Pablito, un cuento navideño

Oh cold, cold, rigid, dreadful Death,
set up thine altar here,
and dress it with such terrors as thou hast at thy command:
for this is thy dominion!
Charles Dickens.

Pablito abre los ojos y el tamiz resplandeciente de luz matutina provoca que su retina capte los múltiples copos de polvo precipitándose hacia la alfombra que cubre el piso de su habitación. Se estrellan contra el suelo y desaparecen con un chasquido como el que hacen las burbujas. Hoy es Navidad, pensar en ello le dibuja una sonrisa en el rostro. Se sienta en la orilla de la cama girando el cuello hacia ambos lados de la estancia. El escritorio donde hace sus tareas y arma los rompecabezas que le da Hans, el novio de mamá, está en completo desorden. La superficie del mueble aglomera los vestigios de una civilización en decadencia. El niño contempla su hazaña con pena. El día anterior había hecho una rabieta que escaló en segundos a niveles criminales: pateó, manoteó, se tiró y azotó la cabeza contra la superficie helada del piso en la cocina. La reacción provocó que su hermano menor explotara en llanto y se cubriera las orejas. Mamá contemplaba el arranque con un aire inmutable, ausente. El enojo de Pablito se debía a que no tuvo permiso para ver su programa nocturno favorito: Enigmas de lo desconocido. El castigo le fue anunciado cuando la rabieta cedió, dejándolo extenuado, tratando de alcanzar las hebras de su aliento a bocanadas. Mamá anunció la sentencia con voz pausada. “Te las había estado guardando, Pablo. Sabes perfectamente lo que sucede cuando no se respetan las reglas en esta casa”.
Después del berrinche, la actitud del niño se apaciguó. Era un hijo muy diligente, silencioso, casi nunca daba problemas, sin embargo, en días recientes, sus actitudes habían cambiado. La personalidad servicial y seria había cedido. El bucle interminable de accesos de cólera —herencia del padre, un gigante que vivía entre las sombras y los resquicios de las cortinas, nombre impronunciable que, al ser invocado por accidente, les borraba la sonrisa; rostro hinchado, iris consumidos por demonios internos que convertían su mirada en saña y amenazas —, habían tomado su lugar “¡Voy a romperte todos los huesos del cráneo, mujer!”, gritaba al notar que le habían tirado las botellas de vodka. Y a ellos, a su sangre, la semilla odiosa, dos hijos varones procreado antes de perder la cordura, les dedicaba chanzas o burlas ofensivas. Diseñaba para ellos los terrores y las fobias más extremas a los que los niños se pueden someter. Cuando llegaba el fin de año y los veía escribir emocionados sus pedidos a San Nicolás les amargaba la existencia contándoles acerca del demonio de la Navidad. Una bestia cornuda y brutal que con una vara de abedul laceraba las nalgas de todos aquellos que no tenían temor hacia sus padres.
“Daba correctivos”, decía, “con las espinas de su vara, y si con ello no aprendían la lección, regresaba por ellos y los metía en un costal repleto de mierda de cucaracha para arrastrarlos hacia el infierno. Esos niños a los que visita pueden incluso escucharlo a varias cuadras de distancia porque esa bestia —gran toro infernal y en llamas —, arrastra unas cadenas de eslabones pesados y chirriantes con sus potentes piernas equinas, unos ruidos metálicos que parecen el lamento de un robot enfermo y sediento de sangre. Así que Pablito, alcánzame una cerveza y deja de joder con tus regalos porque yo no soy el jodido Santa Claus.”
Todas las noches la escena de la desintegración familiar se repetía. Su madre reñía al hombretón por verlo llegar “oliendo a putas y a bebida”, luego pasaban a la violencia verbal; sus gritos se escuchaban varias calles a la redonda y la angustia de los pequeños no lograba guarecerse del todo en el reducido espacio de la alacena hasta que un día —buen día de hecho —, el demonio se fue sin avisar. Salió a la licorería llevándose consigo todo el terror que impregnaba —como una humedad salada y salitrosa —, las paredes de la casa. Aquella noche no regreso. Nunca más lo volvieron a ver. Semanas después la madre de los niños leyó en un periódico amarillista la noticia de un hombre apuñalado con un sadismo extremo a la salida de la estación del metro próxima a su vivienda.
Supo que era su esposo por la descripción que hacían del cadáver, pero nunca mencionó nada sobre el asunto a sus familiares ni a sus hijos. Después de eso, la familia comenzó a rehabilitarse y pudo conocer el significado exacto de la palabra felicidad.

