La niña

Armando y yo no pudimos tener hijos. Nuestros impedimentos para procrear se juntaron. Los resultados fueron devastadores. El segundo niño que tuve en mis brazos era hermoso. A los dos meses, el crecimiento de su cabeza fue anormal. Hidrocefalia. Seguramente se bebió todas las lágrimas que me brotaron de desdicha por la pérdida de su hermana. Yo soñaba con esa niña. Tez pálida como la piedra de mármol esculpida. Ojos grandes y negros como las cisternas de los mayas. Boca diminuta. Armando compró una cuna antigua. Madera de roble labrada con caracolas de mar. Áurea nació muerta. Lo que la mantuvo viva también la asfixió enredándose al cuello. Mis sueños no me engañaron; Áurea era como la imaginaba, salvo la piel violeta. Me aferré a su cuerpo tibio. La besé desesperada y herida. Le hablé, con la esperanza de que mis palabras le devolvieran la vida. Por piedad me dejaron tenerla en el regazo una noche. Me la arrebataron como se arranca la mala hierba de los campos. La sepultaron en el jardín contiguo al cementerio familiar donde crecen nardos y siemprevivas. Mi vientre se secaba. Me instalé en un luto perpetuo. Por fin, después de cuatro años, vino la amenorrea tras la noticia abrumadora del embarazo. Matías crecía. Vislumbraba para él un camino glorioso. Seguro sería ingeniero. Contrario a su madre tendría cabeza para realizar ecuaciones y algoritmos. Visitábamos con frecuencia la tumba de su hermana. Dejábamos una rosa blanca. Nació por las Navidades un 28 de diciembre, día de las bromas crueles. Matías vivió sólo un año. No sostenía su enorme cabeza. Los ojos iban juntándose cada vez más. El peso de su cerebro triplicaba el de su cuerpo. Imaginaba las elucubraciones que podría hacer. Suplicaba que se quedara conmigo.

Egoísmo puro. El amor de las madres es incalculable. Cuando murió, el dolor se apoderó de mí y me cegó. Una noche en la que el viento vertía en la atmósfera aromas florales, los escuché. Susurraban primero húmedas palabras reptilianas, después voces cantarinas. Madre, sácanos de aquí. Los imaginaba impregnados del olor de la tierra. Lombrices haciendo galerías profundas conectando ojos y nariz saliendo por sus bocas.

Juro que la voz grave y desesperada de Áurea me advertía de los gusanos bebiéndose el cerebro de Matías. Los gritos martillaban mi cabeza, mi angustia incrementaba. Sentía el sudor recorrer la espina dorsal. Yo no era yo. Sólo madre.

Fui al cuarto de costura, saqué las tijeras. Corrí descalza por los pasillos de la casa, como los murciélagos, esquivando los obstáculos. Seguían las risas y cánticos de infantes. Voces dulces pero aterradoras. Lo último que escuché fue una canción infantil, sonó espantoso:

—Amo a to, matarilerilerón.

—¿Qué quiere usted, matarilerilerón?

—Yo quiero un paje, matarilerilerón.

—Escoja usted, matarilerilerón.

—Yo escojo a mi madre, matarilerilerón…

Me encontraron inconsciente y ensangrentada con la matriz en la tierra enredada en las raíces de las flores. Junto a mí, dos esqueletos diminutos. Pétalos blancos esparcidos. Un trinomio cuadrado perfecto dibujado en mi vientre.

Todos en casa se sumieron en una amnesia interminable. Evitaba preguntar y recordar. El muérdago servía muy bien para esos propósitos.

Hacía homenaje a Áurea y Matías el día de los Santos Inocentes. Invitaba a la rezandera del pueblo a repetir el rosario y la oración de San Rafael. Las ausencias de Armando eran cada vez más prolongadas. Se presentó en noviembre en plena celebración mientras partíamos el pan de muerto y servíamos el chocolate en agua. Como buen coleccionista de antigüedades, hizo aspavientos delante de todos los invitados con La niña impregnada de soledades, ecos y sombras ultramarinas. Sin planearlo, todos le dimos la bienvenida a esa niña. Suspendimos la degustación de tamales y atoles traídos para la ocasión, para revisar la antigua pintura al óleo de la niña viajera. Llegada de la ciudad de Córdoba, con ojos negros como las cavernas, piel como la cera, boca minúscula. Ella, vestida con faldón y ropón blanco con encaje en la base, chaleco verde botella, tenía apenas dos años y una rosa blanca en la mano. Al acercarme para ver la marialuisa y el marco, retuve el aliento; me percaté del roble grabado de caracolas idéntico al de la cuna solitaria de mis hijos. La firma del artista, una M, sin más. El olor a tierra mojada que se guarda en las cosas viejas y en las tumbas de los muertos.

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