La casa del trébol negro

Amo la sombra y la oscuridad, y prefiero

cuando puedo, estar a solas con mis pensamientos.

Bram Stoker

El señor Owen seguía de mal en peor. Hacía más de un mes que no dormía. Apenas sentía que sus ojos se cerraban y comenzaba a ver siluetas asomándose por las ventanas. El médico del vecindario lo examinó con suma atención, prescribiéndole calma y reposo total, así como penicilina para aliviar sus síntomas.    

—Y bien, doctor, ¿qué tiene mi esposo? —preguntó Ángela, llena de angustia al ver salir al médico de la recámara.

—La infección es fuerte y le ha inflamado los ojos; quizás eso explica la hemolacria, es decir, las lágrimas de sangre. La sensación de asfixia y las pústulas negras en el cuerpo pueden ser producto de una bacteria maligna ante el contacto con alguno de sus caballos infectados —señaló el anciano.  

—Anoche, mi marido gritaba en sueños que una persona trataba de estrangularlo y morderle el cuello —añadió la mujer con gesto de espanto.

—En ciertas circunstancias, los síntomas pueden incluir alucinaciones. Es un caso serio. Pero si mañana despierta como hoy, llámeme enseguida.

El doctor Jacques se quitó sus anteojos y abandonó la lujosa mansión Clover Lawn un tanto pensativo, recordando el escalofrío que experimentó al no detectar el pulso del trasnochado Owen con su estetoscopio. Al irse en su automóvil, vio a Ángela desde la ventanilla con rostro culposo. La mansión nórdica de estilo chalet que él mismo les rentaba por dos mil dólares mensuales, contaba con un jardín circundado por árboles colosales y en su interior, los muebles Luis XV que resultaban envidiables para cualquier visita. Sin embargo, él sabía que en ella también se alojaba la desgracia. Sus nueve enormes habitaciones, entre ellas un cobertizo tipo buhardilla que nunca conseguía calentar durante el invierno, tenían tréboles negros dibujados en el piso. En la fuente se encontraban cuatro esculturas de niños gordinflones; uno de ellos con la mirada triste venerando el cráneo de una calavera.

Una tarde nublada, Owen pudo salir al jardín apoyado del brazo de su señora. Todavía sus ojos azules se ofuscaban por la poca luz de día. Su mirada se sentía pesada y llena de una malicia perturbadora, muy similar a la de los zanates que chirriaban en lo alto de los árboles. Caminaron durante un largo rato por los corredores. Todo era quietud, terrorífica quietud cuya intensidad prometía el descender de una tormenta. Ángela se había quedado con la zozobra respecto a los comentarios del médico acerca de que uno de sus caballos estuviera enfermo, pero, sobre todo, que haya salido de la casa algo agitado. Al pasar por el cobertizo, los caballos relincharon atemorizados y se comportaron de forma extraña. La presencia del Sr. Owen los perturbaba. De pronto, volvió a sentir esa presión dentro de su cabeza; aquellas voces persistentes lo llamaban y él no podía resistirse. “Bebe su sangre”. Las palabras no hallaban modo de salir de su boca; solo saboreaba la carne de los potros entre sus incisivos y amarillentos dientes.

—¿Te pasa algo? —preguntó Ángela, recargando su mano con ternura sobre su espalda y al notar que el brillo cristalino de sus ojos índigos se teñía de un color rojizo.

—¡No, déjame solo! —contestó irritado y corriendo hacia el cobertizo.

Ángela entró a la caballería para calmar a los equinos. Consiguiendo tranquilizarlos, a excepción de la yegua, que se mostraba débil y enferma.  

La noche cayó. En Guadalajara, eran las 12:00 y el barrio Las Américas se había adormecido bajo una llovizna sedante. Las ventanillas de la caballería permanecían iluminadas. Aquel señor cuarentón, flaco y pálido estaba despierto. De pronto, los caballos volvieron a relinchar inquietos; resoplaban de manera entrecortada, pisando con nervio el suelo y pataleando de un modo incontrolable. Ángela se despertó con el Cristo en la boca. Encendió la luz del pasillo dirigiéndose hacia la recámara de él y, así como estaba, en camisón, abrió el picaporte de la puerta con delicadeza. Su cama de hierro forjado estaba vacía. Angustiada, se puso su abrigo de paño y fue a averiguar con un paraguas por qué los caballos seguían alterados. Vaya sorpresa la que se llevó al ver que la yegua agonizaba sobre una mácula de sangre que le drenaba del pescuezo. Las palabras se ahogaron en su garganta. No sabía si sentir rabia o tristeza, pero comenzaba a sospechar con dolorosa amargura que su marido hubiera cometido tal crueldad. Entretanto, su intuición la condujo hasta el ático; las manchas hemáticas se extendían por cada uno de los peldaños de la escalera que casi resbalaba. Al entrar, el silencio era sepulcral; estaba húmedo y coronado por la pobre iluminación de una sola bombilla. Había cosas inútiles: un baúl, retratos coleccionables, ropa y cajas podridas envueltas en telarañas.

—¡Querido, estás allí! —dijo con temor, sin obtener respuesta. Solo una sombra humana se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo. Tenía el cabello largo y usaba un gorro de príncipe.

