Extraño en el paraíso

Take my hand, I’m a stranger in paradise…

Al pasar por la puerta principal te encontrarás en un pasillo amplio que desemboca en un primer patio, este y el pasillo se encuentran separados por un tubo metálico que está empotrado a las paredes como a metro y medio de altura y una cortina rojo chillante que casi toca el piso. Sin cruzar la frontera mirarás hacia el interior del patio, está rodeado de habitaciones, casi todas las puertas abiertas de par en par, en una y otra puerta hay mujeres recargadas en el umbral mirando distraídamente hacia el interior de las habitaciones, o al cielo, aunque con el rabillo del ojo ninguna perderá detalle de quien las mira. Arriba de la primera puerta que se encentra por el lado izquierdo encontrarás una inscripción casi borrada por el tiempo, en letras rojas y deformes que dice “administración”. La puerta está cerrada, las paredes tienen un color impreciso como de antiguo blanco. En dos puertas contiguas alcanzarás a ver dos sillones de un juego de sala estampado en colores ocre casi saliendo del límite del cuarto y en ellos dos mujeres de mediana edad, una de ellas viste un tanto estrafalaria, blusa de encajes rojos y faldón amplio de un negro comido por el sol, medias oscuras grabadas y zapatillas rojas de tacón. Voltearás hacia el penúltimo cuarto que se encuentra contando por la derecha. Una joven te estará mirando a los ojos, volverá a clavar la mirada en el vacío en cuanto se percata de que la observas, la cubre una playera larga de color azul rey ajustada una cuarta debajo de la cadera por un resorte ancho de punto, medias color carne, zapatillas blancas, collar largo de cuentas de colores, exceso de pintura sobre los párpados, mejillas y labios.

El aspecto que presentará la casa es de abandono y desorden, justo al frente de ti verás una escalera ancha, que bifurcándose conduce a los pasillos del piso superior. Dos hombres entrarán a la casa después de ti, se detendrán al lado opuesto del pasillo y mirando a las mujeres se murmurarán algo al oído. De buen humor te decidirás a agacharte un poco y cruzar bajo el tubo que sostiene la cortina, apartándola con la mano derecha, caminarás despacio por el centro del patio dejando atrás a los recién llegados, como si algo te impulsara en esa dirección. Las Toreras te mirarán con cierto disimulo, esperando tu elección. Por el barandal del piso superior se asomará un hombre de pelo lacio y oscuro, fijará la vista en ti como inquiriéndote, pero continuarás caminando hasta llegar a la puerta que se encuentra justo detrás de las escaleras, como si ya de antemano supieras el sitio exacto al que te dirigías. La puerta de dos hojas está ligeramente abierta y aprovechando que las mujeres de la entrada se ocupan en mirar a los recién llegados que se acercan a los cuartos y se han olvidado de tu presencia, te atreverás a empujarla suavemente colándote al interior y volverás a cerrar las puertas a tus espaldas.

El cuarto estará oscuro, preguntarás de pie en voz queda y vacilante si alguien se encuentra en la habitación, pero solo habrá silencio. El lugar se siente frío, casi lúgubre, tus ojos se acostumbrarán poco a poco a la penumbra y distinguirás entonces el mobiliario que te rodea: al fondo se encuentra una gran cama de latón dorada con su mesita de noche, un tocador con luna y banco y, separada por un biombo de tres hojas, una salita de estar compuesta por tres sillones, uno de varias plazas y dos individuales. Hacia la entrada hay una mesa redonda con sillas de respaldo oval y una pequeña cómoda.

Venciendo una extraña sensación que recién percibes dentro de ti, avanzarás a la cama. Sobre la mesita de noche hay un quinqué de diáfano con base de porcelana floreada, lo encenderás sacando unos cerillos de la bolsa de tu pantalón, la claridad que produce la llama te permitirá apreciar mejor la habitación en su conjunto, en la pared del fondo habrá un ventanal cubierto por una pesada cortina de brocado color oro, a unos pasos de la cama, encontrarás un mueble de madera sobre el que hay un gramófono, extrañamente un disco de pasta de 78 rpm girará sobre el aparato. Colocarás el brazo de la aguja en el disco, escucharás el escrach fuerte en un principio y más ligero al dar comienzo la música, entonces oirás las voces de dos mujeres que cantan al unísono una canción dulce y melodiosa: Sabor de fruta verde, de fruta que se muerde y deja un agridulce de perversidad… mirarás hacia la pared de la izquierda y encontrarás al centro, enmarcado en madera grabada y terciopelo azul índigo el retrato al óleo de una mujer, su rostro es pálido, contrastando con la boca menuda y carmín y un par de ojos oscuros y profundos bajo las cejas arqueadas. Sobre el cuello perfecto cae un collar de perlas que descansa sobre el vestido de seda negro. Las manos se toman delicadamente sobre el pecho, sosteniendo una flor artificial.

