Edmundo mira el lento reloj de la sala. Su inquietud cuenta que faltan quince minutos. Ya esperó más de media hora sentado en el sillón. Su mamá va de una habitación a otra, mueve objetos, se limpia el sudor de la frente, dobla ropa, barre los rincones y habla sola mientras él vigila las pesadas manecillas del reloj. Con todo su corazón desea que quince minutos se transformen en los veinte segundos que tarda en correr hasta la puerta de Alicia. Sus manos bailan, golpean, rascan sus rodillas. Sus pies marcan sobre el suelo un ritmo desconocido. Su mamá pregunta una, dos cosas, y como no obtiene respuesta, deja de preguntar. Edmundo no la escucha porque solo oye el tic tac del reloj y a veces la tenue voz de Alicia. Tonto, te dije que. Pero yo sabía que primero. Verás como. Frases sueltas. Retazos de las anécdotas que Alicia le cuenta cuando no quiere correr, saltar ni buscar misterios. Para Alicia los pétalos amarillos de una flor son un misterio. El susurro del viento en cierta terraza es un misterio. Una sombra entrevista entre los árboles es un misterio. Edmundo no decide qué le gusta más: jugar a las estatuas, escucharla hablar o buscar misterios. A veces la forma de una nube es un misterio. Se tumban en el pasto seco de un baldío a mirar el cielo. Edmundo ve jirafas, la patita acolchada de un gato, estrellas cubiertas de fuego, pero es Alicia quien enuncia: un tigre, un sapo, un pantano lechoso. Edmundo escucha feliz y asiente nervioso. Por la cabeza su cruza la idea de compartir algo con ella. Devolverle un poco de lo que Alicia le cuenta. Una historia. Una simple anécdota por todas las que ella le ha compartido. Pero de inmediato se regaña. ¿Qué le va a contar? ¿Que otra vez papá no llegó a dormir? ¿Que mamá se oculta en el jardín a llorar? ¿Que detesta a sus compañeros de clase porque constantemente lo arremedan sin ningún sentido? Si él dice: son cinco, maestra. Ellos dicen: son cinco, maestra. Al mismo tiempo. Sin que venga a cuento. Sin que exista algún error. La operación daba cinco y él respondió antes que cualquier otro. Él dijo la respuesta correcta y todos lo arremedaron, al unísono, y se ríen. Eso sucede constantemente. Si dice: Cristóbal Colón. Todos dicen: ¡Cristóbal Colón! Y se ríen. No lo entiende, pero se ríen. Y él mejor se calla. No se molesta. O quizá sí se molesta, pero no está seguro porque no sabe qué forma tiene su molestia. Sabe que no es igual a la del niño que grita y lanza cuadernos y sacapuntas. Ni tampoco se parece a la compañera que se cruza de brazos en un rincón y grita que se quiere ir, grita que los odia a todos. No. Edmundo entiende que hay un malestar en algún sitio, alguna incomodidad muy similar a la de ponerse el zapato derecho en el pie izquierdo. Sabe que se le llenan los ojos de lágrimas e intenta ocultar el rostro, pero ¿eso es sentirse molesto? Edmundo se esconde, se avergüenza. Se dice la respuesta correcta. Se anota el acierto en la mente y se celebra en silencio cuando la maestra anota en el pizarrón lo mismo que él pensó un momento antes.