***

Pablo, desde la orilla de la cama, reconfigura los recuerdos de la víspera, cuando abandonó al hermano que gimoteaba y al maniquí en el que se había convertido su madre para lanzarse como energúmeno hacia la recámara. Sí sus pasos pudieran traspasar los revestimientos de madera seguro habrían dejado agujeros en todo el pasillo que conduce a las habitaciones: hoyos de gran circunferencia, madrigueras de roedores, cloacas de donde emergerían ratas enormes y hediondas, que siguiendo el ritmo de la furia, infestarían la inmaculada vivienda con su plaga —y mientras los humanos durmieran el sueño de los justos, ajenos a la vastedad del universo, colocarían, como una venganza a la italiana, inmundicias en los huecos de sus bocas abiertas y babeantes —.
En la carrera posterior, al cruzar el umbral de la puerta, lo primero que Pablo vio en el rincón más lejano de la habitación fue la superficie de su escritorio donde descansaba el rompecabezas de mil piezas con la figura de Papá Noel viajando sobre un trineo conducido por sus renos en una maravillosa noche estrellada; un regalo de Hans que lo hizo saltar de emoción y le proporcionó horas de sosiego. A un costado del mueble, el pequeño árbol de Navidad que Sachi, la abuela paterna le había enviado desde Alemania. No le costó mucho tomar medidas. Su mente permanecía en ebullición, y conforme avanzaban los minutos del reloj, él sentía que su programa favorito estaba terminando. Las proyecciones negativas generaban, atropelladamente, abstracciones que no entendía del todo y que lo hacían sentir poderoso: “Odiar, lastimar, matar. Odiar, lastimar, matar y destruir”. Podía sentir la ira recorrer las venas y los pliegues de su piel, la bilis escurrirse hacia la boca de su estómago, la emoción adulta contenida en un cuerpo pueril.
De dos pasos se situó frente a la mesilla de tareas —y en murmullos repetía “odio a mi mamá, odio a mi mamá, odio la estúpida Navidad” —, mientras despedazaba el pequeño arbolito verde repleto de escarcha artificial. Cuando terminó de masacrarlo le llegó el turno al puzle navideño. Santa Claus y los renos no tuvieron mejor suerte. El verdugo arrancó pieza por pieza y las metió en su boca para triturarlas, e incluso, tragar algunos pedazos que resbalaban por el estrecho conducto de su garganta, restos de áspero cartón se adherían a su paladar y el vómito no tardó en estallar como si fuera un grito desesperado. El niño se encorvó sujetando con ambas manos su abdomen —y con un gemido que desgarró las cuerdas vocales —, depositó toda su furia en la papelera que descansaba a un costado del mueble. El líquido gástrico dejó un rastro amarillento en la bolsa que rodeaba el cesto. Pequeños renos y colgajos de algo que había sido en tiempos mejores un traje rojo, burbujeaban entre la regurgitación.
Pablito sintió que su crisis había terminado cuando sintió la mirada. Al girarse encontró a su madre contemplándolo desde el vano de la puerta. Su expresión sugería una decepción profunda, lo cual provocó otro acceso de rabia en el menor, éste todavía más brutal, pero irónicamente más efímero. “Hijo”, alcanzó a decir ella, antes de que de la pringosa boca de su primogénito surgieran estas palabras “. Ojalá mi papá te hubiera matado… ojalá te hubiera roto todos los huesos del cráneo”.

