Los recuerdos del bufón

Y de pronto muchos ensayistas jóvenes desean escribir su propio “Arte de la fuga”. La indudable influencia de Sergio Pitol se extiende como la preciosa cola de un cometa todavía muy vivo luego de su muerte en 2018. Reviso sus ensayos, no les encuentro el fulgor de entonces, cuando vivía en una casa de huéspedes, la mayoría extranjeros, en una casa del barrio de San Francisco en Coyoacán que pagaba con una beca de jóvenes creadores. Perdida, con el corazón destrozado, quería irme y lo hice. Volé a La Habana para escapar como el mismo Pitol a quien encontré en una charla sobre literatura que impartió en la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles. Lo vi llegar alto, solo, con un portafolios de cuero café muy gastado. La camisa, azul cielo; el saco debió ser gris oscuro. Me senté en primera fila con un morral que pesaba por los libros, nada más. Lo escuché hablar durante dos horas con cierto desencanto y chispazos de pasión en los ojos cuando recordaba sus dos largas estancias en el extranjero.

     Ese hombre, terminando el siglo XX, ya había sido embajador de México en Praga, agregado cultural en otros países de Europa del Este además de un lector frenético de los rusos. Lo estaban premiando como a nadie y gozaba de la amistad, del reconocimiento de grandes escritores de medio siglo o contemporáneos suyos con quienes se formó: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, por citar dos casos. La crítica hablaba de Pitol como un gran maestro, un artífice de la verdadera conversación con uno mismo. Eso es lo que enseñaba en sus talleres: a escucharnos, a dejar salir las voces de la novela, el desparpajo del ensayista cuando recuerda el malestar de seguir viviendo sin que nada toque la literatura o la calma luego de pasear por Roma, Siena o Varsovia sin pensar en nada más que en las páginas futuras.

      Justamente es el devenir escritor alejado de Veracruz, su patriótica infancia, uno de los aciertos más grandes de una obra sin concesiones al otro lado de la vida, ese espacio sin libros, sin sueño de escribir los propios, sin la ocasión de devorar los ajenos; esa actitud frente al oficio que lo transformaron en el sensei que íbamos a escuchar donde pudiéramos. Pero la verdad sea dicha, no era un ser empeñado en asombrar a nadie, no andaba por el mundo disfrazándose de autor extraordinario escupiendo cuarenta autores por minuto o mirando con condescendencia a quienes comenzaban. No. Alejado de los aeropuertos, Sergio vivía al natural, nada impostado. Parecía odiar las máscaras aun cuando su fascinación por el carnaval de Venecia nos queda muy clara al leerlo. Pero no solo esa fiesta, sino el carnaval simbólico de Mijaíl Bajtín, su crítico literario de cabecera, su ruso-deidad: “Lo que aprendí en Bajtín: que la fiesta resume el sedimento primero e indestructible de la civilización humana; que podrá empobrecerse, degenerar incluso, pero no habrá poder que logre eclipsarla del todo. La fiesta, dice el pensador ruso, está separada de todo sentimiento utilitario, es un reposo, una tregua. Liberada de todo fin práctico, brinda los medios para entrar, aunque sea temporalmente, en un universo utópico”[1], el espacio donde la desentronización se lleva a cabo gozosamente, cuando el rey se vuelve mendigo, cuando los cuerpos con antifaces copulan con quienes sospechan que nunca lo harían lejos de esa búsqueda utópica.

     En la literatura, el carnaval no se estudia, mejor dicho: se escribe, o sea, se está viviendo constantemente en las coordenadas de lo que se ha llamado “el mundo al revés”, es un gesto colmado de excentricidad eso de jugar a ser otro y siendo alguien que no conocemos, encontrarnos de verdad en la invención:

En el prólogo de Justo Navarro a El cuaderno rojo de Paul Auster puede leerse: “Escribes la vida, y la vida parece una vida ya vivida. Y cuanto más te acercas a las cosas para escribirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuanto más te acercas a las cosas, parece que te alejas más de las cosas, más se te escapan las cosas. Entonces te agarras a lo que tienes más cerca: hablas de ti mismo conforme te acercas a ti mismo. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro”.[2]

   En efecto, enmascararnos porque el carnaval aproxima, reúne, casa, amalgama lo sagrado y lo profano, lo alto y lo bajo, lo sublime y lo insignificante, la sabiduría y la tontería, etc. Agrego que lo crudo y lo cocido, no olvidemos que el carnaval es la fiesta del tiempo destructor y regenerador, según otros ecos de Bajtín. De ahí que para Pitol un novelista es alguien que oye voces a través de las voces. Se mete en la cama y de pronto esas voces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas características, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por el contrario, a las Musas, el haberle trasmitido esas voces sin las cuales se sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuando ya no pueda hacerlo le llegará la muerte, no la definitiva sino la muerte en vida, el silencio, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor. Esa tragedia no acontece cuando el ensayo se cumple con pulso de bufón gritando que el rey va desnudo. Es entonces cuando los cascabeles mandan con la música de la verdad inaugurando el desorden bendito de la fiesta.

     En contraste, pienso en la seriedad de Sergio Pitol dictando cátedra, en el alter ego diplomático sin un cabello fuera de lugar. Luego lo reviso cada página de El arte de la fuga, compruebo sus tics, las quejas, las groserías, la crítica ácida a lo Monsiváis, pero con un poco más de veneno pulcramente dosificado. También sonrío ante la soltura del recuerdo, el ejercicio memorístico de un autor nómada, no se “hallaba” en ninguna parte, pero encontró un disfraz de ensueño, entró en el llamado “circuito Revlon” de la diplomacia mexicana bien vestido con la palabra precisa, los idiomas, la experiencia, la prudencia, los modales. Por dentro se burlaba de esos privilegios de oropel, de esa prostitución de sí mismo en nombre de la única causa que al bufón le vale: la escritura.


[1] Pitol, Sergio. (2013). El arte de la fuga. Ciudad de México: Era, p. 149.

[2] Ibidem., p. 153.

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