Había algo obsesivo en la forma en que Federico devoraba los libros de Sir Richard J. Evans. Sentado junto a la lámpara amarillenta de su habitación, el reloj en la pared marcaba las horas sin tregua, pero él apenas parpadeaba, sumergido en las páginas densas que desplegaban, una tras otra, las entrañas de un régimen que había cambiado el curso de la historia para siempre.
Comenzó con La Llegada del Tercer Reich. El relato de cómo una nación desmoronada tras la Primera Guerra Mundial cayó en las garras del nazismo lo arrastró hacia los detalles de una época donde el caos y la desesperanza abrían paso a figuras como Hitler. Evans describía la República de Weimar tambaleándose bajo el peso de la Gran Depresión, y Federico casi podía ver a los desempleados en las calles, a las mujeres que habían disfrutado de derechos recién adquiridos, ahora bajo la amenaza de un régimen que las relegaría de nuevo a la cocina y la maternidad.
“Lebensborn”, pensaba Federico, un programa macabro disfrazado de salvación nacional, donde las mujeres eran exaltadas por su capacidad de parir niños “arios”. El régimen las premiaba con la *Cruz de la Madre* por cada hijo, como si sus vientres fueran fábricas de la raza pura. La imagen de una mujer con varios hijos alineados, mostrando su cruz como si fuera un trofeo, se le quedó grabada. No podía dejar de pensar en los carteles de propaganda que exaltaban a las madres, mientras otras mujeres, menos visibles, sufrían en las sombras.
Pasó al siguiente libro, El Tercer Reich en la Historia y la Memoria, con una mezcla de temor y fascinación. Federico ya sabía, antes de abrirlo, que los horrores del régimen no solo habían sido cometidos por figuras masculinas. Evans se lo confirmó con datos precisos y testimonios olvidados: las mujeres, en muchas ocasiones, no solo fueron víctimas. Secretarias en campos de concentración, como las que tipeaban los nombres de los condenados, frías y eficientes, estaban tan atrapadas en el sistema como los soldados de las SS que ejecutaban las órdenes. Federico dejó el libro por un momento, mirando su reflejo en la ventana, preguntándose cómo habría sido vivir en ese mundo, tan cerca del abismo, con el silencio como única opción.
Krupp, Volkswagen… Las empresas que hoy parecían tan normales, símbolos del progreso industrial, estaban manchadas de complicidad. Federico se estremecía al pensar en cómo el trabajo forzado había sido un engranaje en la máquina nazi, y cómo, después de la guerra, todo se había encubierto, reescrito. Las mujeres, de nuevo, no eran invisibles: estaban en las fábricas, mantenían en marcha la maquinaria mientras los hombres luchaban en el frente. Pero ¿eran conscientes? ¿O se limitaban a obedecer, sin preguntar demasiado? Las líneas entre víctima y verdugo se difuminaban, y Federico lo sentía en cada página.
Finalmente, llegó al tercer tomo, El Tercer Reich en Guerra. Aquí, las sombras se alargaban. El régimen, radicalizado, había desatado el infierno en Europa. Federico leía sobre la brutalidad en el Frente Oriental, sobre la aniquilación de millones, y no podía evitar pensar en las mujeres que, ahora sí, habían sido llamadas a tomar parte activa en el esfuerzo bélico. Las fábricas de armamento, las oficinas de guerra, incluso en la defensa civil. Eran muchas más que antes, pero el régimen seguía insistiendo en que su mayor deber era el de madres.
Esa imagen, siempre, se repetía: la mujer que trabaja con las manos, pero que está destinada a criar con el vientre. Y mientras el mundo caía en pedazos, esa tensión entre lo que el régimen exigía y lo que la guerra imponía se hacía cada vez más evidente. Federico leía cómo, en 1944, muchas de esas mujeres que habían sido amas de casa, terminaron ensamblando armas, patrullando ciudades bombardeadas, luchando por mantener una vida que ya no les pertenecía.
El reloj marcó las dos de la mañana. Federico cerró el libro, sus manos temblaban levemente. Sabía mucho más ahora de lo que había sabido antes, no solo sobre la maquinaria nazi, sino sobre el papel que las mujeres habían jugado en esa tragedia. Algunas, convertidas en símbolos del horror, otras, simplemente, atrapadas en una red que no podían romper.
Miró la oscuridad afuera, imaginando cómo aquellos años, aquellos mismos gestos de miedo, poder y obediencia, habían marcado para siempre las vidas de miles de personas. Y pensó en cómo, al igual que entonces, la historia seguía siendo escrita por aquellos que lograban sobrevivir, que callaban lo suficiente para no perecer, pero nunca para olvidar.
Federico sabía que había más que aprender, pero también entendió que, como las mujeres en los libros de Richard J. Evans, era imposible escapar del peso de la historia que aún latía, como un espectro, en cada palabra.
José Carlos Reyes Pérez (Ciudad de México, 1987) es historiador y amante de la literatura, estudió en la UAM-Iztapalapa y sus posgrados dedicados a Clío en el CIDE. Su trabajo se centra en la historia editorial del siglo XX y la cultura escrita. Incursiona en la literatura por “mente del mono” cómo dirían los budistas.