El latido de su corazón se incrementaba progresivamente. Nunca lo había visto deambular a altas horas de la noche y menos hablando solo. En ese momento, Owen sacó con sus dedos huesudos un libro de cuero arrugado y polvoriento del baúl, del cual salió corriendo una rata gris junto a varias cucarachas de alcantarilla. El expropietario del Clover Lawn había adquirido un grimorio escrito en rumano de manos de una bruja durante un viaje luctuoso a Europa por el mar Negro. Lo colocó sobre uno de los tréboles negros en el piso. Al abrirlo, el aire se volvió aún más denso. La firma de un príncipe rumano se encontraba en la primera hoja. “Vlad Tepes Draculea 6 de septiembre de 1496”. El texto describía el ánimo sanguinario de un aficionado a la tortura y la muerte lenta. A medida que seguía ojeando el libro, percibió una voz lúgubre emergiendo de entre sus hojas amarillentas. “Deseo su alma”. Ángela comenzó a sollozar de miedo al verle los ojos endiablados; no podía creer que su marido estuviera bramando de ira mientras bebía la sangre del animal indefenso.

—¿¡Te has vuelto loco!? —exclamó la mujer consternada debido al asco.

Huyó perturbada del lugar antes de que aquella sanguinaria aberración la atacara. Llamó por teléfono al doctor Jacques. Del otro lado del auricular contestó una voz ronca:

—Residencia Williams. ¿Quién habla?

—¿Me podría comunicar con el doctor de manera urgente?

—El doctor se vio obligado a salir, ¿quiere dejarle algún recado?

—Mi esposo ha perdido la razón y necesito que… “Th-tu-tu-tu”.

—Hola, hola, señorita. ¿Está usted allí?

Los pensamientos del doctor vagaron por unos instantes mientras fumaba nervioso un puro en su sillón de piel, negándose a responder la llamada. Pensaba en el día en que la viuda le vendió la casa con el único requisito de que se deshiciera lo más pronto posible de ese endemoniado grimorio. Pero siendo un hombre de ciencia, rechazaba la creencia de vampiros o entidades sobrenaturales, además de que el alquiler le dejaba verdaderas ganancias monetarias. A pesar de ello, el tic-tac del reloj lo ahogaba poco a poco en el arrepentimiento.

Ahora la sencilla vida en Guadalajara con su confortable aislamiento había perdido sabor para él, consciente de que la señorita Ángela podía correr un peligro inminente. Sin dudarlo más, se dirigió a toda prisa en su coche a la antigua casa de trébol negro. No dejaba de lloviznar y, durante todo el camino, el vaivén de los limpiadores lo fue sumergiendo en la memoria:

 “Señor Jacques, aquí tiene las llaves de la casa. ¡Le advierto que no olvide quemar ese libro delirante!, antes de que siga causando más muertes como la de mi esposo e hijo. De ninguna forma desearía vivir con el miedo de ser la siguiente víctima de esta maldición”.     

Cuando llegó, observó que la mansión estaba en absoluta oscuridad. Abrió la rejilla principal esperando lo peor. Luego se trasladó al vestíbulo, en el que la puerta principal estaba entreabierta. Al encender la luz del pasillo, notó el suelo de mármol blanco ensangrentado, como si hubieran arrastrado un cuerpo por varios metros hacia el cuarto de huéspedes. Durante el pacto, el enajenado señor Owen se le agudizaron los sentidos y comenzó a experimentar recuerdos de tiempos oscuros e inherentes a la guerra: hombres empalados, aves rapaces volando sobre los muertos. Lamentos espeluznantes de personas quemadas. Perturbadores gritos de cuerpos retorciéndose en sufrimiento al ser enterrados vivos. El cuerpo de Ángela se encontraba inconsciente y tendido en el piso sobre la imagen de un trébol negro.

—¡Ofrezco esta víctima como ofrenda a cambio del poder y la inmortalidad, aceptarla con agrado! —decretó el señor Owen derramando la sangre espesa de la yegua sobre el rostro de Ángela. Después, cortó las muñecas de los brazos de su mujer con la misma espada corta que cercenó a la yegua, trazando con el líquido rojizo una estrella del diablo.

Las horas en la casa del trébol negro transcurrieron en una pesada atmósfera cargada de tensión y oscuridad. Jacques tenía que hacer algo y rápido con la conducta demencial de aquel hombre obsesionado con la sangre. El anciano se le abalanzó por la espalda. La fuerza de Owen era superior, y sus dedos torcidos de aquella bestia se deslizaron hacia la garganta, intentándole arrancar la yugular. Solo bastó un descuido para que el doctor le clavara el filoso objeto en la laringe. En segundos, el señor Owen se desangró hasta desplomarse sobre las escalinatas del vestíbulo con los ojos prominentes de sus órbitas.

El sol salía en el horizonte, rompiendo poco a poco el manto tenebroso de aquella negrura infinita llamada noche. El gallo cantó tres veces y la profecía se volvía a cumplir con las dos muertes de aquel matrimonio. En las calles de Jalisco corre un rumor; se dice que, en la casa del trébol negro, emana un néctar de sangre en sus paredes y se aparece la sonrisa infame de una criatura abominable asomándose por las ventanas, por cada rincón de la mansión Clover Lawn. 

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