Debajo de la cama hay una bola temblorosa de carne. Intento calmarlo, pero no estoy acostumbrada a ver a Javier así, tan aterrado y frágil. En realidad no estoy acostumbrada a verlo, desde que yo era pequeña y me apartó de su camino. Nunca supe si me hizo a un lado por la edad o por mi tamaño, o porque nunca pude ser el hermanito que con el que quería jugar a las luchitas. Desde que él tenía trece años se iba y a mí me dejaba sola en la casa sin que pareciera importarle. Su gesto más simpático era regalarme algún juguete en mi cumpleaños, casi siempre un coche, una espada, una pistola de plástico, pero nunca me abrazó y pocas veces estaba en casa. Así fue como me acostumbré a que su cama fuera un espacio donde había un bulto que a veces era ropa y a veces era él.
Javier le causaba terribles angustias a mi madre, que siempre lo veía llegar por la madrugada, arengando casi hasta el amanecer. Nunca decía qué estaba haciendo y su único gesto era tumbarse en la cama. Nosotros vivimos en la parte más olvidada de la ciudad, en el límite que divide el cemento de la calle y los primeros árboles del cerro de San Isidro. En aquel tiempo mi madre le tenía mucho miedo a la calle y a lo que podría pasarle a Javier si anduviera en malos pasos.
La gente desaparecía y los carteles de se busca se volvían fantasmas de papel pegados en los postes. En malos pasos andaba era el rumor más común junto con un: se lo buscó. Y si yo estaba en la calle mamá iba por mí a la esquina jalándome del brazo y repitiendo las palabras: “Métete para la casa, no quiero que andes por ahí como tu hermano”.
Una tarde Javier comenzó a discutir con mamá y se gritaron todo lo que no debían hasta que se quedaron sin aliento. Él se fue en silencio de la casa sin llevarse otra cosa que su orgullo. Pasaron tantos años que me sorprendió escuchar los golpes en la puerta. Me asustó. Era de noche y más que golpes parecía el llamado de un animal acorralado buscando refugio. Cuando abrí la puerta no podía creer que era él. Mi memoria no lo ubicaba. Tuve que ir por una foto y ponerla cerca de su cara, pero no podría decir que fuera de memoria. Estaba más alto y corpulento, con tatuajes que cubría sus brazos hasta los nudillos. Pero estaba mudo y balbuceaba sin parar con una mirada de haber visto al diablo. Me abrazo y sentí su cuerpo tembloroso. El terror no parecía natural en esa coraza enorme.
No sabía qué hacer. Él no se había aparecido ni para el funeral de mamá y de pronto llegó a la puerta y, sin mediar palabra. Lo llevé al cuarto donde estaba mi cama y al verla se tiró al suelo, agazapándose debajo de ella. Mamá había trabajado mucho para construir esta casa, pero eran apenas unos cuartos con techo de lámina.
Mamá era muy educada, pero no siempre pudo conservar un trabajo. Sufría mucho de los nervios y se le dificultaba mucho estar calmada. Su salud se complicó cuando Javier se fue de la casa. Ella decía que escuchaba a las lechuzas pasar y que no eran lechuzas, que eran brujas. En San Isidro es común ver lechuzas y mamá me despertaba en las madrugas y gritaba “Jacinto, Jacinto. Allí están las brujas”. Salíamos a caminar por la calle enlodada. Me obligaba a buscar piedras y ella iluminaba los árboles con una lámpara. “Tírale piedras cuando veas a las brujas. Ellas embrujaron a tu hermano”. Las lechuzas estaban en los árboles y mamá las iluminaba. Yo no quería lanzarles piedras, pero mamá me gritaba que si no lo hacía me iba a lanzar las piedras.
Y ella cumplía sus amenazas, pero yo procuraba errar en el blanco y únicamente las asustaba. Entonces ella gritaba que era una tonta y frágil marica. Mamá estaba muy enferma y tuve que encargarme de ella mientras perdía piezas de sus recuerdos. Terminó postrada en cama y lo único seguro es que por las noches le gritaba a las lechuzas. “Son brujas, son brujas”.
