Hace semanas que no nos detenemos, ni siquiera a pernoctar. Creo que seguimos en la carretera 85, que va a Nuevo Laredo. Dejamos la capital atrás, hace muchos días. Alrededor de nosotros solo hay desierto y desolación. La vieja Jeep Wagoner 1965 de papá es nuestro transporte y nuestro refugio.
Atrás vamos los pequeños Isaac y Ramón y yo. Adelante, papá al volante y mamá, que, aunque no le gusta mucho la obligación de ser el copiloto, ya está acostumbrada a hacerlo por decisión de papá. En la amplia cajuela posterior, llevamos todo tipo implementos para sobrevivir: unas carpas que usamos para instalar una gran tienda de campaña, una estufita a gas, cajas conteniendo trastos y despensa, maletas de ropa y otros enseres.
El panorama es agreste. Sólo podemos ver alrededor de nuestro auto: yucas, biznagas, arboles de Josué, grandes órganos y algunos matorrales. La arena es el paisaje eterno. Blanca y brillante, refleja los inclementes rayos del sol, encegueciéndonos. Solo las manchas de matorrales bajos interrumpen en algunas partes esa extensa blancura.
Hace tanto tiempo que se dio la gran debacle, que parece que ya olvidamos como era todo antes del colapso. Las ciudades se derrumbaron, La gente huyó al campo o al bosque y la naturaleza se adueñó de las grandes construcciones. En poco tiempo todo lo creado por el hombre se vio envuelto de enredaderas, altos pastos y vegetación salvaje.
Mi papá decidió tomar la camioneta y lo que se pudo recuperar de la casa y salimos a buscar un lugar donde poder establecernos para sobrevivir. Las ciudades ya no son aptas para la vida humana. Todo se contaminó en el gran colapso. Aún no se conoce con exactitud qué lo produjo, lo que sí se sabe es que causó un daño irreversible en todas las zonas de población humana, haciéndolas inhabitables.
Mamá está notablemente cansada y se queja a cada rato del bochornoso calor. Papá toma la decisión: vamos a para en cuanto encuentre un sitio adecuado, que al menos parezca seguro. En unos kilómetros encontramos una alta pared de roca, que podría servir de protección. Bajamos, armamos la carpa contra la pared y disponemos la estufita, los trastes, los pocos alimentos que tenemos y la zona donde dormiremos.
Isaac y Ramón no ayudan a armar el campamento. Solo juegan a corretearse de aquí a allá, riendo a grandes carcajadas y jalándose de la ropa. Mamá está de cuclillas, junto a la improvisada cocina, tratando de preparar algunas viandas que sacien el hambre que tenemos todos. Papá salió a explorar la zona para asegurarse de que no corremos peligro. Yo, como el hijo mayor, me instalo en la posición del vigilante y protector de la familia.
Papá regresa en un rato, rifle en mano. Acomoda el arma en la pared de roca y se acerca a mamá. Escucho que hablan en voz baja. Los niños siguen jugando, ajenos a nosotros. El sol ya está metiéndose, escondiéndose tras dos grandes montañas. Todo se pinta de color naranja. Papá me pide que lo ayude a hacer una fogata con unos poco de trozos de madera que traemos en la wagoner.
La fogata compite con el trozo de sol que aún no se esconde. La temperatura ha empezado a descender y se siente una agradable brisa. Mamá nos llama, es hora de comer algo. Tenemos un poco de sopa diluida que contiene vegetales y pollo, Una de las últimas latas que quedan en la despensa. Todos tomamos un trozo del pan de trigo que aún sobrevive y nos turnamos para beber de la cantimplora de acero inoxidable, forrada de tela color caqui. Nuestras reservas de agua llegan a sus mínimos Tenemos que encontrar otra fuente del líquido, pronto.
Después de comer, mamá se tiende sobre las colchonetas, está fatigada. Papá se queda sentado frente a mí. Los gemelos ya se han ido más allá de la carpa, llevando una ramita que tomaron de la fogata aun encendida, a manera de vela.
