Flores en el desierto

El 16 de septiembre de 1999, un camionero se detuvo a la orilla de la carretera, apremiado por su vejiga. Estaba ansioso por regresar a casa y dejarse llevar por la bacanal sin tregua que rodeaba a la celebración de las fiestas patrias. Las fiestas de La Pampilla eran el destino tradicional de su familia y allí, en medio de las carpas de los visitantes y los toldos de los locales, un hombre podía perderse entre la música y la algarabía, el regocijo y el alcohol y ser feliz, olvidando por un momento el gris desencanto de una vida que no era lo que esperó. A su alrededor, el sol quemaba en lo alto y el sudor pegaba su camisa a su piel tostada por la exposición constante a los elementos. La vida del camionero es dura. Las carreteras del norte son largas y sinuosas y en medio del desierto, las únicas almas que acompañan a los conductores son aquellas que vagan sin descanso y que se aparecen brevemente ante los vivos, suplicando que no las olviden. Allí, en medio de ese paisaje lunar, no hay caseríos ni bosques, campos ni animales que amenicen el paisaje. La tierra y el cielo es todo lo que existe. Eso, y la soledad. La soledad, tan mala compañera como la arena, carcome la mente y el alma de quienes se aventuran a recorrer aquellas latitudes, arriesgando la vida y la sanidad del alma.

Él, como los demás, también se sentía muy solo. Las jornadas eran largas y los descansos muy pocos y extrañaba el calor de su mujer y la suavidad de un beso. Por eso, de vez en cuando, se dejaba tentar por las escasas mujeres que aparecían en la vera de la carretera pidiendo un aventón. La culpa le mordía la nuca cada vez que regresaba a casa, a los brazos de su esposa, pero, ¿qué más podía hacer? Estaba hecho de carne, después de todo… perdido en sus pensamientos (amenizados por el sonido intermitente del chorro contra las rocas), el conductor dejó que sus ojos vagaran por la inmensidad del desierto de Atacama. El suelo cubierto de arenisca y cal se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpido aquí y allá por algún peñasco desprendido de las montañas circundantes o un matojo grisáceo que se aferraba a la vida pese a las inclemencias del clima y lo agreste del sitio. El color verde era una vista tan extraña en aquellas latitudes que cuando su mirada se topó con una extraña planta creciendo entre las rocas, la extrañeza y el asombro se abrieron paso por su expresión.

Lo primero que llamaba la atención era el tamaño. El viento del desierto impide que las plantas crezcan y se alcen más que un par de centímetros de la tierra. Generalmente, los escasos árboles que crecían en los aún más escasos oasis repartidos en el territorio, no medían más de un metro y se caracterizaban por tener raíces muy fuertes y profundas. Esta extraña especie, sin embargo, parecía estar apenas sujeta a las rocas y se extendía hacia el cielo, frágil y orgullosa a la vez, por lo menos unos dos metros. Las hojas eran tiernas, de un vivo color verde jade que contrastaba brutalmente contra los tonos ocres y quemados del suelo. De entre sus hojas surgía un tallo largo y esbelto como la cintura de una quinceañera que se meneaba a impulsos del viento y lucía con orgullo un enorme botón a punto de florecer. El capullo, precioso y pesado, emitía un fuerte olor, dulce y empalagoso, como el perfume que usaba su mujer el día que la conoció.

El camionero, perplejo, cerró con prisas la cremallera del pantalón y se aventuró colina abajo, siguiendo el aroma como idiotizado. Por alguna razón, a sus ojos, la planta lucía como una mujer. Pese a la violencia del viento, el tallo se mecía suavemente, de modo casi sensual y le trajo el vago recuerdo de esas muchachas de risa alegre, caderas redondas y pechos orgullosos que colmaban las calles de Calama ofreciendo los placeres prohibidos que ocultaban entre las piernas a los mineros y viajeros de paso a cambio de un par de billetes ajados. El delicado verde de las hojas, largas y sinuosas, invitaba a tocarlas, a disfrutar de su lozanía y frescura, como un trago de agua fresca invitando a los viajeros a refrescarse en medio de su paso por el desierto más árido del mundo. Los pasos pesados del hombre resonaban contra las rocas y los guijarros crujían mientras arrastraba los pies hacia la planta con la camisa sacudida a impulsos del brutal viento del desierto. El mismo viento trajo consigo la suave melodía de una canción, un bolero añejo y gastado por los años que la vieja radio a pilas de su madre reproducía mientras él hacía las tareas de mala gana sobre la mesa de la cocina. “Dos gardenias para ti…”, entonó melodiosamente y los ojos del camionero se cubrieron de lágrimas. La flor ya no solo era una muchacha sinuosa e invitante, era el aroma a hogar de su esposa, el recuerdo de las tardes compartidas con su madre, la inocente mirada de su hija menor. Era todas las mujeres de su vida condensadas en una sola y milagrosa planta de hojas tiernas que lo llamaba, incesante.

