Juan Aldama 119

Para mi hermano René

El infinito no puede renunciar a su infinitud…

Mi padre, que fue un gran aficionado a la música decidió que cuando sus dos hijos cumplieran seis años sería el mejor momento para entrar a tomar lecciones de piano. De esa manera, los lenguajes de la música y el de la comunicación escrita se incorporarían naturalmente en nuestras cabezas infantiles. Mi hermano Rafael entró un año antes que yo al estudio, así que yo sentía muchas ansias de empezarlo también. La casa del maestro Pliego estaba en Juan Aldama, una calle cercana al centro de Toluca, y nosotros vivíamos sobre la misma calle, a dos o tres casas de distancia. Por eso podíamos ir cada tarde a ensayar en los pianos verticales y los lunes a dar la lección.

La casona era muy grande, de varios pisos y además tenía un sótano al que nunca había podido entrar. El conjunto era viejo y sólido, con varios pisos, había pasillos enormes llenos de macetas de esas que tienen pedacería de platos cerámicos y plantas de sol y de sombra.  La parte que mejor conocíamos era la que correspondía a la escuela de música, taller de carpintería y taller de pianos. La primera era una gran sala con chimenea, y un piano negro de media cola, donde abundaban sillones, mesitas y partes de instrumentos, que el maestro Pliego construía y reparaba. Después estaban las salitas de estudio, que eran dos, con dos pianos verticales cubiertos por mantelitos tejidos o por paños verdes y al final, su estudio, donde se daba la lección, era el piano más hermoso de todos y el que sonaba mejor. Más allá, estaba la casa de la familia Pliego, en dos pisos, llena de muebles, vitrinas y objetos antiguos y fascinantes. La cocina rebosaba de cosas interesantes, pero lo que más me impresionaba era un vitrolero, donde se producía vinagre con un gran hongo de masa parduzca.

Cada día de la semana íbamos con mi madre a ensayar a la Academia. Ella se sentaba con la señora Luz, esposa del maestro a platicar, a veces tomando café y galletitas frente a la chimenea, mientras nosotros ensayábamos las lecciones del “Beyer”, el “Amigo de los niños”, “Las Escalas” o alguna piececita que estuviéramos poniendo para el festival anual de la Academia. Como niños, nos costaba trabajo concentrarnos y nos parábamos una y mil veces para ir al baño, a tomar agua o a distraernos con cualquier cosa. Mi mamá y la señora Pliego nos rogaban que ensayáramos, ofreciéndonos toda clase de premios por esa hora de estudios: frutas, galletas, bolillitos de mantequilla con mermelada de capulín, castañas asadas y otras delicias.

Dos o tres años después, no éramos sólo alumnos, sino amigos muy queridos de la familia. Quizás porque mi padre nos abandonó al siguiente año de que yo entre a estudiar, los señores Pliego arroparon a mi madre Constanza, invitándonos frecuentemente a comidas y fiestas familiares. Ya fuera de esos horarios de estudio, Rafael y yo pasábamos horas en esa casona, jugando con los nietos del maestro Pliego, recorriendo la casa o pateando pelotas en el patio. En la casa había varios trabajadores, pero al que ahora recuerdo es a Ezequiel, un joven de unos veintitantos años, moreno, delgado y serio que según recuerdo venia de Zinacantepec, Estado de México y era ayudante y aprendiz del maestro Pliego. Con él aprendía carpintería en general, pues hacían y barnizaban hermosos muebles de caoba y otras maderas, pero también desarmaba y arreglaba las maquinarias de los pianos. En su taller había una gran colección de palitos, martinetes y soportes en madera, recubiertos con paño verde y blanco, atados por cinturoncillos de piel muy fina.

