Los susurros de la casona vieja

Allí estaba la casona vieja, como si el tiempo no hubiera pasado. La estaba esperando. Apenas cruzó el umbral, Fabritzia exhaló un suspiro y se detuvo. No era el viento, era algo más, como si la casona, con sus paredes negras de tiempo y humedad, se hubiera despertado.

El aire olía a encierro, a madera vieja, a recuerdos que no querían ser recordados. Era una trampa con memoria. Ella no lo sabía aún, pero no había heredado solo una casa: había heredado todo lo que en ella se había callado durante muchos años.La noche, cómplice de secretos, abrazaba la casona con su manto oscuro. Fabritzia cruzaba el vestíbulo, donde cada sombra parecía guardar un susurro.

Había heredado aquella casa de su bisabuelo Leopoldo Fabre, un hombre enigmático que desapareció sin dejar rastro. Nadie supo cómo ni cuándo, pero su legado quedó atrapado entre paredes empapeladas de grecas doradas, relojes antiguos y un espejo egipcio tan bello como perturbador.

Desde la primera noche, Fabritzia supo que algo no iba bien. El reloj Howard Miller parecía marcar las horas con una intención propia, deteniéndose o retrocediendo sin razón. El espejo, ornamentado con símbolos desconocidos, proyectaba un reflejo que a veces no coincidía con sus movimientos. Y lo más inquietante: sus pensamientos ya no le parecían enteramente suyos.

Trabajaba en una galería de arte, donde organizaba exposiciones de antigüedades junto a Frederick, un pelirrojo encantador, brillante con los números y dueño de una sonrisa que podía convencer a cualquiera.

Una vez, mientras catalogaban una colección de relojes de péndulo, uno de ellos se activó sin que lo tocaran. Frederick lo observó con detenimiento y, en voz baja, dijo:

—Este reloj no mide el tiempo. Lo encierra.

Fabritzia se estremeció. Luego él le guiñó un ojo y sonrió, como si se tratara de una broma. Pero a ella no le causó gracia. Esa noche soñó con su bisabuelo atrapado dentro de un reloj de péndulo, golpeando el cristal desde adentro.

Días después, en la galería, al sostener un reloj antiguo, casi lo deja caer. Frederick lo atrapó a tiempo y leyó en voz alta la inscripción en la parte trasera: “El tiempo es cíclico.”


—Curioso, ¿no? —murmuró, mirándola fijo—. Como si todo estuviera destinado a repetirse.

Esa noche, una tormenta azotó la ciudad. Fabritzia se quedó sola en la casona, rodeada de relámpagos que iluminaban brevemente los cuadros torcidos, los muebles antiguos, el espejo en penumbra. Cuando el reloj marcó la medianoche, comenzó a girar hacia atrás.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Fabritzia?

Era Frederick.

Sonreía. Pero algo en su mirada había cambiado.

—¿Qué eres? —susurró Fabritzia, retrocediendo.

—No soy qué —dijo él—, sino cuándo.

Las palabras del bisabuelo regresaron a su mente: “El tiempo vuelve. No te fíes.”

—Tu bisabuelo me conoció bien —dijo el hombre, acercándose—. Él fue el primero. Quiso escapar. Tú… tú viniste voluntariamente.

—¿Qué hiciste con él?

—Nada que no me hagas tú ahora: mirarme… y entregarte.

El espejo estalló en luz. Fabritzia gritó. El reloj lanzó un último tic… y el tiempo se cerró.

Al amanecer, la casona estaba vacía. El espejo volvió a estar en silencio. El reloj, inmóvil. Solo un hombre pelirrojo permanecía frente al cristal. Sonreía, ajustando las manecillas con una precisión paciente.

—El tiempo es cíclico —murmuró—. Y siempre reclama lo que le pertenece.

2 comentarios

  1. E xceleste narrativa .Te atrapa y te va llevando por ese mundo de misterio hasta 7n final inesperado. Felicidades

  2. Me gustó, sale de la narrativa común…

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