Las distancias en el desierto son engañosas y para el momento en el que finalmente se encontró frente a la milagrosa aparición, el camionero cayó agotado de rodillas sobre el suelo empedrado, sin reparar en el dolor de los guijarros clavándose en su carne. Ni el dolor, ni el cansancio, ni el sudor empapando su cuerpo importaban ya, no cuando todo lo que buscó en la vida estaba frente a él: amor perfecto, incondicional y eterno. El aroma que lo envolvía estaba cargado de promesas y esperanzas; por fin la soledad que lo atormentaba desaparecería para siempre, eliminada de raíz por esa planta que ahora era una mujer, la mujer ideal que condensaba en una a todas las mujeres que amó y deseó a lo largo de su vida. Extasiado, alargó las manos hacia la planta, yendo al encuentro de sus hojas largas que se extendían hacia él, invitándolo a un abrazo mientras sus sépalos se abrían lentamente, revelando poco a poco el secreto que se escondía entre sus sépalos. Los pétalos, teñidos de un delicado rosa semejante a los suaves pliegues de una virgen se abrieron para él poco a poco, moviéndose en cámara lenta. La visión, maravillosa e hipnotizante, lo mantuvo congelado en su sitio, con los brazos en alto, esperando ansioso como un penitente esperando ascender al cielo. Los pétalos se separaron un poco más y el aroma se hizo tan intenso, que sus pantalones se humedecieron y su corazón se aceleró a tal punto que creyó que moriría. Por un segundo, todo fue perfecto. Celestial. Sublime.

Y entonces los pétalos terminaron por abrirse.

El interior de la flor se dejó ver al fin y los ojos del camionero, anegados de lágrimas de emoción, estuvieron a punto de escapar de sus órbitas cuando repararon en el cadáver putrefacto que se escondía en su interior. El dulce aroma que lo atrajo con tanta vehemencia, de pronto se convirtió en una peste tan insoportable que llenó su garganta de bilis amarga y cubrió su piel de sudor frío. El cuerpo, atado de pies y manos reposaba en el fondo del cáliz en posición fetal. Se hallaba un en avanzado estado de descomposición y estaba cubierto de larvas y apestosos efluvios de un horroroso color parduzco. El camionero, paralizado por el horror, observó entonces que entre los escasos mechones de cabello negro y largo que aún se aferraban al escaso tejido adherido al cráneo brillaba débilmente lo que parecía ser un trozo de cristal azul. Pronto notó que no era vidrio, sino que el símil de una piedra preciosa cortada en forma de mariposa. El vívido color resaltaba entre el horror de la muerte, y por alguna razón, se quedó con él. Algo en su cabeza comenzó a picar y a molestar; un recuerdo que se esforzaba por salir a la superficie entre tanto espanto e incredulidad. Su ceño se hundió mientras la imagen asomaba lentamente de entre las brumas de su inconsciente, devolviéndolo a una mañana helada del año anterior. Un balde de agua helada como el infierno cayó sobre su cabeza cuando recordó donde había visto ese prendedor antes.

Una sonrisa de dientes infantiles, llena de agradecimiento e inocencia se coló en su memoria y de pronto, todo tuvo sentido. La mariposa no fue la primera, pero tampoco sería la última. En esas soledades, las distancias son eternas y las mañanas heladas eran el momento perfecto para recoger colegialas solitarias que buscaban un aventón a la escuela junto a la carretera. La niña no debía tener más de trece o catorce años y el uniforme dejaba ver las piernas morenas y torneadas, firmes y suaves de su juventud incontenible. Ella se resistió, recordó. Lloró y llamó a su madre, rogándole que la dejara ir, jurando que no diría a nadie lo que pasó en la cabina de su camión. Pero él no dio pie atrás. La sepultó junto al camino, marcando el sitio con una pila de piedras para marcar el sitio. Con el tiempo, la carretera se llenó de pequeñas tumbas de piedra que lo acompañaban en la ruta y llenaban su soledad con los recuerdos de aquellos dulces encuentros que permanecerían para siempre en secreto.

Pero, como decía su madre, las mentiras tienen piernas cortas y nada bajo el sol permanece oculto por demasiado tiempo. Allí estaba ella, la mariposa, mostrándole con horrenda precisión las consecuencias de su locura. El miedo que le ocasionó el encuentro con el cadáver se transformó en terror puro cuando sus ojos se abrieron y se posaron en él, lechosos y tristes. El cadáver se movió de su capullo lentamente, las ataduras desprendiéndose con facilidad de sus muñecas esqueletizadas. Su primer impulso fue correr. Sin embargo, las raíces de la diabólica planta se movieron con más rapidez. Antes que pudiera siquiera procesar lo que ocurría, sus piernas se encontraron atadas de la misma forma en la que él ató a sus víctimas en el pasado y por más que jaloneó y peleó con ellas, no pudo liberarse. Por el contrario, mientras más luchaba, más se hundían las raíces en su carne, cortando y lacerando todo cuanto tenían a su paso. Sus gritos se perdieron en la soledad del desierto mientras que los restos de la pequeña mariposa extendían sus manos hacia él. El camionero dejó entonces de resistirse y sus ojos se encontraron con los de la muchacha. Su mirada se perdió en la negrura infinita que se encontraba en esas cuencas vacías y entonces vio lo que le esperaba. Oscuridad y dolor para siempre. Con un último rugido de impotencia e incredulidad, el hombre fue devorado por la flor. Todo lo que quedó de él fue un zapato seco por el sol y una larga, larguísima hilera de flores que brotaron junto al camino y llenaron la carretera con un aroma tan dulce que nadie podía resistir.

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