La tumba olvidada

Regresé a mi pueblo unos días antes de la celebración del Día de Muertos. Este evento está lleno de color y magia. En casi todas las casas del pueblo se preparan los altares y las ofrendas decoradas con papel picado, flores de cempasúchil y velas que se encienden para alumbrar el camino de regreso a casa y guiar a los espíritus de los familiares fallecidos. En el altar ponen pan de muerto, calabaza en dulce, agua, sal, y cazuelas con la comida preferida de los difuntos. Entre la caña, el chocolate y la fruta se colocan fotografías de los seres queridos que ya han partido al más allá.

Esta era una tradición que mi familia conservaba, pero de la cual yo no participaba. Era escéptico, no creía que a las almas de los difuntos se les permitiera regresar al mundo de los vivos.

Había terminado la carrera de periodismo y escribía un artículo acerca de esta celebración. Qué mejor momento para visitar y explorar un cementerio. Quería encontrar inspiración y pensé que no había mejor lugar que el camposanto en vísperas del Día de Muertos. Acudí al cementerio ya entrada la tarde, la reja estaba abierta y me introduje sin ningún problema. Me acerqué con cautela a la caseta donde se encontraba el vigilante y vi que se preparaba para marcharse. Caminé hasta el fondo sin que se percatara de mi presencia.

Con una linterna en una mano y una libreta en la otra, caminé entre las tumbas, observando y leyendo los nombres de los difuntos. El viento susurraba a través de los árboles que movían sus ramas como brazos fantasmales. De repente, una brisa helada recorrió el lugar, y sin querer, la linterna se apagó, sumiéndome en la más profunda oscuridad. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, como si un millón de agujas de hielo se clavaran en mi piel.

Apretando los dientes, decidí continuar. El silencio era tan denso que podía oír los latidos de mi propio corazón. Encendí la linterna de nuevo, su luz temblorosa iluminaba apenas unos pasos delante de mí. Seguí adelante, sintiendo que cada tumba me observaba con ojos invisibles. El aire se volvía más pesado con cada paso, y una sensación de opresión me envolvía, como si la misma noche se cerrara sobre mí. Pero, motivado por una mezcla de curiosidad y terror, avancé, decidido a conseguir la inspiración para escribir mi artículo entre esas viejas lápidas.

Al llegar a una tumba antigua y descuidada, noté que no había ningún rastro de flores ni velas; estaba cubierta de musgo y apenas se podía leer el nombre: «Isabel Estevens, 1890-1910». Sentí una extraña atracción hacia esa tumba, y sin más, limpié un poco la loza para sentarme y ponerme a escribir. Mientras la pluma se deslizaba sobre el papel escuché un susurro. Al principio pensé que era el viento que ululaba entre los árboles, pero los susurros se hicieron más claros: “Ayúdame… ayúdame…”. Me levanté de un salto mirando a mi alrededor. No había nadie. Los sonidos parecían venir de la tumba de Isabel.

Con el corazón latiéndome a mil por hora, y un sabor amargo en la boca, decidí investigar. Con un poco de esfuerzo logré apartar la lápida. Encontré un pequeño cofre, lo abrí con cuidado y descubrí un diario antiguo. Las páginas estaban amarillentas y frágiles, pero aún legibles.

Empecé a leer con avidez. El diario pertenecía a Isabel Estevens, una joven de ascendencia extrajera que vivió en este pueblo y fue acusada de brujería. En sus últimas páginas Isabel escribió que temía que los habitantes del pueblo la lapidaran o la quemaran viva, como había visto que lo hicieron con otras mujeres.

De repente, sentí una mano helada que aferraba mi muñeca. Miré hacia abajo y vi una figura espectral emergiendo lentamente de la tumba. Su piel pálida y traslúcida contrastaba con la oscuridad que la rodeaba. El cabello, enmarañado y enredado, flotaba como si un viento invisible soplara sobre él, sus hebras moviéndose en un baile siniestro. Los ojos vacíos, pozos negros profundos y oscuros, parecían absorber la esencia de la vida misma. No reflejaban luz alguna, sino que la devoraban, creando un abismo sin fondo en el que uno podía perderse eternamente. Eran como ventanas a un vacío infinito, donde la esperanza se desvanecía en su negrura insondable. Mirarlos era como enfrentarse a la nada, un espacio en el que el tiempo parecía perder todo sentido. La mirada de esos ojos vacíos me provocaba un terror primitivo, una sensación de ahogo y desesperanza que parecía no tener fin.

Una mueca de dolor eterno se dibujaba en su rostro, una expresión que narraba su sufrimiento. Oí su voz tenebrosa murmurar: “Libérame”. Era un susurro que parecía provenir de los abismos más profundos de la tierra. Su tono helado se deslizó por mi cuerpo, erizando cada vello de mi piel. Era una voz quebrada, llena de un sufrimiento infinito, como si cada palabra estuviera cargada de siglos de angustia y soledad. Aquella súplica resonó en mis oídos, amplificándose en un eco interminable que parecía querer arrastrarme a un abismo sin fin. La sensación de un frío intenso se apoderó de mi cuerpo, dejándome paralizado por un momento, mientras el susurro seguía reverberando en los laberintos de mi mente.

Aterrorizado intenté soltarme, pero la mano espectral me sujetaba con fuerza. Recordé que al finalizar el diario estaban escritas unas palabras. Con voz temblorosa comencé a recitarlas, era una oración que Isabel había escrito poco antes de morir: «Que las almas perdidas encuentren la paz eterna, que el rencor y el odio se disuelvan como la niebla al amanecer, y que la luz divina guíe a los espíritus hacia el descanso eterno. Que el amor y el recuerdo de sus seres queridos iluminen su camino. Que las sombras del pasado se desvanezcan y que la esperanza y la luz prevalezcan en su viaje hacia el más allá…».

A medida que pronunciaba la oración, el espectro comenzó a desvanecerse. La mano fría soltó mi muñeca y el aire helado se disipó, dejándome una sensación de vacío. Caí de rodillas, temblando, mi frente estaba perlada de sudor. Mi corazón latía con fuerza, resonando en mis oídos. Esperé a que mi respiración se acompasara y suspiré aliviado, sintiendo cómo el miedo lentamente se transformaba en calma. En mi interior sabía que había liberado al espíritu de Isabel, y una sensación de serenidad me invadió. Me levanté, aun tambaleándome, con el diario en la mano salí del cementerio. Las sombras de la noche parecían menos amenazantes, y una brisa suave acarició mi rostro.

Esa noche, mientras escribía mi artículo sobre las tradiciones del Día de Muertos y las ofrendas, sentí una paz que nunca había experimentado.

Al día siguiente, en la ofrenda que puso mi abuela, añadí una veladora por el descanso eterno de Isabel. Fui al cementerio y llevé flores frescas y veladoras a la tumba de Isabel Estevens. Mientras dejaba las flores, tuve la certeza de que ella finalmente había encontrado el descanso eterno. Me alejé con pasos lentos. Su tumba, nunca más sería una tumba olvidada.

1 comentario

  1. Excelente narración, me llevó al momento de la noche y recité la oración conjuntamente con la escritora.
    Gracias

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