Ahora mi madre ya no está y no sé si Javier me reconoce. Ya nadie me conoce como Jacinto, más que algún viejo vecino al que les costó trabajo comenzar a llamarme Araceli. Ahora trabajo como traductora y no me va mal. Alcanza para alguno que otro arreglo de la casa. Pedí algunos días en el trabajo y les expliqué que mi hermano estaba enfermo.
Y no sé si está enfermo, aunque parece un gatito asustado debajo de la cama. “Javier, soy yo, Jacinto, pero ahora me llamo… olvídalo. Soy jacinto. ¿me reconoces?” Él está aterrado y se tapa los oídos. Tengo que llamar por teléfono a alguien y el único contacto que tengo es el de Evaristo, y no quiero hablarle, pero es la único sicólogo que conozco. Le envío un mensaje de voz:
—Hola, Evaristo. Ha pasado tiempo y pues… te llamo porque tengo una urgencia: mi hermano acaba de regresar para la casa y… él no está bien. No sé qué le pase. Anda todo asustado y no más no sale de debajo de la cama. Mira, preciso de la ayuda y no te llamaría si no fuera una emergencia. Te lo agradecería.
Solamente espero que su esposa no vaya a escuchar el mensaje.
Al día siguiente Evaristo se pasa por la casa y su presencia me da seguridad y tristeza al mismo tiempo. Él me pregunta cuántos años lleva Javier lejos de casa y yo le respondo que quizás diez, quizás quince, porque hubo años que no me molesté en contar. “Entonces él nunca te vio en la transición, pero ¿te reconoció?” No lo sé. No dijo nada. Abrí la puerta de la casa y se metió corriendo debajo de la cama y no ha salido. “¿Está comiendo?” Pues creo que toma agua, pero nada más. “Buscó un lugar seguro y eso ya es un señal de orientación. Podríamos internarlo en la clínica, si quisieras.” No, eso no. Me falta la plata y no creo que sea buena idea que esté lejos de casa. “¿Tienes idea de dónde ha estado en todos estos años?” La verdad es que no. Nunca escribió ni llamó. Alguna vez mamá se enteró que estaba trabajando en una compañía de teléfonos, pero fue por el chisme de una vecina. “Entiendo. Pues tengo un amigo en el archivo que me ayuda a buscar información de los pacientes desconocidos que se aparecen por la clínica. Va a tardar un par de semanas, pero algo encontrará. Sigue hablando con él. Sería bueno mostrarle fotos y recuerdos familiares. Puedo venir cada semana a revisar su progreso, si no te molesta.”
Y Evaristo comienza a venir a casa, otra vez. De pronto mi hermano se vuelve un ancla que me ata a todos los hilos que había cortado con el pasado. Hablo con Javier y le digo que tiene que ir al baño. Parece un niño pequeño, como si le hubieran reiniciado el cerebro. Es un hombre adulto enorme y tengo que volver a enseñarle a hacer sus necesidades. Por teléfono Evaristo me dice que puede ser una crisis nerviosa, también menciona que su amigo en el archivo encontró algo: Javier acabó estudios superiores en ingeniería en telecomunicaciones. Al menos me quedo tranquila de saber que ambos pudimos estudiar alguna carrera a pesar de todo.
Pasan los días y Javier aprende algo nuevo o, mejor dicho, recuerda cómo hacerlo. Ya ha salido de la cama y comienza a recorrer la casa. He intentado arreglar el lugar, pero nunca he logrado que deje de parecer una ruina llena de grietas. Pensándolo mejor, únicamente pinté bonitas las grietas.
En el trabajo me solicitan, así que debo dejar solo a Javier para ir a trabajar y me paso todo el día angustiada hasta que llego a casa con la esperanza de que él siga allí, que no se haya lastimado o que no haya destrozado la casa. Ayer se quemó la mano intentando prender la estufa para calentar la casa, porque tenía frío. Al día siguiente abrió las llaves del agua y tapó el lavabo, sabrá dios para qué, y desde entonces debo dejar cerradas la llave del gas y la del agua cuando estoy ausente.
Él duerme en la cama y yo me quedo en el sillón mirando el teléfono y buscando en internet cómo lidiar con él, porque no quiero hablar más de lo necesario con Evaristo. Me levanto temprano para cuidar a Javier, el hermano ausente que se ha hecho demasiado presente. Me preocupo de no desmayarme en el trabajo. Sin la poca plata de un trabajo estable, terminaría junto con mi hermano en la indigencia. Me esfuerzo hasta el límite. Regreso a casa y miro a Javier defecando en la sala. Comienzo a gritarle. Voy por la escoba y lo golpeo en la espalda. Ya había lidiado con nuestra madre. ¿Será hereditario? ¿También mi cerebro se va a quebrar? Comienzo a llorar.
