Mar de nubes
Para Magui y Geni
Cuando yo tenía once años y mi hermana Martina trece, vivíamos todos en Misantla: mis papas y mis hermanos, ocho en escalerita. Martina y yo éramos las más pequeñas y siempre hemos sido unidas. En la casa siempre había rebumbio. Cada día, cada comida y cada fiesta eran motivo de mucho movimiento y griterío. En todo nos ayudaba Idalia, una muchacha responsable que trajeron de San Isidro. Ella se levantaba bien temprano y ayudaba a mamá todo el día en la preparación de alimentos, en servir la mesa, limpiar la casa, y lavar la ropa. Bueno, en realidad resolvía muchas cosas aparte de eso. Era risueña y dócil, pero siempre andaba a la carrera, pues tenía muchas cosas que hacer.
Martina y yo desde chicas, teníamos que ver mucho con ella. Porque nos ayudaba a vestirnos y en las tardes nos sentábamos afuera en el patio, en unas sillitas tejidas de palo a tomar el fresco y platicábamos de muchas cosas. En esas tardes, nos platicaba de su tierra, San Isidro Diaz Mirón que era el nombre completo de ese caserío. Tanto nos platicó de la siembra del café, de las montañas que lo rodeaban y de su persistente niebla, que teníamos una gran inquietud por conocerlo. Unas vacaciones de Navidad en que Idalia iría a visitar a su familia, nos invitó a ir con ella y mamá aceptó que fuéramos por dos semanas.
Toda la vida voy a recordar ese viaje San Isidro, en un camión de segunda, que nos bajó en medio de un camino perdido en medio del bosque. Idalia, Martina y yo nos apeamos del camión, cargando algunas bolsas que contenían obsequios para la familia de Idalia y la ropa de Martina y mía. Yo no veía bien, pues nos cubría una niebla ligera. Se sentía frío y humedad en el aire. Mi sorpresa fue cuando Idalia nos condujo fuera de la carretera de asfalto y encontramos un caminito de tierra angosto que parecía ir siempre hacia abajo. Después de caminar unos metros, nos encontramos por primera vez con esa impresionante vista: la carretera era la parte mas alta de la zona y el camino efectivamente bajaba serpenteando hasta perderse en la hondonada. Abajo se distinguían algunas ramas de los árboles, pero el resto se perdía en la espesa niebla. Años después supe que a esa vista se le conoce como mar de nubes.
Yo miraba a Martina que caminaba con cuidado, pero no decía nada ni expresaba su miedo. Yo me detuve con las bolsas en las manos y las bajé al piso. “¿Vamos a ir caminando hasta el fondo?”, pregunte, a lo que Idalia contesto, un tanto despreocupada: “¿Como vas a creer? Vienen por nosotros. Camina un poco más, Eugenia”.
Recogí las bolsas del suelo y seguí caminando, procurando no tropezar con las piedras y las ramas que abundaban en ese camino angosto y siempre de bajada. De repente como de la nada, aparecieron dos hombres con tres mulas. Nos subieron a las tres y a las cosas que cargábamos y empezó nuestro viaje, que duró como ocho horas. Al principio era divertido, pero las mulas caminaban lentamente y trastabillaban al pisar el piso lleno de piedras y de hojarasca. Cada vez que veía hacia abajo sentía que la mula pisaría en falso y nos iríamos dando giros hasta no se dónde, al fondo de la ladera. La niebla nos empezó a cubrir y el sentimiento de desconcierto se hizo más fuerte.
Las mulas estaban entrenadas para el viaje, por lo que llegamos sanas y salvas a una parte ya plana y seguimos avanzando hasta empezar a ver algunas luces, que después sabríamos eran antorchas: habíamos llegado por fin a San Isidro. Nos bajaron de las mulas y estábamos adoloridas del viaje. A mi hermana Martina le dieron una friega con alcohol y a mi me envolvieron en una sabana y me rodaron. Solo así nos sentimos un poco menos adoloridas.
En San Isidro no había llegado la luz eléctrica. Solo estaban iluminados la iglesia y la municipalidad. El resto se alumbraba con antorchas, quinques y velas. No pudimos ver nada esa noche, solo comimos algo y nos fuimos a acostar. Nos quedamos en el mismo cuarto que Idalia, sobre en cama de madera sobre la que había un petate -sin colchón- pero estábamos tan cansadas que cerramos los ojos en cuanto nos acostaron.
