Pirotecnia

Otra vez, estaba en la colonia Roma, dentro de esa vecindad con un altar a la virgen de Guadalupe. Me sorprendió ver que la enredadera que cubría su rostro la había envuelto por completo. Toqué la puerta con el número ocho. No obtuve respuesta y volví a tocar. Le marqué y su celular no sonó dentro de la casa. La puerta se abrió, y vi un pasillo en penumbra. “Entra” al escuchar la voz de Sebastián me detuve en el marco despostillado de la entrada. “No te veo”. “Entra y cierra la puerta”. Esa vez, las pinturas en el pasillo me parecieron rayones. En la sala se encontraban dos sillas de madera, cada una con un hábito de fraile y en el piso una botella de mezcal. Sebastián estaba desnudo sentado en el sillón gris.

     —Pensé que tu juego de los frailes era una broma.

     —Iba a comprar hábitos color café, pero después recordé que siempre vistes de negro.

     Sebastián se levantó para acercarse. Me fijé en los cuatro dedos que tenía en cada pie.

     —¿Por qué estás nervioso?

     Besó mis labios.

     —¿Por qué habría de estarlo?

     —Desnúdate y ponte el hábito.

     No me dio buena espina pero lo hice. Él se puso el que estaba en la silla izquierda, le quedó justo.

     —¿De qué bazar los sacaste?

     Me disgustó sentir la tela gruesa y áspera. 

     —¿Te imaginas cómo fueron los hombres que vistieron estas garras? Me gusta pensar que fueron varios cuerpos los que lo usaron. No fue fácil conseguir unos del siglo XIX pero por internet, qué no se puede conseguir…

     El hábito olía a tierra.

     Con la mirada ordenó que me sentara. Se aproximó hasta quedar a mi lado. Un alacrán reposaba al fondo de la botella de mezcal. Tenía sabor a quemado; sentí fuego en la lengua, garganta, esófago. Pasé la botella a Sebastián, le dio un trago y lo escupió como lluvia entre sus labios. 

     —Usted y yo nos conocimos en otra vida, ¿lo sabe?

     Me fijé en el lienzo que desde la primera vez que lo vi me pareció una mancha de sangre.

     —No.

     —¿No lo cree o no lo sabe?

     —Sebastián, no creo en otras vidas, nos conocimos por Grindr.

     Tomé de la botella.

     —En Grindr acordamos que nos pondríamos estos hábitos, que nos hablaríamos de usted y que conoceríamos nuestras vidas pasadas, de lo último me encargo yo, pero si no cree en este ritual, ahí está la puerta. Y no sea salvaje, el mezcal si lo bebe de esa manera sólo lo embrutecerá.

     Me arrebató la botella, bebió y volvió a escupir.

     —Nos conocimos aquí, en México, pero en otro tiempo y en tierra árida.

     Planté mi pie sobre el suyo; ancho, velludo, con las venas saltadas y de cuatro dedos.

     —Nos conocimos el siglo pasado en un pueblo y teníamos la misma edad. Éramos jóvenes y te quise hasta que me disparó un hombre al descubrir lo nuestro. Tú escapaste del pueblo, viajaste y te moriste de viejo, por eso en esta vida soy más grande que tú.

     “Nos conocimos por calientes en Grindr” pensé en repetirle, pero mi pie encima del suyo, su voz aguardentosa, el mezcal en las entrañas, el juego de los frailes, comenzó a excitarme.

     —Usted tiene razón, nos conocimos en un lugar donde se camina descalzo en tierra caliente. Lo único que no entiendo es como si usted murió antes, sabe que yo escapé, viajé y morí viejo.

     Puso su pie encima del mío.

     —¿Le parezco atractivo con más de veinte años de diferencia?

     —No ha contestado mi pregunta.

     Acariciaba mi empeine con la planta de su pie.

     —Luis, ¿yo le sigo gustando?

     Sentir sus callos me provocaba.

     —Usted ha cambiado pero sus ojos tienen la misma forma desde que lo conocí. Borrego a medio morir. No sé por qué percibo que en esta vida usted y yo estamos destinados a vernos un par de veces.

     Bebí mezcal. Fuego en la boca, garganta, esófago. Cerré los párpados; por un instante vi un pozo en medio de tierra árida.

     —Sebastián, me parece que usted en su otra vida murió de locura y que en ésta pierde la razón.

     Señaló sus pies.

     —Renací bajo esta piel. En mi otra vida un borracho me disparó.

     Volví a fijarme en la pintura que llamó mi atención el primer día que entré a esa casa. “Seguramente se cortó, dejó caer la sangre y listo, pinche obra contemporánea”, pensé.

     —Me sorprende su memoria cósmica.

     —No se burle. Sé que murió viejo pero no sé cómo, ¿lo recuerda?

     Se subió el hábito descubriendo sus piernas carnosas y cubiertas de vello.

     —Me pide demasiado. Apenas recuerdo lo que hice ayer.

     —Haga el esfuerzo.

     Bebí mezcal. En mi mente volvió aparecer la imagen de un pozo. Logré escupir de la manera que lo hacía Sebastián.

     —¿En dónde consigue este mezcal?

     —Dígame, como murió.

     Caí en cuenta que tal vez había adulterado el trago.

     —Necesito saber de qué manera murió ¡Cómo murió!

     Cerré los párpados.

     —En un pozo.

     —Usted es demasiado ingenuo. Ni con una vida le bastó para aprender la lección. ¿Sabe a lo que me refiero?

     Se levantó y se subió el habitó hasta la cadera. Su verga era grande, pero esa vez, me pareció surreal.

     —¿Podrías dejar de hablarme de usted?

     Empuñó su verga.

     —Cabrón, me refiero a ésto; vida y muerte.

     Un hilito de semen brotó de su verga.

     Agarró mis piernas y las puso en sus hombros. El cuerpo no me respondía, ni siquiera logré empuñar el escapulario que colgaba de mi muñeca.

     —¿Usted sabe cómo moriremos en esta vida?

     La sangre en el lienzo me pareció que escurría.

     —Dígame, ¿sabe de qué manera moriremos? 

     Al cogerme sentí caer en un pozo. Le pedí que se detuviera y me embistió más fuerte. Sentí vértigo. La sangre escurría en la pintura. Los ojos negros de Sebastián formaron un sol. Su fuerza en mis entrañas fue como el de las olas en una tormenta. Sentí desprenderme de mi cuerpo. Cuando se vino, vi una y otra vez mi cráneo estrellarse contra la tierra. 

Con motivo de la tercera edición de “Todos mis padres” publicamos un fragmento de la novela de Fernando Yacamán.

Todos mis Padres

Ediciones Periféricas/ México

Editorial SinÍndice/ España

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