Recuesto a Javier y amablemente le pido que use el baño, que se limpie con una esponja. Le leo un cuento porque así es como ha ido aprendiendo algunas palabras, luego me tumbo en el sillón a llorar hasta que me quedo dormida.
Me despierta la sensación de ser observada. Abro los ojos y veo a una lechuza gigante, con sus ojos negros y ovalados. Se me sale un grito y corro a encender la luz. Es Javier, sentado frente al sillón, asustado de mis gritos. Son las cuatro de la mañana y necesito dormir antes de ir al trabajo. Me siento en el sillón frente a Javier y exploto.
—Te fuiste y me dejaste con mamá. Te fuiste y no sabíamos dónde estabas ni que estabas haciendo y mamá se enfermó y yo la tuve que cuidar, y yo me sentía atrapada en otro cuerpo, y cambié y eso la confundió mucho, eso nos confundió a las dos. Te fuiste y mamá se fue. De alguna manera yo también me fui y luego Evaristo también se fue. Y ahora te tengo que cuidar y quién va cuidar de mí cuando te vayas otra vez? —siento que la garganta se me desgarra cuando Javier me abraza. Es una abrazo cálido y sincero que necesitaba desde hacía demasiado tiempo.
Javier comienza a realizar tareas más complejas y conversaciones ligeramente más elaboradas. Me dice hermana y ya puede limpiar la casa. Aún no me atrevo a preguntarle qué le sucedió, pero es reconfortante tenerlo cerca. Pasa mucho tiempo buscando palabras para comunicarse y Evaristo viene a la casa cada semana y considera que es un buen progreso, pero debemos de estar pendientes de que no haya recaídas.
Un par de cosas nos preocuparon una semana después: encontraron un acta de divorcio concedida por un juez que también giró una orden de restricción en contra de Javier. Estaba databa de hace cinco años. “Hemos intentado localizar su trabajo actual, pero después del divorcio no hay gran cosa. Como si hubiera desaparecido sin más. Con el precedente de violencia doméstica buscamos si tiene algún tipo de antecedente penal, pero la búsqueda no arrojó nada. Araceli, creo que no es prudente que te quedes a solas con él”.
Puedo lidiar con mi hermano. Ahora pienso en el pasado de Javier y eso me incomoda. “¿Qué clase de persona eres?” Le pregunto ahora que habito con una versión de Javier que poco a poco va retomando la conciencia. ¿Y si vuelve a ser él? Me lo pregunto mientras el leo un cuento a un hombre que reposa como si fuera un niño que me sonríe y es amoroso. Me dice, “Te quiero, hermana. Gracias por cuidarme.” Y yo trago saliva pensando que no quiero que se quede así, pero tampoco sé en qué se convirtió Javier durante el tiempo ya no estuvimos juntos. Lo que me aterra aún más es descubrir que fue lo que perturbó su mente hasta dejarlo así.
Vuelvo a despertar sobresaltada. Ahora es un ruido hueco. Javier insistió en que yo volviera a dormir en la cama y él se fuera a dormir al sillón. Tengo la piel erizada entre las sábanas y, al levantarme, se genera estática. En la oscuridad puedo ver chispas eléctricas y en todo el ambiente se siente un sabor metálico. Salgo del cuarto y veo la puerta de la casa abierta. Javier no está en el sillón. Me visto con los zapatos impares y salgo a buscarlo. Las calles están mal iluminadas, pero veo a Javier caminando rumbo al cerro de San Isidro, igual que lo hacía nuestra madre. Le grito. ¡Javier, regresa! Igual que lo hacía con mamá. Parece que camina despacio, pero no puedo alcanzarlo por más que corro. Las luces de la calle se van haciendo más escasas y solamente traigo la lámpara del teléfono. Javier se me pierde entre los primeros árboles del cerro. Con mis gritos los perros de los vecinos ya deberían de estar ladrando, pero no escucho más que mis pasos. Ya no veo a Javier. Solamente los árboles y la oscuridad. Tengo terror y escucho el ulular de una lechuza. Son ellas, pero el ulular suena metálico y seco. Ilumino con una lámpara los árboles y ahí están: las lechuzas me miran juntas desde los árboles. Recuerdo a mi madre ordenándome que les lanzara piedras. Yo le decía que no eran brujas, que eran algo más. El recuerdo regresa a mí: “son otra cosa”. Se lo dije todo el tiempo, “esas no son brujas, mamá”. Siempre supe que eran otra cosa, pero no sabía que lo recordaba. Lechuzas con manos y pies. Me falta el aire al verlas. Quiero correr, pero me falta Javier. Comienzo a gritar. ¡Javier!, ¡Javier! Y la oscuridad se hace más densa.
