El vecino

Se asomó por la ventana y no pudo más que arrugar la nariz. Entre sus cejas se hizo más profundo el surco. No entendía a las personas. Caminaban por las calles como si nada, portando estúpidas sonrisas y pensando que la vida era maravillosa. Para él, no. Bajó las escaleras con cuidado, sus músculos le dolían cada día más y las articulaciones estaban muy rígidas. Su hija dormía en la recamara. No la despertaría en sábado.  

     Vivían en una ciudad tranquila y segura. Todo esto lo iba pensando al bajar. Tenía que salir a comprar víveres, ya quedaba poca comida. Le pesaba salir, ir al super y parecer un bicho raro. Se daba cuenta cómo la gente lo miraba por llevar su mascarilla y los guantes en las manos. Caminaba alejado de los demás por dos metros de distancia. El gel desinfectante era imprescindible, se lo ponía cada cinco minutos. 

     Era un hombre grande y gordo, como un gran oso. Su barba espesa y cabello largo le daban un aspecto desaliñado. Pero esto no le importaba. La cocina olía extraño. Ya las plantas del patio trasero estaban tan crecidas que esparcían un olor fuerte, pero no podía permitir que nadie entrara en su jardín a cortarlo y hacerlo el mismo era imposible. Siempre fue un hombre de trabajo mental, no físico. Tenía que pensar en algo porque ya se estaba convirtiendo en un problema tanta vegetación. Las arañas y los insectos comenzaban a aparecer con frecuencia.

   Puso a calentar el agua en la tetera. Se fue a sentar un rato en la sala, ahí estaba su esposa en ese retrato que la había captado tal cual era. Hermosa, inteligente, siempre sonriendo. No había soportado el encierro con él, se fue dejándolos tristes y jamás regresó. Murió intubada, sola, y no pudo decirle a su familia cuánto los amaba.

     Escuchó que tocaban la puerta, seguro era el molestoso de su vecino, pensó. No dejaba de ir todos los días para decirle que en la junta a la que no asistió, habían acordado que ya no aguantarían más. Tenía que mandar a chapear su frente, ya tanta hierba era imposible. Y además debía pintar su propiedad. Bien sabía él como llamaban a su casa: La casa de los Monsters. Malditos, pensaba. ¿Qué sabían ellos?

     Perder a su mujer, el amor de su vida. Su hija seguía sufriendo mucho su ausencia. Lo culpaba a él de todo. Ya lo había amenazado varias veces con abandonarlo. “Me iré pronto”, le gritaba. “Te dejaré solo en esta inmunda y sucia casa, que huela a basura y abandono”. Corría a encerrarse a su cuarto y después de un tiempo salía y lo abrazaba sollozando con fuerza.

     La tetera silbó y lo sacó de sus cavilaciones. Se levantó con dificultad y fue a prepararse un té. Al ir caminando, se dio cuenta del deterioro a su alrededor. Necesitaba limpieza profunda. Pero no podía hacer nada, nadie podía cruzar el umbral de su morada, y dejar dentro al Covid. Ya lo haría él. Puso dos tazas en la mesa y agregó agua. Había escuchado que su hija despertaba.

     Tanya tenía varios días con una actitud muy extraña. Su papá le había permitido regresar a la escuela con la promesa de que no se quitaría el cubrebocas. Al principio iba a recogerla, pero se daba cuenta de que a ella esto le provocaba mucha más ansiedad. Le daba pena que la vieran con él. No lo saludaba de beso, se subía al auto de inmediato y le pedía que arrancara. En todo el trayecto de regreso, ella no decía nada. Ya tenía mucho tiempo que solo cruzaban las palabras necesarias. Al llegar, se quitaba los zapatos y los depositaba en la caja de la entrada, como venían haciéndolo desde hacía más de cinco años, ya era vergonzoso. Su papá la rociaba con desinfectante por ambos lados del cuerpo, ella entraba y quitaba su ropa, que colocaba en un cesto y corría a bañarse. Se sentía agotada.

     Su hija apareció. Cargaba con una maleta y tenía la mirada extraviada, que intentaba esconder por un momento el amor que le tenía a su padre. Él la vio y se quedó congelado. Sus articulaciones se engarrotaron, como si supieran que no moverse era lo mejor. Me voy, dijo su hija con la agonía saliendo por las niñas de sus ojos. Quiero vivir.

     Él, no hizo nada. Era igual que su mamá, pensó. No entendían lo que sucedía con el mundo. No había acabado la pandemia, seguía muriendo la gente. La vida era mejor dentro de casa, más segura y tranquila. No necesitaban más. Afuera era un caos. Muchos autos, ruido, gente matándose por tenerlo todo. Seguía la intolerancia, el maltrato, los enojos. ¿Cómo no entendía su hija lo que trataba de evitarle? ¿Acaso eso era vivir?

     La puerta se cerró detrás de ella y él, cerró los ojos. Al abrirlos, una nueva telaraña, apareció ante su vista.

3 comentarios

  1. Pude sentir la angustia del protagonista y sientes aún más en lo que no dice el autor pero se deja entrever en las líneas del texto.

  2. Ufff!!!
    Que dolor tan inmenso queda después de una perdida, se pierden las proporciones de la realidad, se ofusca el pensamiento y se toman malas decisiones en nombre del amor.
    Felicidades por este cuento!!!

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