Ya al siguiente día todo fue claro para nosotras. La casa era toda de madera, con piso de tierra y ventanas pequeñas. La cocina y el baño se encontraban fuera de la casa. Cuando salimos de la pieza en la que dormimos, ya nos esperaban con café calientito y marquesotes. En la casa vivían los papas de Idalia, su hermana Francisca y dos hermanos que siempre andaban fuera. Después de conocerlos, Idalia nos llevó a ver los alrededores. Así miramos todo lo que había: las pocas calles terrosas y llenas de lodo, la iglesia, el zocalito y allá lejos, los cerros rodeándolo todo.
Por las mañanas, Idalia nos llevaba a ayudar en las labores, convencida de que era importante aprender a hacer todas esas cosas. “Una nunca sabe cuándo serán necesarias”, decía. Fuimos a recolectar café, en la parte mas alta de la zona. Resulté malísima haciéndolo, porque además de arrancar las cereza rojas y maduras, también me traía sin querer las verdes, aun en desarrollo y hasta las flores recién abiertas. Idalia me corregía riéndose: “si todos recolectaran así, se acababa el negocio del café”. En cambio, Martina era meticulosa y recibía la aprobación de Idalia. El resto de los trabajadores nos veían con afecto y un poco de lástima, quizás.
Entonces al siguiente día nos levantó más temprano para ira la ordeña. En el establo de atrás de la casa había algunas vacas medio flacas y sucias, que masticaban heno día y noche. Idalia nos enseñó como acercarnos a las vacas, limpiarles las ubres con un trapo húmedo, colocar la cubeta y empezar a tirar de las ubres y sacar los delgados hilos de leche, caliente y humeante. También nos trajo una taza de plástico para que probáramos el delicioso líquido recién ordeñado. Creo que eso lo hicimos bien las dos.
Las comidas en la casa eran sencillas pero sabrosas. Algún día especial, prepararon los ricos tamales de bocado, con pedacitos de cerdo en salsa de chipotle, envueltos en hoja de papata. Por las noches era común merendar frijoles negros bien chinitos con queso fresco y crema. Como Idalia cocinaba en casa, nosotras estábamos acostumbradas a esos guisos y a esa sazón.
Otro día, Idalia nos llevó a la siembra del maíz, donde trabajaba su padre y sus dos hermanos. Éstos nos contaron que el sistema de siembra que aún dominaba en San Isidro era uno regido por los ciclos lunares, como los antiguos Totonacas lo hacían. El maíz blanco se siembra en la primera luna llena de diciembre y el negro en la luna creciente. Ya que en la zona llueve mucho, se evita que el maíz se pudra y así se puede cosechar ambos maíces a finales de julio y a principios de agosto. Como el terreno es a desnivel, es imposible usar ninguna maquinaria, así que se usaba un sistema tradicional de arado jalado por mulas o caballos.
Por las tardes, salíamos a dar una vuelta con Idalia y la gente del pueblo que nos sabia fuereñas nos miraba pasar con cierto interés. Yo era pequeña y usaba siempre pantalones y camisas holgadas. Mi mamá me había cortado el pelo redondito, para que no diera problemas con la peinada de cada día. Entonces yo parecía un muchachito entra las niñas de vestido y trenzas.
Una de esas tardes en que caminábamos rumbo a la tienda, un niño que pasaba de la mano de su padre volteó a verme y me sonrió. Su papá no se dio cuenta de lo sucedido, hasta que el pequeño tirando del brazo de su padre le pregunto -no muy quedo- y señalándome: “¿Papa, es un niño o una niña?”. Nosotras que escuchamos y vimos lo sucedido, no nos quedó más que reír abiertamente. Entonces el papá serio jaló a su hijo para que siguiera caminando al tiempo que decía: “Mijo, ¿no ve que es un muchachito?, vámonos ya”. Nosotras seguimos nuestro rumbo y yo solo pensé que, a pesar de mi arreglo, le gusté a ese chico de sombrero y huaraches.
Un domingo que fuimos con Idalia y su mamá a la iglesia pasó un incidente que nunca olvidaríamos. Martina y yo estábamos sentadas en un banco de madera oyendo al padre, pero yo para variar tenía ganas de hacer pipí. Después de insistir, Martina me tomó de la mano y salimos de la iglesia juntas. Afuera todo era oscuridad y las puertas de la iglesia se encontraban abiertas de par en par durante la eucaristía. Cuando estábamos afuera, nos quedamos pegadas a la pared y yo me incline, para hacer lo mío. Hacía frio y la noche era negra. Se oían los grillos en el campo cercano.