***

Esta mañana, al observar los despojos de la noche anterior y respirar el olor del vómito en el cesto de basura, Pablito sintió una culpa desmedida y quiso saltar de la cama para correr a los brazos de su madre e intentar remediar la situación. Quería abrazarla, prometerle que desde este momento sería un niño bueno, que de su boca jamás volverían a surgir palabras como las que había pronunciado sin querer presa del coraje. No había sido él en ese momento y ahora lo sabía, y mamá también. La amaba hasta el infinito, a ella y a su hermano y cuando fuera más grande, cuidaría de ambos para compensarlo. Además, volvería a armar un rompecabezas porque disfrutaba mucho con las fechas decembrinas, adoraba a San Nicolás y sobre todas las cosas, amaba la Navidad.
El ansia por evidenciar su arrepentimiento lo llevó a ponerse de pie. El tiempo apremiaba porque su madre, quizá, estaba próxima a abandonar la casa para dirigirse al enorme edificio corporativo donde trabajaba. Cuando estaba registrando la habitación en busca del calzado perdido, el niño experimentó un vértigo procaz que le hizo buscar apoyo en una de las paredes. A través del mareo pudo percibir unas frecuencias vibrantes que le sacudían los oídos y fonetizaban su nombre. Eran palabras pronunciadas que sonaban a mal agüero, códigos indescifrables, ondas que cargaban decibeles atroces. Pablo sacudió la cabeza y atribuyó su aturdimiento a lo rápido que se había incorporado, pero esas oraciones —que parecían llegarle de más allá del tiempo y su realidad— flotaban en la atmósfera rancia de la mañana llamándolo, negándose abandonar su consciencia. Era un lenguaje consolidándose a través de las repeticiones que sumían al niño en un pozo nauseabundo. Una voz profunda y cavernosa que nunca había visto la luz del sol ascendió desde las profundidades. Pablito escuchó los vocablos y consonantes que exhalaban guturales conclusiones: “TÚ ERES PABLO…PABLO…HE LLEGADO…HE VENIDO POR TI…”
El espanto lo impulsó a salir corriendo. Ya no le importaba calzarse las pequeñas zapatillas, aunque se ganara una buena reprimenda, porque de cualquier manera ya era demasiado tarde. Cuando atravesaba el pasillo que comunicaba distintas secciones del apartamento, Pablito percibió un olor dulzón, muy parecido al de la carne asada. El aroma le despertó el apetito y lo puso de buen humor, logrando así que olvidara por completo, como todos los niños lo hacen, la experiencia vivida momentos antes, esos ruidos que habían quedado grabados como una escarificación en las membranas de sus tímpanos.
El frío se sentía menos en esta zona de la casa y el niño olisqueo la esencia de la grasa ardiendo sobre la parrilla de su mente —que funcionaba todavía a máxima velocidad—, surgió la primera hipótesis. Su madre había decidido tomarse el día para limar asperezas y restaurar así la armonía de su familia ¡Dios!, adoraba a esa mujer. Él era quien debía disculparse, y sin embargo, era ella quien instalaba la tregua consagrándose a ellos y preparándoles su platillo favorito, aunque él no lo mereciera. Pablo consideró entonces una segunda teoría. Posibilidad con alto porcentaje de consolidación que lo hizo carcajearse de alegría. En unos instantes, el timbre del interfono sonaría anunciando que Hans estaba abajo, oliendo a su perfume con esencia a cítrico y listo para dar cuenta del delicioso almuerzo. Seguramente traería con él un par de regalos porque así era cada diciembre. Santa Claus solía dejar presentes para los hermanos en casa del carismático novio de mamá. Así que todo estaría bien. Sería una Navidad fantástica.

***

Un quejido emergió de la habitación rasgando la tela del aire y enviciándolo todo Era un sollozo oscuro saliendo de su guarida detrás de las cortinas. El niño respingó, pero continuó su avance hasta el final del pasillo. Sabía que al llegar a la cocina todos sus miedos quedarían conjurados. Cada paso que daba se sentía renovado, arrepentido, con una necesidad imperiosa de ver a mamá.
Cuando asomó su rostro a la cocina no se encontró con la imagen que tanto esperaba. Su madre cantando con Bing Crosby, preparando los filetes, el jugo de naranja y el café para su pareja. Lo que Pablo descubrió horrorizado fue la figura de un hombre descomunal vestido con un abrigo del color de la sangre que se le tensaba en el espinazo como el parche de una tarola de batería que ejecuta un frenético death metal.
La persona, de espaldas a él, registraba los estantes del refrigerador, gruñía y respiraba de forma antinatural. El niño, clavado en el piso, con la voz una octava más aguda le dijo ”¿Papá? ¿Eres tú?” El hombre continuaba haciendo ruidos nasales y lo ignoraba. Pablo alcanzó a escuchar las palabras “Cerveza” y “…esta casa nunca hay nada de beber…” así que haciendo acopio de todo el valor que le quedaba, volvió a inquirir, esta vez, un par de registros vocales más altos, tan agudo como un castrato. ”¿Papá? ¿A qué has venido?” La cosa que estaba frente a él se giró de repente y el niño lanzó un alarido que retumbó en todas las capas de la realidad circundante. Sus esfínteres se relajaron y la estancia comenzó a apestar a vómito, orina y excrementos, un olor que opacaba el persistente olor del asado.
El sujeto que Pablito tenía enfrente medía casi dos metros. Las extremidades se alargaban hasta tocar la alfombra con unas garras amarillentas. Una de las poderosas piernas culminaba en pezuña retorcida regurgitando pus. La imagen de la otra pierna fue omitida por la frágil cordura del niño, sin duda para protegerlo del trauma. El hombre caminaba de un lado a otro por el rectángulo de la cocina, transportando en cada paso los temores más antiguos del universo. En el horno, el crepitar de las flamas acrecentó la intensidad y esa bestia cornuda, tomó la pimienta que solía utilizar la madre del niño para esparcirla sobre el contenido. Una masa sanguinolenta que crepitaba al rojo vivo. Una cabeza de mujer, sin ojos y con la boca abierta en un rictus de sorpresa y dolor. El titán se percató de la presencia de Pablo, avanzó un par de metros para situar su rostro cubierto de vello frente a la faz del niño que se quedaba sin aliento, y que, sin embargo, pudo inhalar una carga poderosa del fétido aroma de la maldad. Estaban frente a frente, nariz con —cualquiera que sea el nombre que tenía ese órgano que el ser usaba para respirar—, tan pegados, que sí el niño estiraba su manita, podría tocar el nacimiento de la perversidad. El ente hedía a tugurio abarrotado de putas muertas, a cerveza, a gusanos macerados por la sangre y las inmundicias, un festín con la carne de los muertos.
Los ojos del demonio tenían una tonalidad carmesí, semáforo que sólo emitía el rojo de la hemorragia, stop y la peste de las entrañas. La entidad precristiana abrió sus fauces. Pablito, sacudido por las convulsiones del miedo, escuchó las mil voces que habitan el infierno entonar un cántico de iniciación. “Voy a romperte todos los huesos del cráneo, mujer… y tú, Pablito, alcánzame una cerveza y deja de molestar con tus regalos de Navidad… que yo no soy el jodido Santa Claus”.
Al escucharlo Pablito sucumbió a la espiral del descenso.