En nuestros ratos de ocio seguíamos a Ezequiel por la casa, pidiéndole nos mostrara cosas o recovecos poco conocidos, arriba del piso del taller, en la azotea, o tras una escalera oscura. Recuerdo como si fuera hoy cuando nos platicó de un cuarto oscurísimo en el sótano de la casa, donde se guardaban muebles y chácharas y donde, según Ezequiel, sucedían cosas extraordinarias, difíciles de explicar. A mi nuca me gustaron los cuentos de espantos o terror, pero él nos dijo que no eran de esa índole, sino más bien fantásticos y maravillosos. Después de muchos días de insistirle, accedió a llevarnos a esa pieza, no sin antes jurar silencio y discreción absolutos.

Una tarde lluviosa en que todos estaban metidos en lo suyo, después de practicar piano, Rafael y yo nos deslizamos con Ezequiel al sótano, acompañados solo de una caja de fósforos. Arriba se escuchaban varios pianos en los que se tocaban al unísono distintas piezas y lecciones. Bajamos al frío sótano y poco a poco nos fuimos acostumbrando a la penumbra. Prendimos un cerillo y el entorno se iluminó, mostrándonos una puerta de comunicación a otra pieza más lúgubre aún. Rafael era muy fuerte y decidido, pero yo no lo era tanto y temblaba al caminar lentamente hacia el interior. Ezequiel nos señaló en silencio la nueva pieza, en la que se adivinaban muebles cubiertos por telas, cajas y artículos que colgaban del techo. Ya en el centro de la habitación había un pequeño sillón de dos brazos donde nos sentamos mi hermano y yo con miedo y excitación. Ezequiel prendió un nuevo fosforo y vimos que la pared de enfrente no estaba completamente repellada, y al fondo, sobre los ladrillos, se distinguía un triángulo pintado en negro dentro del que se encontraba un ojo de diseño muy sencillo.

Del triángulo salían líneas, como rayos de sol. Ezequiel nos pidió fijar la vista en él. El fosforo se apagó y no pudimos ver más, ni siquiera a él mismo. Yo escuchaba la respiración de Rafael y la mía, entrecortadas y rápidas. Pasaron unos segundos o unos minutos, y de repente, como si se prendiera una instalación luminosa, distinguimos que el triángulo se llenaba de luz y nos mostraba imágenes cada vez más nítidas.

Me aferré del brazo de mi hermano y ambos vimos fascinados como una larga sucesión de imágenes con sonidos pasaban frente a nosotros. La visión no se limitaba ya sólo al interior del triángulo, sino que se extendía por toda la habitación a 360 grados: escenas de campo en las que jinetes corrían en elegantes y hermosos corceles, grupos de púberes que formando rondas cantaban dulces melodías, ciudades que nunca habíamos visitado, ni siquiera visto en libros o en películas, exóticas y antiguas. ¡Ríos, mares y desiertos, inmensos, majestuosos, llenos de luz y energía! Los sonidos pasaban del ulular del viento, a piezas ejecutadas por grupos de cuerdas de cámara, acompañadas de algunos alientos.

En momentos las músicas se mezclaban y se formaba un sonido estremecedor. Otras veces oíamos orquestas inmensas acompañadas de coros ejecutando sinfonías o conciertos para instrumentos solistas, como piano, fagot o chelo. Voltee a ver a mi hermano y al igual que yo, abría unos ojos inmensos y lloraba muy quedito con la mano sobre la boca, sin poder dar total crédito a las bellezas que presenciábamos, oíamos y hasta sentíamos, pues había una suerte de sentido que nos permitía conocer las texturas, las temperaturas, los olores y aun los sabores de lo que mirábamos atónitos. Era como si voláramos por sobre el mundo, los océanos y los polos, descubriendo todo lo que se puede encontrar en un viaje así, pero también intuíamos que no eran imágenes solo del presente, sino del pasado, y quizás hasta del futuro.

De repente se nos venía la mar encima, con olas gigantescas y furiosas, llenas de blanca espuma, para convertirse después en un río ancho donde navegaban embarcaciones llenas de gente, mercaderías y aun de animales diversos en jaulas de palo. Una suerte de música antigua, con tambores y chirimías llenaba la habitación. Entonces hermosas escenas pastoriles nos dejaban atónitos. Los manzanos y los duraznos barridos por el viento dejaban caer algunas frutas al suelo cubierto de césped, o las columpiaban con fuerza en sus ramas.