No le va a contar eso a Alicia. Por supuesto que no. No quiere que Alicia lo mire como a un debilucho. Como a un niño que no sabe defenderse. Es cierto, sin embargo, que Edmundo no sabe defenderse ni meter las manos para cubrirse. Por más que papá le acomoda los puños a la altura del rostro. Por más que le dice cómo lanzar el golpe, cómo esquivar las contragolpes de sus adversarios, Edmundo no ha puesto a prueba nada de lo que le ha dicho. Teme perder. Teme caer al suelo delante de los compañeros que lo arremedan. O, peor aún, delante de Alicia. Aún faltan cinco minutos. Edmundo ya no siente impaciencia, sino curiosidad. Piensa en todas las veces que libró poner a prueba sus puños. Cada vez que ha logrado salir ileso ha habido una mujer presente: la maestra de Arte o la misma Alicia. Ninguna se ha reído de él ni le ha preguntado por qué no se defendía. Las dos ahuyentaron a los niños que le querían pegar. Aparecieron cuando los compañeros se burlaban de él o cuando le tiraban bolas de lodo. Edmundo no comprende, entonces, por qué siente vergüenza. Por qué oculta que es débil. No quiere ser tachado como el niño que tiene miedo y, encima, no sabe dónde poner los puños ni cómo dar un buen golpe. Teme que Alicia o la maestra de Arte se enteren. Piensa que si la gente comienza a notarlo, que si Alicia o la maestra de Arte notan que él no sabe cómo cuidarlas, no van a querer estar junto a él. Las posibles catástrofes se le ordenan en la cabeza, una peor que las otras; la única invariable es que él intenta hacer algo en todas. Intenta meter los puños, correr, empujar, morder, sacudir, tomar algún objeto pesado del suelo para defender a sus acompañantes, que siempre son Alicia, la maestra de Arte o su mamá. Sus fantasías terminan mal, excepto cuando cierra los ojos y se concentra lo suficiente para modificar la conclusión. Entonces sale victorioso. Entonces confía en la posibilidad. Cree, por unos minutos, que él sería capaz de batir a cuatro asaltantes al mismo tiempo. Sin importar qué tan altos o fuertes sean, por unos minutos, los mismos que ahora avanzan en el reloj de la pared, Edmundo siente que él solito podría inmovilizarlos contra el suelo con tal de que no toquen ni a Alicia ni a la maestra de Arte ni mucho menos a su mamá.
El reloj señala la hora exacta y Edmundo sale disparado del sillón. Atraviesa el jardín y, al abrir la puerta, se encuentra frente a Alicia. No tuvo que correr treinta segundos. Aunque están visiblemente sorprendidos por la coincidencia, se miran en silencio y sonríen. Alicia lo toma del brazo y echa a correr. Edmundo la sigue sin cuestionar su voluntad. Sus pies parecen no tocar el suelo porque no lo necesitan: Alicia lo guía a través del empedrado, los baches y las popos de los perros. Se refugian en un baldío. Edmundo no sabe si se trata del baldío de las nubes, del baldío de los girasoles miniatura o el de las historias, pero sí nota que tanto su pecho como el de Alicia siguen agitados una vez que se sientan entre la hierba seca. Nota que hacía rato que su pecho se ha calmado, pero el corazón de Alicia continúa sacudiéndose. Alicia habla y habla sin parar y mira constantemente hacia la calle. Entre muchas otras cosas, Alicia le dice a Edmundo que él no debe de sentir miedo nunca, que él es una persona llena de amor y cariño y que ella se siente muy tranquila cuando está con él. Edmundo no entiende. Parece que Alicia puede leer su mente. Parece que Alicia lo ha estado leyendo y espiando y Edmundo abre la boca, sorprendido, pero la incredulidad se le torna inquietud cuando Alicia da un respingo y se le corta la respiración. Miran juntos hacia la calle: dos señoras de paso desinteresado y lento caminan sin notar la presencia de los dos niños en el baldío. Alicia se queda callada. Se toca el pecho revuelto. No sabe qué sucede, pero Edmundo siente la necesidad de buscar en el suelo, entre la hierba, con los ojos, con las manos, algún objeto útil para defenderse de no sabe qué. Alicia, extrañamente callada, cubre su gris rostro de llanto.

Eduardo Oyervides (Jiutepec, 1993). Licenciado en Letras Hispánicas por el Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales. Becario en el curso de creación literaria Xalapa, 2015, por parte de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado los libros de cuento El deseo obstinado (FEDEM, 2018), ganador de la convocatoria de publicación de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay y Breves Mascaradas (Lengua de Diablo, 2023). Su libro de cuentos Un perro tras su propia cola recibió la mención honorífica en la convocatoria de Obra inédita Morelos 2022. Actualmente trabaja como profesor y escribe su siguiente libro de cuentos gracias al Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Morelos 2023. “Herme se rompió” pertenece a Un perro tras su propia cola.