Holothuria

Aquella noche el contramaestre soñó, como todas las demás noches después de zarpar, que yacía suspendido en el fondo del océano. Se vio de espaldas con una escafandra puesta, casi intacta, y un solo pie fijado al piso marino, el resto de él flotaba inmutable, a media luz. Sintió en sus oídos un apenas perceptible movimiento de agua chocando contra sus tímpanos, mientras veía girar su cuerpo con lentitud hasta dejarle de frente. Si acaso pudo distinguir algunos rasgos hasta saber que se trataba, en efecto, de él, pero lo que descubrió en ese rostro lo petrificó: sobre el lienzo de la piel verdosa a juego con la descomposición, en ausencia de los ojos se abrían dos ventanas negras de marcos roídos.

Sobre la arena se desparramaba un rastro excrementicio, sin duda, de un robusto animal marino. Las tiras largas de suciedad conducían en línea recta hacia una depresión, un hundimiento que parecía precipitarse al vacío. Al asomarse pudo contemplar a su tripulación: apilados y verdes, por igual vacíos. Cuando se arrodilló para intentar tocar a sus compañeros, un discreto movimiento lo detuvo, debajo de ellos algo más grande se movía: un cuerpo blando, vermiforme, cubierto de pequeñas costras marrón sobre un pellejo pálido, que se contraían con lentitud. El espectáculo, antes que horroroso era hipnótico: a la primera contracción la piel se puso por completo pálida, del verde flema más nauseabundo, a la segunda, una serie de anillos verdes violáceos empezaron a deslizarse de adentro hacia afuera, en patrones irregulares que aparecían y se ocultaban palpitantes.  

Aquello no se arrastraba en el piso, salía de él. Al abrir la boca unos dedos se retorcieron desde adentro, alargados como tentáculos emergieron para pasearse por encima de los marineros, palpando sus cuerpos macilentos, recorriendo sus posesiones, hasta subir y enredarse con calma en la mano del contramaestre. Sobre las puntas de aquellos viscosos dedos que parecían acariciarlo, pudo reconocer algo que le era familiar: sus ojos.

El contramaestre despertó confundido, respirando con dificultad. Se levantó para asegurarse de que seguía en el barco y examinó la cubierta. Hizo una pequeña inspección y regresó a los camarotes. Era tanto el bochorno en el ambiente de aquellos mares tropicales que la frente de sus compañeros brillaba de sudor, sin embargo, él se estremecía de frío. Se envolvió en unas  mantas y se recostó, intentando conciliar el sueño una vez más. A la mañana siguiente recaía sobre sus hombros tomar una decisión; con el mar en calma desde hacía unas semanas, resultaba urgente tocar puerto antes de agotar sus reservas, y tal parecía que en vez de avanzar, retrocedían.

Aquella nueva ruta comercial era ambiciosa, pero poco explorada, y el encargo especial por el que se habían aventurado a los mares del Caribe, era el flete más preciado de regreso a Europa. Sin mayores incidentes al inicio de su partida, las cosas parecían haber cambiado, poniendo a la tripulación inquieta. Uno de los marineros era sospechoso de portar viruela, pero las inusuales manchas que invadieron su cuerpo no parecían contagiosas y le habían brotado sólo hasta bien adentro en el mar. El hombre desvariaba y, luego de intentar cortarse los pedazos de carne con un pequeño cuchillo, terminó arrojándose por la borda. El evento había sido catalogado como un acto de locura, las tierras americanas estaban llenas de eso.

Con la parsimonia de un valeroso marinero se dispuso a olvidar todo sobresalto y cuando el sueño iba ganando terreno, un espasmo lo levantó y se giró hacia el filo de la cama. De su boca salió un alga, tan oblonga que tuvo que arrancarla con ambas manos. Sobrevino un buche de agua salada que se desbordó por su nariz y, sin poder gritar, el pánico lo invadió cuando sintió que en su garganta algo se arrastraba, contrayéndose con lentitud.

2 comentarios

  1. Me encantó
    Logras una atmósfera muy buena.

  2. Muchas gracias por tu apreciación, María Elena. Es muy significativa para mí. Un abrazo fuerte.

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