En la expresión de esta bella mujer hay un tanto de coquetería y pudor, casi un gesto de altanería e infantil inocencia a la vez. Boca de chavala, boquita que reza, pero que, si besa, se vuelve mala mala… Una inquietud creciente te turbará hasta hacerte dejar de mirar la pintura. Entonces girarás hasta percatarte de un detalle que hasta entonces habías ignorado. Sobre la pared del lado derecho habrá una puerta cerrada que probablemente conduce a una segunda habitación, una corriente helada te atravesará, haciéndote estremecer y abrazarte con tus propias extremidades por un momento…Sabor de fruta verde, de fruta que se muerde, de carne de manzana del bien y del mal, yo tengo la culpa de que tú seas mala, boquita de chavala que yo enseñé a besar…

La pieza terminará y te dirigirás al gramófono, te detendrás entonces frente al tocador de estilo francés y sobre la luna encontrarás prendidas algunas fotografías y tarjetas postales, colgando por el extremo derecho, varios collares de perlas o cuentas cuelgan también algunas postales son fotografías de Chela Padilla, Lupe Vélez y Mimí Derba, como podrás leer al pie de ellas. Una que no tiene nombre te llamará la atención particularmente y la tomarás para verla de más cerca: una mujer sentada en un banco cruza el tobillo derecho sobre la rodilla contraria, mostrando sus espléndidas piernas. Viste un modelo de teatro corto y escotado al frente. El índice de la mano izquierda se posa sobre la mejilla del mismo lado, le corona un turbante blanco que deja asomar un rizo sobre la frente y una pluma en el tocado. La expresión de la diva muestra alegría e incitante desprotección. Sobre la superficie del tocador habrá un portarretratos entre pomos de cremas, frascos de cristal, cepillos y polveras.

Al tomarlo entre las manos, sentirás con mayor precisión la sensación extraña que parte de las plantas de los pies, recorre tu cuerpo hasta las sienes y volviendo a bajar por los brazos llega a las yemas de los dedos, de manera apenas perceptible. En esa fotografía aparece la misma mujer del óleo abrazada por un hombre apuesto y sonriente. Sobre la esquina inferior derecha encontrarás una dedicatoria: En mi jardín crecía una bella estatua. La juzgué mármol y era carne viva…Tu Manuel. Ocho octubre de 1929. Al dejar el portarretratos en su lugar, percibirás el sonido de una puerta que se cierra lentamente. Girarás despacio para encontrarte frente a Ella. Aunque entonces te sorprenda, no sentirás miedo. No podrás articular palabra alguna, pero permanecerás sereno mirándola.


—Te esperaba —te dirá sugerentemente.
Aunque intentarás responderle algo, ella se te adelantará:
—No digas nada, siéntate, por favor.

Es una mujer sumamente atractiva, lleva el pelo rizado y corto y sus labios son pequeños, de un rojo encendido, al sonreír deja ver una dentadura impecable que brilla en la penumbra de quinqué de porcelana floreada. Lleva una bata amplia en satín color crudo con aplicaciones de piel en cuello, puños y bolsas, calza botines calados negros. La seguirás hasta la salita y sin dejar de mirarla tomarás asiento en el sillón doble.


—¿Quieres tomar algo? Te pregunta mientras se dirige a una comodita de dónde sacará una botella de cristal cortado y dos vasos pequeños.
—Sí, lo que sea… alcanzarás a balbucear. Se sentará a tu lado ofreciéndote el vaso que tomarás titubeante viendo sus piernas perfectas.
—Nnno sé qué decir.
—Es mejor así —contestará.

Alzará su vaso al frente, brindando, antes de tomar un pequeño sorbo del licor al tiempo que te guiñe un ojo divertida. La imitarás fijando la vista en sus ojos grandes, tristes y expresivos, enmarcados por esas cejas arqueadas. Su cutis es lozano y pálido, sus manos blancas y afiladas. Ella te mirará sonriéndote, al tiempo que te entrega su vaso. Se levantará del sillón para dirigirse al gramófono, colocará otro disco sobre el plato giratorio, le dará cuerda al aparato poniendo la guja sobre el disco y te hará una señal invitándote a acercarte. Torpe y lentamente llegarás a su lado que ahora te extiende los brazos, la tomarás por la cintura girando al compás de la melodía. …I love you for sentimental reasons, I hope you do believe me, I’ll give you my heart… Se mirarán frente a frente. Ella es tan suave, tan etérea. ¿Dónde has visto esos ojos antes?