Despierto en el sillón de la casa. Escucho ruidos en la cocina e intento levantarme, pero el dolor de cabeza es insoportable. Cierro los ojos para reposar un poco y luego los abro y aparece la cara de Javier. Entonces grito de la impresión.
—Buenos días, hermana. Estoy preparando el desayuno que te gusta. Toma un vaso con agua. Estás deshidratada, por eso te duele la cabeza.
Bebo el agua y pienso que todo fue una pesadilla. No sé qué día de la semana es. Quizás sea sábado. Espero que lo sea. Miro el teléfono y hay demasiadas llamadas perdidas. Algunas son del trabajo, otras son de Evaristo. Me parece raro. Entra la llamada de Evaristo mientras estoy revisando el teléfono.
—Hola, sí.
—¿Araceli? ¿Estás bien?
—Sí, sí. Tengo un dolor de cabeza horrible, pero bien. ¿Por qué el drama?
—Cómo que porqué. Araceli, hace tres días que no sé de ti.
—¿Tres días? Pero si he estado acá desde ayer. Anoche… Anoche Javier salió y tuve que salir a buscarlo.
—¿Estás con él?
—Sí. Está preparando el desayuno.
—Escúchame. Sal de la casa ahora mismo. Algo no está bien con Javier.
—Evaristo. De qué me estás hablando.
—Mi amigo del archivo encontró que Javier está reportado como desaparecido desde hace tres años, pero en Canadá. Él y otros quince trabajadores estaban alineando antenas de satélite y desaparecieron. Mucho se especula, poco se sabe. Hay unos video rarísimos en internet que tienes que ver. Es Javier. Lo vi. Luego una luz centellea y desaparece junto con otros trabajadores. Ya sé que sueno a un loco, pero tengo un mal presentimiento.
Evaristo sigue hablando mientras abro la puerta de la casa. Antes de huir miro atrás y Javier acomoda los platos del desayuno. Sus ojos palpitan levemente.
—¿Te vas a ir, hermana?
Se me salen las lágrimas. Cierro la puerta y me siento a desayunar. Le digo a Evaristo que puedo lidiar con ello y corto la llamada. Miro a Javier. Sus ojos son negros, como los de una lechuza. Sonríe. Sea lo que fuere, ese es mi hermano.
Manuel Mörbius (Ciudad de México, 1984). Ciudadano de composta biomecánica, sociólogo por parte de UAM-Xochimilco. Escritor de ciencia ficción, horror y terror, e investigador independiente en los tiempo muertos de la morgue donde ahonda en la Ciencia ficción y sus interrelaciones con el sonido. Editor de Arte-facto (publicación literaria que cobró vida en 2004 y se pudrió en 2014). Colaborador de Clandestina, espacio de rebeldía en el barrio de Santa María la Ribera. Productor de radio y medios digitales. De 2020 a 2023 fue integrante del Seminario de Estéticas de Ciencia Ficción, Cenidiap, INBAL.
Cuentos suyos se encuentran publicados en Editorial Pandemonium (Perú), revista La Teoría Ómicron (Ecuador), Anapoyesis, Espejo humeante y Casa futura (México), entre otras. Necropolítica es su primer libro de cuentos, editado en Chile por Editorial Camino (2023); En 2021 obtuvo la mención honorífica en el XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (México).
IG: @manuel_morbius
FB: /ManuelMorbius
manuelmorbius@gmail.com
Felicitaciones para Manuel. Si narrativa atrapa, se siente y al final es liberadora!!