Lo tomó de la mano

23 de mayo. Habías hecho todo lo posible para enfrentar la cita, una mezcla de miedo y valentía se había anidado en ti como una esperanza o un sueño. El tratamiento que inició 20 días antes generó lo previsto por el equipo médico. Todo estaba preparado para los últimos exámenes que determinarían con claridad tu condición de salud.
Abordaste el DiDi con tiempo de sobra, dudaste entre abrir la puerta trasera o viajar junto al chofer, al final optaste por la segunda. Cuando subiste el conductor confirmó tu nombre, ¿Miguel? Sí, respondiste. Viajaron en silencio por unos minutos, notaste que el chofer volteaba insistentemente hacia atrás. Viste las reparaciones a las obras viales de la ciudad que te había comentado tu hermano. El conductor te preguntó si el destino era la torre médica o el conjunto que pertenecía al área de urgencias. Al parecer ambas tienen la misma dirección pero con entradas distintas. Le respondiste que irías a la torre médica. Su curiosidad fue más allá, te preguntó si estabas bien, o si ibas a ver a un familiar, intentaba hacerte plática. Le respondiste que en unas horas sabrías si tienes cáncer o no. El chofer guardó silencio, notaste que su rostro se tensó. En tono de broma te recomendó que ese tipo de noticias las soltaras poco a poco. Te platicó que su padre recientemente había muerto de cáncer. Entendiste su molestia y guardaste silencio.
Nuevamente habló, te preguntó si estabas tranquilo, le dijiste que sí. Le contaste que el fin de semana habías hablado con tus hijos y que desde hace tiempo estabas poniendo tus asuntos en orden. Ajustaste la proporción de los porcentajes en el seguro de vida y dejaste instrucciones claras para mantener el negocio a flote. Un crucero antes de llegar a tu destino el semáforo les marcó el alto. Le confesaste al conductor que a lo tenías miedo era al dolor, que estabas feliz con lo que habías logrado en la vida y que lo único que extrañarías sería a tus hijos, que los amabas incondicionalmente y que si habías de morir, sólo querías que no fuera doloroso. Cuando terminaste de hablar se escuchó un golpe y el vehículo se sacudió, tú y el chofer voltearon hacia atrás, no vieron nada. De repente te sorprendió la cara un niño muy próximo a la ventanilla. Te pedia que le dieras alguna limosna. El chofer también tenía una expresión de susto, creíste que lo había asustado la aparición repentina del pequeño. El semáforo cambió a verde y siguieron avanzando.
Al llegar, el conductor te aseguró que estarías bien, que no sería cáncer y que seguirías con vida. La seguridad en sus palabras te llamó la atención. Le preguntaste porqué estaba tan seguro. Te dijo que cuando subiste al auto la Parca subió al auto en el asiento de atrás, él la vio. Te contó que desde que murió su padre la ve a cada rato, al principio le daba miedo pero ya se había acostumbrado. Te comentó que en el semáforo la muerte se bajó del coche y por el retrovisor vio que tomó de la mano al niño que se había acercado. Cerraste la puerta sin decir nada, quizá debiste agradecer pero preferiste quedarte callado. Subiste al consultorio, anunciaste tu presencia y esperaste turno. El ultrasonido, las cánulas y demás exploraciones fueron un éxito, gritaste, sudaste y suplicaste. A pesar del tratamiento previo, las exploraciones fueron dolorosas, incómodas. Después de un par de horas los resultados descartaron categóricamente la presencia de cáncer y el nuevo diagnóstico resultaba llevadero. En dos meses estarías como nuevo, si mantenías al pie de la letra el nuevo tratamiento. Saliste de ahí alegre, optimista, el velo de negatividad se había esfumado, en tu rostro se dibujaba una sonrisa legítima, una nueva oportunidad, pensaste. Le hiciste la parada a un taxi, abordaste, le pediste que te llevara a la farmacia más cercana. El chofer te dijo que había una atrás en crucero, pero que no podría llevarte ahí porque acaba de suceder un accidente, un auto a exceso de velocidad acaba de matar a un niño. Comenzaste a llorar.


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