El sonido conocido hace horas que ha cesado. Lleva infinidad de combinaciones y no logra encajar las piezas. Hay un silencio sordo, como si algo en el cuarto que habita tuviera la capacidad de desdibujar los objetos allí amontonados, de provocar la sensación de desaparecer en el tiempo. Está exhausto. Necesita otra estrategia, regresar al nivel anterior podría darle respuestas.
Toma la sección III ya armada y examina las cuatro mil fichas detenidamente. Sus dedos se mueven con delicadeza por las piezas en busca de alguna señal: un pequeño borde, una textura diferente, un cambio de temperatura. Recorre el tablero de un lado a otro, de arriba abajo hasta que su vista comienza a fallar. Decide bajar el brazo metálico de la lámpara para alumbrar y enfocar mejor, y en ese momento la descubre. ¡Ahí está!
Suena el teléfono. Federico brinca en su asiento y sale del letargo. Es Mauricio, uno de sus compañeros de juego. Sabe que Federico lleva días jugando sin parar. Lo llama para recordarle que necesitan ver al abogado por aquello de la demanda que puso la madre de Raúl. Unos días después del “Torneo de las 20,000” no se supo más de él. Al parecer, algo extraño pasaba con los ganadores. Primero fue el accidente, luego un suicidio, después lo que sucedió a Raúl seguía siendo un misterio. Habían abierto de nuevo las averiguaciones y Matilde, la madre de Raúl, argumentaba que los jugadores corrían un peligro desconocido que año con año iba en aumento.
Federico apenas puso atención, quería cortar lo antes posible para continuar con el juego. Había encontrado la clave; notó la diferencia con el contraste provocado por la luz… cuanto más cercana, el grupo de fichas cambiaba de color formando un bloque blancuzco, sólo una de ellas no se diluía manteniendo su negrura. La retiró cuidadosamente. Después alejó la lámpara poco a poco y pudo observar en otra zona del rompecabezas un conjunto negruzco, y ahí estaba, una pieza que entre las demás brillaba en esa semioscuridad. La tomó y colocó en el lugar de la otra. Este pequeño intercambio hizo que un nuevo sistema comenzara a construirse. De lo que parecía un caos había surgido otra semántica que se iba descubriendo a su vista. Ahora las combinaciones de la sección IV encajaban a la perfección con la sección III: miles de piezas claras y obscuras en un encuentro metamórfico que permitía ver formas donde antes no había nada.
Hacía cinco años que competía en estos torneos de mesa. Una carrera incontenible por obtener el menor tiempo con la mejor estrategia. Un juego cuyas combinaciones se tornaban cada vez más difíciles de descubrir. Descifrar un eslabón cada vez más oculto.
Una leve euforia lo invade y por unos segundos logra vislumbrar el triunfo, un triunfo prematuro aún, pero que lo estremece. Le falta una sección, ha llegado a un límite desconocido, algo que en su realidad no existía y que ahora aparece sobre la mesa como un organismo que crece, pero que ya no logra enfocar. Deja el brazo de la lámpara a la altura precisa para continuar al día siguiente, la apaga y se va a dormir.
Gira un rato en la cama, está al borde de sus emociones. Solo cuando juega sale del vacío que siente. Durante la semana va y viene igual, pero las noches le alivian, el juego despierta las expectativas ocultas de su ser dormido; se vuelve astuto. En ese espacio pequeño de su estudio logra tener la sensación de libertad, de no tener que dar cuenta a nadie de sus pasos.
El día se hace cada vez más largo, está atado a las condiciones de luz para reanudar y apenas son las seis de la tarde. Ahora sabe que la media noche es el momento en que las piezas, por el contraste con la luz de tungsteno, parecen despertar. Con sólo algunos cambios estas se revelan en un movimiento frenético, como una masa que pareciera tomar vida. Esperar para volver a vivir ese momento le enferma. Está cerca del final, lo tiene todo bajo la manga, pero la impaciencia lo embarga. Necesita calmarse y no enloquecer antes de continuar con la jugada que le llevará al triunfo. Es su turno y de nadie más. Siente un placer indescriptible al saber que únicamente él, tiene la clave.
Comienza a prepararse. Cierra ventanas y atranca la puerta. Se cambia la ropa que ha usado por días. Desconecta cualquier aparato que pueda distraerle de su meta y, ya listo, se encierra en el cubículo. Nadie en tres años ha logrado lo que él está a punto de hacer. Raúl, el último jugador en armar los cinco niveles en tiempo récord lo hizo en ocho días, y él lo hará en cuatro. Son las doce. Inicia su aventura nuevamente.
El brazo metálico de la lámpara queda fijo, es su cuerpo ahora el que se retuerce. Sus ojos se alejan y se acercan a la mesa. Sus manos encuentran ángulos distintos, zonas de temperatura variable, oquedades, texturas diversas. Entre todas las variantes toma sólo una pieza por vez, provocando que miles de fichas se muevan vertiginosamente en un reacomodo escalonado que confundiría la mirada de quien no estuviera bajo la luz: un movimiento que se da a la vista de su percepción.
Ya sólo falta un nivel, el quinto, el definitivo, y por lo mismo el más difícil y peligroso. Percibe la totalidad del conjunto como un ser gigantesco que sale del tablero y danza por la habitación impregnando todo de luz y sombra. Un engendro monstruoso que se desintegra y reaparece, y hace desaparecer lo que oscurece.
Siente en momentos un calor intenso al tiempo que percibe en todo su cuerpo un sudor frío, pero no ceja en su cometido, en su concentración. Una mala jugada podría matar al organismo que gira como si fuera una ilusión óptica, pero que parece real, y debe seguir viviendo hasta el final.
Envuelto en esa vorágine hace su último movimiento. Toma la pieza que queda y la coloca en el único lugar vacío: un hoyo negro. Todo se desvanece junto con él. Ya no hay calor ni frío, ni brillo ni opacidad; solamente ese organismo amorfo que confirma su triunfo como único.

Contadora de historias de lo cotidiano a lo inverosímil. Observadora obsesiva de la vida, sus fantasmas, su belleza decadente siempre en pugna y su resplandor. Egresada de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Participante del taller de poesía “El Ciruelo” de Kenia Cano. Cuentos publicados: El cuerpo jubilado, en Nagari revista, letras bajo el volcán. Un Sábado, en Así vas a morir, la máquina de la muerte, por Lengua de diablo. El Pesebre, en la antología Navidades Paralelas, por Lengua de diablo. Alimañas, en Bajo la tela de la araña, cuento juvenil, editorial Momo. Barullo, en Registro Sonoro y otros cuentos de terror por la Fauna y Lengua de diablo. Participante en la antología de cuentos Mundos inventados, y en la antología narrativa Los lunáticos no opusieron resistencia publicadas por la Escuela de Escritores Ricardo Garibay.