Monstruosidades

Estudie biología pensando en la fascinación por la vida, pero también en la muerte, la ambivalencia de los seres vivos me cautiva.  Aunque las disecciones me impresionaban, sentía atracción al ver cómo se disecaba un ser vivo, aunque entiendo que una cebolla está viva y quizá cuando se le quita la epidermis sienta vergüenza o le duela, mas nunca he escuchado gritar a una. Sin embargo, los otros seres vivos, los más complejos que tienen venas y en ellas circula un líquido rojo, me despiertan miles de interrogantes.

El laboratorio de biología estaba instalado en la primera planta de un gran edificio de tres pisos. Cuando todos mis compañeros abandonaban el recinto con olor a cloroformo y alcohol, mis pasos tímidos se agilizaban con maestría para volver a mirar los contenedores con diferentes medios que conservaban los restos de vida: un corazón con sus arterias partido a la mitad para ver los ventrículos y aurículas, fetos humanos, manos con tinciones especiales para ver las venas, changos, renacuajos, ajolotes, peces. Ordenados de tal suerte que invitaba a conocer la evolución de la naturaleza. En otra sección se encontraban las aberraciones humanas y enfermedades; entonces se anunciaban con gran escándalo: las que pueden causar estas enfermedades congénitas como el alcohol, el tabaco, la endogamia.

El laboratorio era enorme con unas mesas tan altas que necesariamente escalábamos con los bancos de madera. El espacio entero y su inmobiliario tenían color sepia, como si todos los matraces, pisetas, pipetas y mecheros contaran con un orden perfecto; todo era antiguo y desteñido, aunque mantenían una sobriedad y cierta elegancia.

Las manecillas del reloj se adormecían, el tiempo se detenía y la luz sepia se intensificaba haciendo que todo pareciera una postal suspendida en algún lugar. El día que murió mi padre me paré enfrente del corazón, lo vi flotando en la sustancia acuosa; pese a que era enorme, logré constatar su quietud infinita y el líquido inamovible que lo cubría.

Por un instante, me pareció ver un movimiento dentro del frasco, acerqué la vista para corroborar mi percepción; creí que quizá en una de las prácticas lo dejaron abierto y se metieron insectos. Me aproximé para entender el movimiento y el corazón comenzó a bombear, me froté los ojos para creer lo que estaba viendo, y entonces las pulsaciones se hicieron más fuertes y el líquido amarillento se transformó en una sangre espesa que restaba visibilidad. Después la turbiedad se aclaró, luego el corazón estaba blanco por las pequeñas larvas que lo cubrían sin dejar una superficie donde el color opaco y acartonado pudiera verse, cientos de pequeños gusanos se movían para devorarlo en un acto de canibalismo. Ante mis ojos el frasco quedó con agua turbia y asentados en el fondo cientos de gusanos regordetes reposando su glotonería.

Con la mirada en el suelo, me dirigí a mi casa. Siempre fui la última en llegar, el ambiente no invitaba a pasar mucho tiempo dentro. Irse muy lejos, huir de ahí fue el sueño recurrente de mi hermana mayor y el mío. El día era soportable si lo pasabas fuera de casa.

Una oscuridad invadía el quicio de la puerta, la guarida de un depredador que acechaba sin cuartel. Vivíamos con la bestia, a mi hermana le tocaba la peor parte. Lucila sólo me llevaba un par de años, en nada se parecía a mí; a diferencia de mi cuerpo el suyo tenía redondeces: tenía la piel blanca y suave; por curveada, los chicos del barrio se acercaban a ella con mucha frecuencia.

Cuando mamá vivía, mi hermana tenía permiso de salir con una de sus amigas de la calle de enfrente. El día que dejamos a mamá en el cementerio, ocurrió durante invierno, el lugar estaba muy frío, aunque lleno de flores; a ella le gustaban las perfumadas. La fragancia de las flores de nardo es narcótica, a mí me da sueño o me hacen ver cosas que no son verdad. Lo digo porque después de dejar a nuestra madre en ese lugar tan frío, vi como Lucila salía del cuarto de mamá con sangre escurriéndole entre las piernas y su vestido de luto desgarrado, detrás salió un monstruo con fauces rojas y dientes enormes, era un lobo que babeaba y gruñía.

A los pocos días a mi hermana le creció un bulto en la panza; entonces nadie de la calle se le acercaba, a su amiga le prohibieron reunirse con Lucila y acercarse a la casa. Muchas noches nos encerrábamos en silencio, y poníamos trancas detrás de la puerta. Cuando la fiera regresaba y gritaba, nosotras nos abrazábamos más fuerte. Lucila solo se ponía pálida y se le engarrotaba la mandíbula, mordía con mucha fuerza. A mí me acercaba a su pecho para protegerme. No recuerdo haber visto llorar a Lucila. Todos pensaban que lo hacía por dentro porque expedía un olor a humedad y sal.

Una mañana ella me entregó un contenedor pesado, estaba tapado con tela negra, se parecía mucho a la tela de mamá. Hablé con tu profesora, me dijo que aumentará tu calificación. Deja que lo abra tu maestra, este es mi regalo para ti.

Caminé hasta el colegio, guardé el frasco en el espacio que tenemos reservado para la comida y las golosinas, todos veían perplejos el bulto envuelto en una tela negra, como si estuviera de luto.

Escuchaba cuchicheos a mis espaldas: “¿Qué traerá la pequeña escuálida en ese frasco?, con esa apariencia seguro es un zopilote o un murciélago”.

Cuando llegué al laboratorio, me dirigí a la profesora para darle el bendito encargo que me había dado mi hermana. La maestra abrió el frasco y todos se quedaron sorprendidos con las dos pequeñísimas criaturas humanas que flotaban unidas por un corazón blanquecino. Permanecían con los ojos cerrados, las extremidades unidas a dedos pequeños similares a bayas redondeadas. Del omoplato salían suaves plumones como los de los pájaros de gran tamaño, semejaban alas suaves y transparentes con venas que se podían distinguir a simple vista. Mi maestra se quedó sin aliento y solo murmuró una frase entre dientes, es impactante la ley de la herencia: la monstruosidad sólo puede engendrar monstruosidad.  

Ahora que he terminado la carrera de biología trato de ayudar a Lucila con esa manía casi enferma de criar gusanos utilizando cadáveres en estado de putrefacción y aventarlos a un hueco del jardín donde yace el monstruo. El que decían que era nuestro padre murió el día en que vi moverse el corazón del frasco y las larvas atragantarse de ese órgano opaco y duro.

Mi maestra de Biología decidió otorgarme varios puntos y me consiguió una beca para armar una colección de criaturas monstruosas. He llenado cientos de recipientes con abominaciones que muchos creen que son irreales.

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