Partitura de golondrinas y Los días verdes de mi infancia

Para J.

Partitura de golondrinas

El cielo es azul.

Lo veo porque estoy abierto al mundo

y porque pienso en ti y en formas de hablar contigo.

Cinco cables negros lo atraviesan horizontalmente.

Sobre los cables, siete pájaros descansan el vuelo.

Tomo una fotografía y pienso “esto es una partitura”.

Reviso la imagen y veo dos avecillas acurrucadas,

mientras que el resto están solitas, esparcidas por el espacio.

Pienso “esta es una canción triste de amor”.

¿Cómo suena?

Es una melodía azul, tenue, que resplandece con vergüenza,

con unas notas alargadas.

Es una música chiquita, como los pájaros,

que yo creo son golondrinas y están secando sus alas de tanta lluvia.

Camino y sigo pensando en esa partitura y en la canción.

Es una canción de amor no correspondido o de amor imposible.

La escucho claramente y me acompaña todo el camino a casa.

.

Los días verdes de mi infancia

Un palmar es un conjunto de pensamientos.

Se agolpan en la misma tierra y crecen y crecen.

Una vez inventé que si volteabas a mirar un puente peatonal,

sobre la avenida, desde un coche, siempre encontrarías

a un caminante mirando el vaivén de los coches.

Lo inventé porque quizá miré tres o cuatro veces y

en efecto ahí estaba un hombre taciturno mirando al vacío,

detenido a la mitad del puente, pensando quién sabe qué.

Era uno de tantos juegos que me inventaba para pasar el tiempo.

Otro, consistía en contar los automóviles rojos que pasaban,

mientras esperaba a que mi papá nos recogiera para

llevarnos al McDonalds, en esos días, que no se olvidaba de nosotros.

Algunas veces eran tantos los automóviles, que debía iniciar de nuevo

porque no conocía tantos números.

Y otro día, ya sólo dejé de contar.

Me inventé otros juegos.

-Ser un niño invisible que atravesaba el jardín.

-Un lenguaje secreto de señas con mi hermana.

-Averiguar la distancia de las tormentas.

-Reconocer a los perros por el sonido de su pisada.

-Y escribir qué hacen las palmeras.

Desde chiquito me interesaban.

Primero, porque la casa estaba repleta de ellas.

Segundo, porque pensé que yo las había inventado.

En esos años, yo tenía una caja secreta,

del tamaño de un joyero, recubierta de vinipiel,

que llevaba a todas partes.

En su interior, una cama de terciopelo rojo sostenía

con tanta suavidad mi colección de objetos amados:

-un corazón de durazno con forma de corazón;

-una diminuta cuchara verde de plástico para comer helado;

-conchas marinas, piñas del bosque, ramitas, piedras de río;

-algunos boletos usados del cine;

-una servilleta arrugada, con un dibujo improvisado de mi papá;

-cartuchos de bala de la escopeta que mi abuelo usaba para espantar a las urracas de los palmares.

Recuerdo muy bien esas dos palmeras, que eran, hasta entonces, lo más grande que mis ojos habían visto.

Resguardaban la casa de los abuelos, como dos columnas, dos colosos.

Dos troncos largos como dos dedos coronados por melenas de palma.

Recuerdo muy bien el sonido que hacían al caer. Una sacudida estruendosa que los perros advertían antes que nosotros y corrían por toda la casa, ladraban y atacaban a las palmas caídas.

Así, recostadas en el jardín tras el colapso, me parecían sirenas mutiladas o insectos extraños y su forma y textura, me aterraba y prefería no tocarlas, porque imaginaba, que eran la guarida de alacranes.

Era un niño asustadizo, pero pocas veces compartía mis miedos.

Me aterraba:

-que mi abuela mencionara a los cara de niño.

-la manera en cómo se balanceaban las palmeras durante la tormenta.

-la máscara de madera que vigilaba la puerta del baño.

-los cuernos de toro, que estaban sobre la barra.

-la noche.
-las noches de tormenta.

Recuerdo muy bien a las golondrinas volando bajo, a ras del suelo, formando círculos, anunciando la lluvia.

El viento soplaba con tal fuerza, que silbaba.

Y yo buscaba a mi abuela, porque los rayos y las tinieblas y el silbido del viento y el griterío de las urracas y las palmas meciéndose, todo me espantaba.

Los perros también tenían miedo y nos acurrucábamos todos en los sillones.

Por la mañana, salía a contemplar la alberca cubierta de hojarasca y el jardín revuelto, los nidos derribados, las palmas con sus colas de pescado, secándose bajo el sol y absorbía los aromas de lodo y geosmina y frutas maduras.

El jardín verde, todo verde, brillando, como un universo desconocido, abierto para jugar.

y en algún rincón, un cuadro perfecto, azulino, como una piedra preciosa, un objeto inútil más para mi caja de tesoros.

Y de pronto, ahí una palmera nueva.

¿Yo la había conjurado con mi fascinación y terror?

Así inició otro juego.

Cerraba los ojos y miraba a cualquier parte y decía “cuando abra los ojos aparecerá una palmera”

y sucedía y sucedía y ocurre incluso hasta la fecha.

Y por eso también dije que si te preguntabas alguna vez si pensaba en ti, hicieras el intento,

y buscaras una palmera en el horizonte, y sé que en ese momento, será tal la fuerza de mi pensamiento, que la tierra se requebrajará y hará un sonido magnífico y alumbrará un palmar inmenso que te diría “sí, siempre”.

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