Más eterno que El Camino

La poesía es experiencia y exilio: hermanos gemelos.

Mahmud Darwish

—Dime, hija, ¿qué atardecer se dibuja en tu frente?

—Uno muy bello, padre. El viento es pájaro jugando entre caléndula nube.

—Entonces debemos estar cerca, resiste un poco más, Séfora —la palabra de él, guardián del desvelo, germinaba dulce en los oídos de su hija.

—Le tengo miedo a la noche, padre.

—No debes preocuparte, nuestros ojos no son de adivinanza, otra luz alumbrará El Camino aún en la ceguera.

—Pero, ¿qué debemos observar? —la palabra de ella, trino de pueril acantilado, daba refugio a la calma de su padre.

El ocaso empezó a robar los colores a las cosas. El camino era difícil, abultado y arruinado por la guerra. Padre e hija ya no tenían casa en la que caer dormidos y su único sostén eran ellos.

—El mañana, hija.

—¿Por qué observar el mañana cuando el ahora de a ratos es atroz? Yo sólo quiero ver el ahora, otra vez esconderme en la sombra de tres olíbanos o burlarme de las chumberas cuando se cansan de su eternidad. ¿Por qué el cielo, que no envuelve mis manos, es lo único hermoso de lo que fue nuestra tierra?

Amplia es la red del cielo y de anchas mallas, pero nada se le escapa. La puerta del cielo y de la tierra es una misma.

—No puedo creerlo, padre, no con esto así.

—Séfora, no sé por qué observamos lo que observamos, pero sé que, debajo de todo mirar, late un hermoso milagro, un reflejo amarillo dibujando la ventana del sueño apodado real. Y aunque un oscuro cárabo ulule detrás del caracol de tu oreja, recuerda: tribus de peces nacerán de cada alarido.

—Lo sé, padre, cada piedra del camino es el camino en sí, pero por más que en mi memoria adopte tus sentencias, no puedo creer que sigamos en la tierra prometida.

—¿En qué otro sitio podríamos estar, Séfora? La divinidad no puede crear algo que no sea El Paraíso, todo en tanto creación tiene la altura de los álamos eternos. La Caída es creer que ya no estamos en El Paraíso. Nos llenaron los ojos de tinieblas, pero resistir es consentir que de nuestra mirada fluya leche y miel.

—Pero precisamente El Paraíso es de verde eternidad, y de nuestra morada hicieron el rojo efímero, padre.

—No, todo, en tanto marca nuestro paso en la tierra, es eterno. La verdad nos hará libres, la verdad está en nuestra mirada. Retén ese par de azaleas trasnochadas o el cantar del río que adornaba nuestra casa, y verás que nada nos ha abandonado.

Y ahí estaba la luna, enfrente de ellos. Una luna desdibujada que cubría de ceniza la ceniza. Sin más perdón que una tenue luz apenas vestida de esperanza. Él sabía que sus palabras no mantendrían por mucho tiempo las llagas que en sus pies gritaban.

—Hija, deja que tres tiernos gorjeos desnuden la piel de nosotros los mortales, para que otros nómadas bañen de luna cada roce inocente o maligno de la vida. Porque con luna y todo, afuera la vida puede ser un extraño regalo.

—Está bien, padre, confiaré en ti, mi corazón estará acurrucado del lado del sueño. ¿Podrías llevarme en tus brazos? Mis pies son traidores para el viento ahora acre.

Un toque de diana deambulaba entre el humo, en esa noche los susurros ya dormían en cada rostro. Un mirar de plata, lleno de vida, abrió sus resecos labios una vez más.

—Dime, hija, ¿qué mañana se dibuja en tu frente?

—Uno muy bello, padre. El porvenir es mariposa jugando entre amapola anhelo.

—Séfora, recuerda: allá del otro lado del charco, del otro lado de la vida, te espera el banquete de esta fiesta llamada mundo.

Después de que ese dicho tocara el aire, dos balas rompieron sus sueños.

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