***

Una fogata crepita en sus oídos y las flamas se van extinguiendo hasta quedar reducidas a cenizas mientras la conciencia del niño va entrando a foco, menos borrosa, más cercana. La visión de Pablo termina de ajustarse. Percibe que flota sobre un trozo de madera. Una de sus manos, sumergida en un agua glacial, recupera la movilidad y el niño vuelve en sí. Ondula en una barca pequeña que navega sobre aguas color bermellón. Al frente, a kilómetros de distancia, se insinúa el contorno de la arena, la playa abandonada y siniestra. Al otro lado, la oscuridad total, hambrienta. La muerte, o incluso algo peor, se concatena a las secuencias de una aurora boreal abandonada en las nubes del cielo. La luz de la pira funeraria brilla con intensidad en medio de ese litoral desierto lanzando destellos como en un código morse.
Pablito tiembla por el frío que ha calado sus huesos, el esqueleto infantil que parece astillarse en cada inspiración que realiza para dominarse. Su mirada no se puede escindir del fulgor refractado en la arena. Contemplando el embrujo del fuego, el niño sabe que algo más camina solitario entre esas sombras. El niño reconoce que no puede saltar al agua para nadar hasta la orilla y darse calor con la lumbre. A pesar de su corta edad agudiza la memoria, busca alguna pista que le permita retrotraerse a la realidad. A través de los recuerdos le llegan imágenes nítidas, escenas cinematográficas. Experimenta en el arco del paladar el sabor de las piezas del rompecabezas navideño mezclado que sabe a vómito y hiel. La experiencia sensorial se enlaza con el dolor físico. Las manos pequeñas ostentan heridas, tajos profundos, arañazos provocados por las zarpas de un gamberro. Su mente da un salto en el tiempo, lo ubica desde la incorporeidad frente a la cocina en donde una persona altísima y monstruosa cocina y se queja por la ausencia de cerveza. “Papá ¿A qué has venido? ¿Mamá sabe que estás aquí?”. Las olas del mar sacuden y rompen. La arena es una costra. El olor a carne asada es traído y llevado por el viento en este clima tropical. A Pablo le da lo mismo perderse su programa favorito. Le da igual navegar y permanecer tan cerca del naufragio. Sabe que la bestia que danza junto al fuego de la playa acudirá a devorarlo en cuanto la barcaza toque tierra. En el cielo nocturno nacen relámpagos que navajean a las nubes. El horizonte se sacude en torrencial aguacero. Diluvio que cavará tumbas. Pablo presiente algo que no es el final mientras camina hacia el lugar donde arde la fogata. Ahí lo espera, blandiendo una filosa vara de abedul, esa entidad atávica tan parecida a su padre.

1 comentario

  1. Muy buena historia donde se entrelaza la realidad social, la ilusión navideña y los monstruos que se esconden en las sombras de la vida cotidiana.

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