Un cambio súbito y nos encontrábamos frente a un bosque de coníferas completamente nevado, donde apenas se alcanzaban a distinguir entre el blanco azuloso de la nieve, zorritos y conejos que se escondían del frío en huecos entre piedras y árboles caídos. Músicas festivas, himnos, canciones marciales, un poco de todo, mezclado pero inteligible. Y de pronto, estábamos bajo el mar, en el fondo submarino que rebozaba de algas y formaciones coralinas, cuajadas de pececitos y cangrejos azules, medusas rosas, pulpos y rayas atravesaban frente a nosotros, pero no nos causaban miedo alguno.

Todo se llenaba de un humo blanco y espeso y para cuando podíamos ver algo, estábamos en unas ruinas en la India, donde de una mole gigantesca de piedra se había tallado un templo de decenas de metros de altura y ancho, conteniendo imágenes de buda y otras de bailarinas y guerreros. Una música de flauta lo llenaba todo y un olor a especias nos inundaba del sabor de la canela, las pimientas, la cúrcuma, el cardamomo, el anís, el café y las hojas de curri. Otra ráfaga de viento y músicas celestiales…ahora vislumbramos la Europa medieval, donde grandes ciudades eran erigidas en piedra y madera, albergando actividades como talleres de herrería, molinos de harinas, rastros de sacrificio de chivos y bovinos más allá, talleres artesanales donde, se pintaba, se modelaba en arcilla, y se elaboraban obras artísticas.

Frente a nosotros apareció un torbellino muy grande que se comió todo para dejar frente a nosotros nuevas escenas, ahora de una selva espesa, tan espesa que apenas unas flechas de luz atravesaban desde las copas de los árboles para apenas tocar el suelo cubierto de maleza y hojas. Allí pudimos casi tocar muchas clases de aves de plumas multicolores y picos gigantes. También monos pequeños y de colas prensiles con las que se columpiaban de los árboles; jaguares, tapires, osos hormigueros, marmotas y pandas rojos se movían atropelladamente por entre nosotros.

Una música lejana como la que producen esos cuernos de madera muy largos nos hizo voltear para percatarnos de que ya estábamos en nuevas latitudes. Ahora las pirámides de América del sur se levantaban impactantes frente a nosotros. Hacía un viento frío y las llamas y guanacos caminaban despreocupados entre las construcciones de piedra y el pastizal. La música era muy sutil, como un charango y una flauta que a lo lejos hacían una melodía muy conocida para todos.

Recuerdo todo lo visto y sentido en el sótano de la casona de Juan Aldama 119 como algo muy vívido. Lo que no recuerdo bien es cómo y cuando salimos de ahí. Rafael y yo estábamos consternados, ebrios por los excesos, cansados del viaje, y un poco adormecidos. Lo que sí recuerdo que esa noche, ya en casa, mi hermano y yo decidimos no contarles a los adultos lo sucedido y efectivamente, jamás lo hicimos. Un poco por miedo a que no nos creyeran, un poco porque queríamos hacer de esa, una experiencia íntima, propia y hasta secreta.

De adulto decidí ir a visitar la antigua casa del centro de Toluca. Apenas llegué al frente del número 119 de la calle, me di cuenta de que esperé demasiado para hacerlo. La antigua casa fue tirada y en su lugar se construyó un edificio de modernos departamentos, de esos que ahora se erigen por doquier. Sentí una gran nostalgia y una pérdida tremenda. ¿Qué habrá sido del sótano de la casa y de la habitación que resguardaba el Delta Luminoso?

1 comentario

  1. Felicitaciones Luis. Despertar un lunes de inicio de clases y leer un cuento como el tuyo, transporta e invita a volver a ser niño y buscar esas cosas maravillosas que solo se vivieron un día. Fantasía que inspira!!!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *