Las ardorosas

La lluvia cayó sin tregua. El viento se meció entre el ramaje, los techos y las ventanas. El cielo vigilaba con estrépito. Las luces se apagaron. Las horas pasaron, la luz se perdió en el silencio del ocaso, la oscuridad se dio cita con la noche. A la mañana siguiente el sol irradió y se metió hasta los poros. El olor a tierra mojada y el rocío matinal se sintieron vacíos cuando cada hogar se percató de la ausencia de mamá.
Niños, adolescentes y adultos salieron a la calle. La noticia se difundió en las noticias, la radio y las redes sociales. Nadie encontraba a su mamá. Unos no querían hallarlas; otros se alegraron; los menos lloraron. La vida siguió como suele seguir después de un diluvio, una guerra, una pandemia.
Niños y niñas se fueron a la escuela. Padres, hermanos y hermanas dedicaron parte de su tiempo a los quehaceres domésticos, antes monopolizados por las madres. Terminaban exhaustos. Maestras sin hijos, docentes y administrativos combatieron cuerpo a cuerpo con los alumnos, que al saberse sin su madre, hicieron lo que quisieron sin temor a las reprimendas.
En época de infuencers y creadores de contenido no faltaron quienes hicieron videos recordando a sus madres. Aprovecharon la crisis materna para monetizar la tragedia. Algunos otros, festejaban por las malas madres que habían sido monstruos para sus hijos e hijas que fueron violadas o violentados. #Extrañoamimamá, #Miamáestaráenunbuenlugar, #Esamujernomerecíasermadre fueron frases que escribían por todos lados, ya fuera en redes sociales, en grafitis, en tatuajes.
Los vendedores estuvieron a la espera de sus clientas habituales. Muchos hombres aprovecharon para dar rienda suelta a sus aventuras de amor, sin miedo a que sus esposas les reclamaran. Esposos e hijos se sintieron aliviados. No escucharían quejas, nadie les exigiría la quincena o que tuvieran buenas calificaciones. Más aún, los deudores alimenticios fueron liberados de las demandas que enfrentaban. Ahora sería su turno de demostrar el amor a sus hijos y que “las locas” exageraban con la solicitud de la pensión.
La felicidad de no tener madres se extendió como pólvora, llegó a su punto más álgido cuando las adolescentes, sin la disciplina de sus madres, dieron rienda suelta a su libido, no usaron protección y quedaron embarazadas. No se salvaron. Apenas se daba la fecundación y ellas desaparecían.
La desaparición no fue como los delitos impunes en un Estado fallido. No se evaporaban, no se desintegraban en el aire, no se convertían en cenizas. Desde el ombligo se extendía una ráfaga de luz que parecía generar una descarga, recorrer venas, músculos y huesos a una velocidad mayor a la de la luz. El cuerpo de la madre resplandecía como una estrella incandescente hasta apagarse.
Las ardorosas, así empezaron a llamarlas, se volvieron virales. Al principio nadie se había dado cuenta de cómo se desvanecieron millones de madres. Al ser testigos y ver lo que les ocurría hijos e hijas lloraron, extrañaron y suplicaron por el regreso de sus madres. Hicieron rituales a todas las religiones. Ayuno, huelgas de hambre, procesiones de rodillas. Iglesias, mezquitas y sinagogas se llenaron de peregrinos. Nada funcionaba.
El número de accidentes viales se triplicó. Bebés y niños llenaron hospitales por indigestión, desnutrición e intoxicación. Los hombres perdieron sus empleos, no llegaban a tiempo, no comían bien y el dinero apenas les alcanzaba para tres días. Los avances científicos se estancaron, los gobiernos no lograban la estabilidad por carecer de la mayoría de su plantilla laboral, la producción descendió de forma abrupta.
Los días se volvieron grises, melancólicos, taciturnos. No escampaba. La lluvia era eterna, incesante, puntual. En los rostros de muchos hijos, esposos y padres ya no se dibujaba la sonrisa con la que festejaron la ausencia de sus mujeres. El mundo ya no era mundo. Empezó a extinguirse no por una pandemia, zombies o el apocalipsis bíblico. La vida, para la mayoría, dejó de ser vida, de valer la pena, de querer ser vivida.

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