimartes”. Los osados, que coinciden mucho con
quienes dan primacía a Zapaquilda, convierten en antagonista al mismísimo Monstruo de la
Naturaleza. Según arguyen, este escritor (y no otros como T.S. Eliot) fue el que trastocó la
condición gatuna. Y entonces los felinos se sublevan de la imaginación del Fénix y se emancipan
por sus patas propias.
A lo largo de las eras, el motivo bélico es aquel que permanece más o menos fijo. Al fin y
al cabo, los animales también se prueban en la guerra. Ingenioso ejemplo de lo épico en esencia.
Nota de publicación:
“Recreación” se publicó por primera vez en Anapoyesis: Literatura, Arte y Cultura, núm. 3 (“Guerra”), año 2, 2022, pp. 13-14. Esta versión tiene algunas modificaciones. La ilustración que acompañó el texto fue recreada por DALL-E. Pese a que lo que hacen las así llamadas Inteligencias Artificiales se aviene bien con el tema de este cuento, en esta ocasión el autor solicitó amablemente que su texto se acompañé de una pintura hecha por un ser humano de carne y hueso.
Nota sobre la imagen : Carl Kahler (1856-1906). “Die Liebhaber meiner Frau” (“Los amantes de mi esposa”), 1890-1893 (Óleo sobre lienzo, 177.8 x 258.4 cm.). Famoso por sus cuadros sobre gatos y caballos, Kahler se interesó en pintar mininos después de aceptar una oferta jugosa de la millonaria de California, Kate Birdsall Johnson. Se dice que antes de que comenzó su obra más renombrada, el artista bosquejó por tres años los 42 gatos persas y de angora de Johnson que aparecen en el cuadro. El título se inspira en el esposo fallecido de la millonaria, que así los llamaba. En el centro puede verse a “Sultán”, el favorito de la mujer acaudalada. Kahler continuó pintando gatos hasta que murió en el terremoto de San Francisco el 18 de abril de 1906.
Julio María Fernández Meza (Veracruz, 1985) es un escritor y crítico literario mexicano. Es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas y Maestro en Letras (Letras Latinoamericanas) por la Universidad Nacional Autónoma de México y Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Se dedica a la escritura creativa, la crítica literaria y la docencia. En el ámbito creativo ha publicado cuentos, ensayos, microrrelatos, aforismos, prólogos, notas y otro tipo de textos en libros de autoría colectiva, antologías y revistas impresas y digitales de creación de México, Estados Unidos y otros países. En el ámbito académico se dedica al estudio de la Literatura Hispánica, la Literatura Inglesa y la Literatura Comparada. Ha publicado capítulos de libro y artículos especializados en diversos medios académicos de México, España, Estados Unidos y otros países y ha participado en numerosos congresos nacionales e internacionales de literatura. Ha recibido algunas distinciones de creación y crítica literaria. Actualmente trabaja como Profesor de Español en la Universidad de Harvard y en El Instituto El Llano Aguascalientes del Tecnológico Nacional de México como Profesor de Literatura y Redacción.