Ménage a trois

Lanzó el último puñado de sal. Estaba agotado. Preparó las copas negras, las cuales eran similares a los cálices usados en las misas y que portaban grabados de flores extrañas y figuras geométricas curiosas. Eran bastante pesadas, sin embargo, Álvaro creía que eran las indicadas para la ocasión. Vertió en los dos recipientes la bebida que, con mucho esfuerzo, había logrado conseguir para ese día tan especial y lleno de magia. Los llenó al sesenta o setenta por ciento de su capacidad y los reservó. Se sentía satisfecho de haber conseguido cada detalle del plan que había estado cocinando a fuego lento durante un prolongado tiempo.

Sus suaves pisadas, cual felino que acecha a su presa, se dirigieron a la habitación principal. La débil luz que escapaba de la cocina lo guió. Encendió una a una las cinco velas que aguardaban con solemnidad su propósito. Leves destellos salpicaron la habitación. Poco a poco, las sombras se reunieron sobre el rostro de Fernando. La imagen revivió del cementerio de memorias de Álvaro la última cena de reconciliación, que habían tenido tras una feroz pelea tres años atrás. Estaba nadando entre las desazonadas mareas de su recuerdos cuando se escuchó el timbre del horno. La cena estaba lista. Para Álvaro, la cocina era un rincón donde se diseñaban detalles de amor, un espacio en que cual las especias eran cariñosos «te amo», un territorio para batir caricias, miradas y besos en un pastel, un área donde los mejores aderezos contenían pizcas de afecto y cucharadas de pasión. Se acomodó los guantes, abrió el horno y, con delicadeza y paciencia, sacó el suculento platillo que los acompañaría en esa velada. La cálida fragancia que desprendía la jugosa carne invadió cada recoveco de la casa. Colocó la bandeja sobre la estufa. La observó. El tatuaje de flor de loto rosáceo de su hermano le había venido a la cabeza. Pensó que a él mismo también le vendría bien un nuevo tatoo. Encendió un cigarro mentolado, de los que fuma cuando se siente emocionado o nervioso. Buscó música entre las bastas listas de reproducción de su celular. Seleccionó «Música concreta». Las extrañas e incomprensibles melodías se deslizaron hasta la estancia donde Fernando, lleno de inquietud y con las manos sudorosas, aguardaba con la respiración entrecortada.

Un profundo suspiro que arrasó con todas las incertidumbres de Álvaro fue la señal para comenzar el banquete. Decidido, tomó la charola con la comida y la llevó hasta una esquina donde había un escritorio que había visto mejores tiempos. Percibió los ecos ahogados de su amado, los cuales se disolvían en las olas de la música. Regresó por las copas y las colocó sobre una improvisada mesita de centro que otrora sostuvo polvorientos libros que nunca fueron leídos.

Se acercó con cautela a su marido intentado no estropear los arreglos sobre el piso que había hecho con cuidado para su «príncipe». Pasó con calma su lengua sobre el húmedo cuello de Fernando como un pincel que danza en busca del trazo perfecto. La intrépida lengua se impactó con las espinas negras de su barba. Finalmente, el seductor órgano montó la oreja de Fernando. Álvaro, en un susurro, le avisó que la cena estaba lista. El joven barbudo se estremeció, un oscuro cosquilleo escaló por su espalda. Álvaro le quitó con cierta ternura la venda que le cubrían los dilatados ojos oscuros.

«Toma esta copa y brindemos por este momento que quedará guardado por todos los siglos», dijo Álvaro al tiempo que se le dibujaba una risa sardónica. Acercó la copa a los labios de su amor. Los orfidales aún viajaban en el torrente de Fernando. Álvaro bebió de su copa el fluido de sabor ferroso y vertió el líquido de la otra sobre los labios inertes de su pareja. La boca del chico se llenó del extraño licor. Ahí donde antes había sólo una lengua, ahora estaba saturado de aquella bebida. Hilillos carmesíes surgieron de las comisuras de sus delgados labios y salpicaron el piso. Quiso gritar y el sonido se hundió en la plena oscuridad. Los gemidos pausados surgieron para reemplazar aquello que ya no era de él. «Sé que estás muy emocionado, amor, pero todo esto lo preparé para ti», añadió con cierta ironía Álvaro. «Bien, vamos a servir el plato principal, entonces. Está todavía un poco caliente, con cuidado», continuó al tiempo que hacía un primer corte sobre la voluminosa pieza de carne. «¡Mmm… me quedó de maravilla! ¡Vaya! ¡Qué sabor tan exquisito! Ahora veo porqué te gusta comer tanto este tipo de carne, Fernando, o tal vez prefieres que te diga “flaquito”», añadió. En ese momento, el corazón de Fernando se desplomó en un súbito golpe y su sangre se congeló. Álvaro tomó otro trozo de carne. Los ojos de Fernando corrieron con agilidad y rapidez y se postraron sobre el platillo caramelizado que brillaba sobre el desamparado escritorio. Logró distinguir una mancha sobre la piel de aquella gigantesca pieza cárnica. Sí, sabía que aquel tatuaje róseo era el que sus manos habían leído como un libro en braille más de una vez y que su lengua había buscado retorcarlo al calor de dos cuerpos que se aferran el uno al otro.

Álvaro dirigió de nuevo el bocado hacia Fernando y añadió: «No rasuré tanto la pieza de carne porque creo que peludos te saben más rico, ¿no?». Fernando, que yacía amagado sobre una silla, sollozó con tal dolor y miedo que las lágrimas no tardaron en aparecer entre sus tupidas pestañas. No creía lo que estaba experimentando. En un intento de supervivencia buscó reunir las casi nulas fuerzas de su cuerpo para huir. Sólo logró caerse de bruces. Álvaro lo increpó: «¿Piensas dejarme con lo que preparé para ti? ¿Qué no te ha bastado con haberme engañado con otros tantos? ¿Ahora también vas a despreciar mi comida? ¡No!, eso sí que no te lo voy a permitir. Créeme que esforcé muchísimo y me tardé demasiado para lograr este festín». Los esfuerzos de Fernando por arrastrarse a lo largo del piso fueron inútiles. Los estragos de los medicamentos aún hacían mella en sus movimientos. Álvaro lo tomó con fuerza y le introdujo el pedazo de carne en la boca. Sabía que había sido su «muñeco», pero ahora lo sería para la eternidad. Selló los labios del chico con una gruesa aguja e hilo, de los que se usan en los cadáveres después de las necropsias. Mientras zurcía la boca que en otros tiempos fue la fuente de sus deseos, Álvaro comenzó a recitar al compás de la música: «Te conjuro, oh, mi diosa, madre de todos, quema su corazón, derrítelo, que su sangre se seque por mi amor, por deseo, por sufrimiento y que continúe amándome en las reencarnaciones futuras de manera infinita». Una brutal escena se suscitó como si fuera una corrida taurina cuando el joven comenzó a clavar sobre la desnuda piel de Fernando los utensilios de corte que había preparado. La sangre derramada en el piso se mezcló con las figuras salinas que estaban formadas sobre el reluciente parquet negro. En ese instante, todas las velas se apagaron.

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