Bailarán y solo se detendrán para cambiar de disco…The falling leaves, drift by the window, the autumn leaves of red and gold…La cercanía con su cuerpo te proporcionará una sensación cálida, huele a violetas, nardos, rosas. Después de varias piezas se detendrán y tomándote de la mano te guiará hacia la recámara. Una vez frente a la cama se sentará en ella y te soltará de la mano, tú regresarás al mueblecito por los vasos de licor y desde ese sitio la verás despojándose de la bata de satín. Ahora solo la cubre un camisón corto del mismo material y color que la bata, que remata en encaje y unos delgados tirantes. La pequeña prenda denuncia un cuerpo voluptuoso, de caderas amplias, el busto redondo y firme, las piernas bien torneadas. Colocarás los vasos por ahí y bajando un poco la llama del quinqué te recostarás sobre la cama junto a ella.

Despertarás lentamente de tu sueño, en la semipenumbra del cuarto, ella estará junto a ti, durmiendo y cubierta por las sábanas hasta arriba del pecho. Su cabellera rizada contrasta con el blanco almidonado de las fundas de las almohadas, solo violado en su inmaculada extensión por dos iniciales bordadas en punto de cruz sobre el delicado algodón: “CM”. Te levantarás de la cama sigilosamente, te podrás una a una las prendas de vestir y caminando de puntillas te alejarás un poco de la cama, la mirarás otra vez embelesado, te dirigirás a la puerta de entrada, la abrirás y despidiéndote del cuarto con la mirada, saldrás al patio oscuro y mojado, lo cruzarás. El gran portón de madera estará cerrado y jalando el pestillo de metal lo abrirás y saldrás, perdiéndote por las calles de adoquín gris, encharcadas y frías, guiado únicamente por la débil penumbra que ofrecen las bombillas de algunos comercios y casas particulares.

Un día después volverás nervioso a donde Las Toreras, impaciente y confundido. Sin siquiera mirar a nadie, atravesarás la cortina y el amplio patio sembrado de mujeres, hasta la puerta que se encuentra detrás de las escaleras. Tocarás una y otra vez. Nadie atiende, una mujer desde la puerta más cercana te preguntará: “¿A quién busca?” Entonces te percatarás de que no sabes siquiera su nombre. La mujer que avanza hacia ti te dirá:


—En ese cuarto no vive nadie desde hace años, está abandonado, pero si busca compañía…“No puede ser, ¡yo estuve aquí la noche de ayer!”, pensarás para tus adentros.
—¿A quién buscaba? —exige.
No le contestarás.
—Es mejor que se vaya si no quiere que llame a alguien.
—¡Pero, señorita! —insistirás mirando la puerta de madera ahora infranqueablemente cerrada.
—Aquí no hay nadie, ya se lo dije —te dirá ya visiblemente molesta—. ¡Ramoooón! —el hombre de ayer se asomará por el barandal del piso superior:
—¿Qué quiere?
—Este señor que insiste…

Saldrás confundido y perturbado de la antigua casona. Regresarás otro día, preguntarás por la mujer que vive en el cuarto que está detrás de las escaleras. Hablarás directamente con Ramón cortésmente, pidiéndole que te dé algún informe. La respuesta será la misma que ayer. Por súplica tuya, el hombre sacará un manojo de llaves y abrirá el cuarto. Con incredulidad, comprobarás que el cuarto está vacío, completamente abandonado, huele a humedad y lo único que puede encontrarse dentro de él son unas cortinas gruesas y pesadas, raídas, pero de una tela parecida al brocado, descoloridas y polvosas.

Otras tardes frías y lluviosas volverás a la casa situada en el 743 de la 5 Sur, merodearás por ahí cabizbajo, frente a la gran puerta de madera labrada y te retirarás de allí perdiéndote entre las calles de adoquín. En alguna ocasión entrarás y aprovecharás que ninguna de Las Toreras se encuentra en el patio, ni frente a sus puertas, y te introducirás en la casa. Tocarás discretamente en aquella puerta de detrás de las escaleras, una y otra vez, sin jamás obtener respuesta alguna, pues las puertas de la casa de Celia Montalván, la gran vedette de los años veinte y treinta, no se volverán a abrir para ti nunca, ni quizás para nadie.

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