—Tengo una foto tuya. Aquel día entramos a una tienda abierta 24 horas para protegernos de la lluvia. Habías comprado tu primera cámara y mientras yo servía café quemado en un desechable, recorriste el lugar viendo los pasillos y estantes a través del visor. En ese tiempo tenías la manía de fotografiar la ciudad de noche. Cualquier cosa con luces, incluso los refrigeradores de la tienda. Te vi apuntar la cámara al espejo redondo en una esquina del techo, no lo pensé y tomé la foto de tu reflejo. Podría ser la portada de un álbum de rock. Una chica en una tienda de pasillos distorsionados viendo hacia arriba.
—No tengo idea de qué me hablas. Recuerdo aquella vez, ese momento no.
—La memoria pega diferente en cada quién. Usabas el flequillo caído hasta las cejas.
La chica no siguió la conversación, caminó en silencio mirando al frente, en busca de algún edificio o calle reconocible. El cielo era de un azul cristalino sin una sola nube que detuviera el azote del sol. Usaba el cabello diferente, sin rastro del rojo anaranjado, ahora era oscuro, cayendo como pesadas cascadas negras entre las que se asomaba su rostro.
—Esta subida me va a matar —dijo él, sintiendo gotitas de sudor perlar su cuero cabelludo.
—Sobrevivirás.
—¿Te quedaste con aquel chico?
—¿Qué chico?
—Por el que desapareciste.
—Un tiempo. Luego algo no le gustó, o a mí, no recuerdo. Fue hace mucho ¿cómo te acuerdas de él?
—Hasta ahí me quedé. A partir de ahí no respondiste ningún mensaje.
—No le veía sentido, aunque, de nuevo, ¿qué lo tiene? Es como ahora, no pensé que volviéramos a vernos, y mira. Aquí estamos, buscando cómo salir de un sitio que ninguno conoce. El sol está insoportable, no quiero saber cómo estará a medio día.
Llegaron a la cima de la pendiente con la respiración pesada. Las calles seguían silenciosas, la humedad lluviosa de la noche anterior comenzaba a evaporarse.
—Es como un pueblo fantasma —dijo él.
Se detuvieron frente a un terreno baldío entre casas a medio construir. Estaban en un punto alto. Del otro lado reconocieron la orilla de la ciudad.
—Desde aquí la vista es bonita. Adentro no se siente así —dijo ella.
Echaron a andar animados por la idea de llegar a un sitio conocido. Luego de unas cuadras dieron con un puente peatonal. Tenía señas del paso del tiempo más que de uso.
—¿Qué opinas? —dijo ella.
—Que hay que cruzar y tomar un taxi. Desayunar algo.
—¿No te parece peligroso? Es como si fuera hacia arriba, no hacia el otro lado. ¿A dónde nos llevará este puente?
—Al otro lado —dijo él —de cualquier modo servirá para ver desde arriba dónde estamos.
El puente parecía ser un arco, no se podía ver qué había sobre él o a dónde llegaba. Con los ojos entrecerrados por el sol rebotando sobre el concreto, las escaleras parecían extenderse hasta un punto indefinido. Era un puente peculiar, alto, extremadamente largo para ser un puente peatonal. El otro lado parecía tocar un punto indeterminado entre las calles de la ciudad, casi como si flotara sobre ella y al llegar al borde, hubiera que saltar para llegar al suelo. El viento corría con ímpetu, desde ahí podrían haberse elevado cometas con solo soltarles hilo. Caminaron hacia el centro y recargaron los brazos sobre el barandal. Bajo ellos corría una autopista entre cañadas y barrancas. Al norte había nubarrones, demasiado lejos para ser una amenaza o un alivio del sol. Al sur, donde estaban ellos, el azul del cielo seguía implacable. Miraron el sitio del que venían, las casas de azotea gris crecidas entre los baldíos a lo largo de los años, al borde de calles de anchuras improvisadas.
—De entre toda la mierda de estos días, me alegra haber subido este puente. El paisaje a lo lejos es muy bonito —dijo ella.
—Es un arte cruzar puentes. La mayoría solo usa los que encuentra en su camino, no busca otros, le da miedo no saber qué hay al otro lado. Nunca se sabe en realidad. Sabes a dónde llega, no qué habrá esperándote en el otro extremo.
—Quizás no sea miedo, sino falta de curiosidad.
—¿No es eso falta de ímpetu en la vida?
—Cada quién sobrevive como puede. No sé si haya un puente que cambie eso. Al final uno se lleva a sí mismo al otro lado.
—El otro lado puede ser mejor para uno. Los puentes tienen ciertos principios, uno de ellos es que son para cruzarse, no para vivir en ellos. Quien lo hace, no llega a ningún lado.
—Es curioso pensarlo así. Quienes se avientan de uno tienen claro ese principio. Aunque sabemos bien que llegan a algún lado, al piso. Vámonos, el sol está insoportable.
—¿Tienes algo que hacer?
—No, solo quiero irme. Dormir.
En el otro extremo el puente se dividía en dos largas escaleras con varios descansos. El ruido de la calle subía amortiguado. Se detuvieron un momento.
—Oye, lamento no haber respondido nunca —dijo ella.
—No hay nada qué lamentar.
—Iré por este lado —dijo ella —no creo que nos veamos, así que aquí nos despedimos.
—Quién sabe. Quizás por casualidad en otros años.
—Puede ser, pero lo dudo. Suerte.
Apenas había bajado un par de escalones cuando ella volteó y habló en voz alta.
—Tengo un principio de los puentes. ¿Quieres saberlo?
—Claro —dijo él, viéndola desde su escalera.
—Nunca intentes caminar sobre puentes que ya no existen.

Francisco Javier Solórzano Serrano (Ciudad de México, 1977). frozencore@hotmail.com