Cadmia deseaba ser madre. Tenía casi cuarenta años y ya lo había intentado todo: en una ocasión, enterró el cordón umbilical de un conejo en la maceta de la mandrágora. En otra, vertió su sangre menstrual en las raíces de un álamo del jardín. Pero nada funcionó.
Tampoco había encontrado un hombre leal y responsable con el cual formar una familia. Cuando se lamentaba de ello, sus amigas le decían: «Ni te cases, un marido es como tener un hijo más». Por lo visto, el azar determinaba quién sería madre y quién no. Algunas de sus amigas habrían deseado no serlo y hasta presumían de su negligencia: «Hoy me levanté tarde y ya no llevé a mi hijo a la escuela». Cadmia se quedaba sin opciones conforme pasaba el tiempo, pero su ansia persistía. Obedecía a algo más profundo que la presión social; era más bien el instinto de entregarse, incluso sacrificarse por otra vida.
Un día apareció un anuncio en Facebook que la cimbró por completo. Parecía dirigido a ella, como si el algoritmo burlón y funesto hubiese adivinado su afán por no extinguirse: «¿Tienes más de 35 años y quieres saber si aún eres fértil?». Cadmia no pudo resistir y abrió el cuestionario. Las preguntas se desplegaron. Cada una evocaba el dolor de la historia de su cuerpo: un ovario extirpado tras ser devorado por un quiste. Cicatrices. Ingesta de anticonceptivos. Náuseas. Senos hinchados en cada síndrome premenstrual.
Tras invertir el tiempo en una veintena de preguntas frías e intrusivas, Cadmia ansió recibir por fin el diagnóstico: sí o no seguía siendo fértil. Sí o no podría ser madre y sentir al huésped en su interior, alimentándose de su cuerpo. Pero la susodicha encuesta no arrojó un resultado decisivo. Si quería conocerlo debía agendar una cita en la clínica de fertilidad. Cadmia no vaciló.
Llegó puntual a la cita en un edificio bajo, discreto, cuyos ventanales reflejaban el follaje de los álamos. Las raíces asomaban en el césped recién cortado y fresco. Cadmia se registró en la recepción, aguardó unos minutos en la sala de espera y por fin entró al consultorio. En su impaciencia por conocer el resultado del cuestionario, no se percató de la ausencia de fotografías de bebés en los muros o de mujeres embarazadas acariciando sus vientres con ilusión maternal.
Una doctora de dientes amarillos le explicó: «Aquí en la clínica de Fertilidad Virtual no trabajamos con óvulos ni con espermas, pues hemos desarrollado un novedoso método de concepción que ya no depende del ciclo vital de dichas células. No podemos divulgar en qué consiste esta forma de fertilidad asistida, pero no se preocupe, usted quedará embarazada y dará a luz. Sólo tiene que escoger la fecha».
Cadmia se convenció. Era ahora o nunca. Faltaban unos cuantos meses para que cumpliera cuarenta años y no quería atravesar ese umbral sintiéndose desahuciada, sola, como una “mujer desecho” que sólo se había enfocado en su carrera (y que ni siquiera había sido exitosa). La posibilidad de engendrar la entusiasmó con locura, así es que volvió pronto a la clínica para someterse a la fertilización.
No hubo sedantes. Dos enfermeras, una de ellas con gruesas verrugas en el cuello, le explicaron que necesitaba estar plenamente consciente y desnuda para el procedimiento. Esto último era imprescindible. Cadmia tembló, nerviosa, pero aceptó las condiciones. La acostaron en un sillón verde, semejante al que usan los dentistas. Filas infinitas de mosaicos blancos, relucientes, cubrían las paredes del cuarto. La fertilización sería rápida, advirtieron las enfermeras, y ajustaron a su cabeza unos lentes de realidad virtual. Cerraron la puerta.
Cadmia sentía un leve temblor en la quijada, en las manos. No lo podía controlar. Tenía frío y no podía ver nada. Nunca imaginó que concebiría así. Pero, ¿así cómo? Nadie le explicó el método con exactitud. Se movió inquieta, se arrepintió de no haber preguntado. Quiso levantarse del sillón, pero no tenía sentido de la orientación con ese aparato sobre sus ojos. Así es que se quedó inmóvil, expectante.
Una luz blanca se encendió al interior del visor. Ante Cadmia se desplegó poco a poco un paisaje, hasta que cobró forma una arboleda de álamos. Escuchó el canto de los pájaros entre el follaje. Los rayos de sol penetraban dorados entre las hojas. En el césped, los reflejos formaban una celosía de luces y sombras. A lo lejos se escuchaba el murmullo de un arroyo. Cadmia intentó avanzar hacia el sonido del agua, pero descubrió que tampoco podía moverse en ese mundo alterno. Sentía una presión en torno a sus tobillos; no podía ver qué la sujetaba. Forcejeó.
Entonces, algo se movió entre las copas de los álamos, como si hubiera despertado al sentir su temor. Se camuflaba entre el follaje, pero era evidente que la acechaba. Carecía de extremidades, de ojos. Jadeando, Cadmia intentó distinguir qué era aquello, pero sintió en el vientre la urgencia del miedo al no encontrarle forma. Su mandíbula tembló con más fuerza, incontrolable, hasta que se mordió la lengua.
Aquello se movió con lentitud, sabiéndose descubierto, y comenzó a arrastrarse por los troncos y las ramas de los árboles cuan grande era. Por momentos parecía encogerse, para luego expandirse y arrastrarse otra vez. Cadmia quería escapar. Comenzó a sentir que su cuerpo se sincronizaba con los movimientos del ser. Su piel se extendía y se comprimía, apretando sus órganos y sus huesos hasta casi asfixiarla. Era una ilusión, porque sus tobillos seguían sujetos con fuerza entre la tierra, mas no por ello resultaba menos angustiante. No podía gritar, no podía moverse. El ser estaba a punto de tocarla. Cerró los ojos, apretó los puños. Se irguió ante ella ávido, bestial. Pero en el instante en que debió recibir el impacto, Cadmia sintió más bien que la cosa la atravesaba.
Tres semanas después, la clínica de Fertilidad Virtual confirmó el embarazo. El ultrasonido mostró un germen amorfo, vivo, ansioso por brotar.
Al año siguiente del procedimiento, Cadmia se encontró con una de sus amigas. Ésta le reclamó: «¡Cómo eres! No nos has presentado a tu bebita, aunque nunca me pierdo las fotos que publicas de ella. ¡Está divina!»
Cadmia sonrió; esas fotos las robaba de un perfil de Instagram. Su verdadero retoño, suyo al fin, se enredaba en sus huesos, anidaba entre sus órganos, reptaba por sus venas. Uno de sus brotes asomaba ya por el ombligo de Cadmia. Pronto germinaría hacia la luz y reventaría la piel de su madre, así como destrozan la tierra las raíces de los álamos.
Georgina Mexía-Amador es escritora y tallerista de creación literaria. Originaria de la ciudad de México, actualmente vive en Tlaxcala. Ama subir montañas, comer tacos y quesadillas sin queso, bailar cumbia y tomar pulque. Ha publicado novela, cuento y poesía en distintos medios como Cuadrivio, Periódico de poesía de la UNAM, Revista Chile del Terror y Alas de cuervo.
Muchas felicitaciones a Georgina. Es un cuento que atrapa. Cada línea escrita tiene inmersa la nebulosa de misterio que lleva a la imaginación fantasiosa. Me encantó!!!
Muy bueno.
Un excelente tema el que elegiste, y una trama muy original con la incorporación de lo virtual. Me gustó mucho.