Papá está callado. Se limpia la frente con su pañuelo, con una expresión de fastidio. Yo lo miro y trato de sonreír. Hago mi mejor esfuerzo. Él contesta a mi esfuerzo con una extraña mueca y se levanta. “Tenemos que cruzar la frontera pronto, me dice sin mirarme” Se queda callado. Yo asiento con la cabeza sin saber qué agregar. “Esa será nuestra única salvación, hijo”.
Me voy a dormir. Sé que papá se quedará como todas las noches haciendo la ronda. Por la madrugada, cuando el frío arrecie, vendrá a echarse sobra la colchoneta al lado de nosotros. Por la noche la luna es la única luz que nos permite ver a nuestro alrededor. Se escuchan muchos ruidos, el crepitar de la fogata, los insectos que nos rodean y allá a lo lejos, los aullidos de los coyotes. Por fortuna no están cerca de nosotros.
Cuando despierto aún es de noche. Al frente de nosotros hay cuatro extraños, que nos apuntan con viejos rifles. Los extraños no dicen nada. Papa y mamá ya están despiertos. Los últimos en reaccionar son los gemelos, que abren los ojos con dificultad. Se abrazan a mamá, con una mueca de terror. Yo trato de permanecer calmado. Los hombres nos observan a través de las mirillas de sus escopetas.
Papá rompe el silencio increpándolos: “¿Quiénes son y que quieren?” Los hombres, sin dejar de apuntarnos se miran entre sí con una risilla en el rostro. “No importa quiénes somos, lo que importa es qué queremos”. Dice el que parece ser el líder. Yo estoy parado al lado de papá, apretando los puños. “Nosotros no queremos problemas con nadie. Vamos a la frontera, solo nos detuvimos a descansar”, dice mi padre con una asombrosa calma. Mi padre y yo damos frente a los asaltantes. Atrás, mamá protege con su cuerpo a los gemelos.
De pronto y sin explicación alguna, una ráfaga de balas que viene desde atrás y al lado de nosotros, dan en el pecho, la cabeza y el vientre de los forajidos. Estos caen abruptamente al suelo, salpicándonos de sangre de pies a cabeza. Alcanzo a girar la cabeza hacia atrás y veo a Ramón, rifle en mano, apuntando aún hacia los extraños. Su cara es de odio. Ya no es un niño. Parece haber cambiado en su expresión y su fisonomía en unos minutos. Deja caer el rifle al suelo y camina, tambaleándose hasta donde estamos nosotros. Yo lo abrazo. Papá está igual de sorprendido que yo. Mamá lloriquea desde su lugar. Isaac tiene los ojos desmesuradamente abiertos.
Papá solo alcanza a decir. “Hijo, ayúdame a arrastrar estos cadáveres, tenemos que sacarlos de aquí. Vamos a echar arena sobre la sangre y a cambiarnos de ropa”. Juntos arrastramos a los muertos de pies y manos hasta atrás de un gigantesco órgano. Guardamos sus armas en la camioneta. Mamá se levanta y empieza a echar arena sobre la sangre derramada, con la ayuda de una pala. Los niños están por ahí jugando nuevamente a corretearse. Antes de que amanezca, estamos de nuevo sobre la carretera 85. Sanos y salvos, pero de alguna manera, ya no somos los mismos…
Luis G Torres nació en la CDMX, hoy avecindado en Cuernavaca Morelos desde hace años. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Ha participado en cursos y talleres de cuento con Frida Varinia, Daniel Zetina, Miguel Lupián, Alexander Devenir, Gerardo H. Porcayo, Roberto Abad, Efraim Blanco y otros. Ha publicado en una treintena de revistas electrónicas. Otros cuentos están incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas. En 2021 publico en INFINITA su primer libro: Pequeños Paraísos perdidos, y el año de 2022 Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. En febrero del 2023 presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello de Infinita. En enero de 2024 presentó su más reciente libro de cuentos, titulado OMINOSO (En editorial Lengua de Diablo). Colabora activamente en la revista LETRAS INSOMNES.