Cuando estaba terminando, Martina y yo empezamos a oír un ruido cada vez mas fuerte que venia desde la oscuridad. No sabíamos que era y nos dio muchísimo miedo, pero pronto comprendimos que eran los cascos de un caballo que se aproximaba. Nos quedamos ahí, paralizadas, hasta ver que ese caballo y su jinete llegaban hasta la iglesia sin detenerse y entraban por las puertas abiertas, interrumpiendo la misa. Entonces nos metimos a la iglesia que era un alboroto de voces, gritos y algarabía. Un hombre sentado aún sobre la silla del corcel pedía socorro, gritaba que lo perseguían para matarlo. El padre bajó unos escalones desde el presbiterio hasta el pasillo central y sin pensarlo dio la orden: “Cierren las puertas”. En ese instante entre dos o tres feligreses cerraron, poniendo la tranca por dentro para asegurar la puerta. La gente estaba perpleja, curiosa, excitada. Miraban al hombre del caballo, con su sombrero en la mano. El caballo se movía inquieto, aun echando algo de espuma por la loca carrera. Nadie dijo una sola palabra. Pronto se escuchó que fuera había otros hombres a caballo. Alguien tocó fuertemente sobre las puertas de madera gritando: “Sal de ahí cobarde, no te escondas en la casa de Dios”. El padre hizo la señal de silencio y nadie abrió la boca. El jinete, aun sobre su caballo miraba esperanzado hacia la puerta, sin moverse. Se podían escuchar los grillos de afuera. Mas silencio. De pronto, se escuchó que los hombres montaban y sin proferir palabra alguna, iniciaron el galope.
Todos respiramos aliviados. Entonces el jinete se bajo del caballo, que apenas cabía en el pasillo y agradeció al sacerdote y a todos los feligreses, sobrero en pecho. Atrás, en el altar, un gran Cristo en su cruz al centro, la imagen de la Virgen de Guadalupe y de San Isidro labrador a los lados, eran testigos del insólito hecho. El padre volvió al presbiterio y se dejó caer en la sede, con una expresión de alivio y fastidio al mismo tiempo. Abajo todos nos mirábamos, mirábamos al recién salvado y comentábamos en voz baja los sorprendidos que estábamos de lo sucedido. Poco a poco bajó la excitación. Abrieron las puertas de nuevo y el jinete y su caballo salieron lentamente. Minutos después de alguna manera se continuó con la misa.
Después vinieron unos días de aparente calma. Se supo que el hombre que entró con todo y caballo a la iglesia era Indalecio Martinez y que lo perseguían porque se robo a una muchacha de Rancho de Vega, un pueblo cercano a San Isidro. Tuvo suerte al protegerse de sus perseguidores en la iglesia. En ningún otro lado hubiera salido ileso. El acontecimiento que fue el gran evento del pueblo se fue difuminando, perdiendo en la niebla día con día. Yo ya empezaba a extrañar a mamá y a mi casa, a pesar de que nos trataban bien allí. Por las noches cuando nadie nos oía, lloraba un poco hasta quedar dormida.
Se llegó el día de la partida. Mi hermano Fausto llegó el sábado por la mañana a San Isidro y hubo una comida especial. Fausto fue quien vino por Idalia hace unos años, así que la familia lo conoce y lo quiere. Después de comer regresamos las tres en el viejo carro de Fausto a Misantla. Martina y yo estábamos felices de volver y llenas de historias que contar a mamá y mis hermanos en casa.
Nunca olvidare esas vacaciones. Yo nunca volví a San Isidro, así que no supe mas de la familia de Idalia, salvo por las historias que ella siempre nos contaba. Años después, Idalia se hizo de novio y como era de esperarse, se comprometió, se casó y dejo la casa. Al principio venia a vernos, pero poco a poco su nueva vida y sus hijos después hicieron que nos alejáramos. Nunca olvidaré a esa muchacha risueña y platicadora que tanto nos ayudó.
Cuando Idalia se fue, mi mamá le pidió a Fausto que volviera a San Isidro, a conseguir una nueva ayudante y Fausto como siempre bien dispuesto lo hizo. Martina y yo ya estábamos ya en la preparatoria y Mirna, la más grande de mis hermanas ya había casado. Fausto volvió sin acompañante. Las cosas cambiaron bastante en San Isidro, Las muchachas jóvenes ya no están a la espera de un trabajo como ayudantes en casas, sino que trabajan allí, quieren estudiar y algunas se vienen por su cuenta a Misantla o hasta Xalapa.
Efraín se enteró por unos amigos que tiene en San Isidro que agarraron a Indalecio Martínez y lo mataron. Lo dejaron tirado por allá por el cerro, dejando viuda a su mujer con un pequeñito. Hay ofensas que nunca se perdonan. Yo ya tengo sesenta años y aun no puedo olvidar mis días en San Ignacio, la noche en que un jinete entro a media misa dejándonos sorprendidos a todos y ese espectáculo increíble que es el mar de nubes…
Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO (En editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.