El secreto de Fidencia

“Al Divino Marqués”

            Omar Paolo

Ancianos, distinto sabor al de los niños, a los que prefiero, pero la “especialidad” son los recién nacidos. El sabor y la suavidad de su carne son inigualables, “los chiquitos” asintió con ternura Doña Fidencia.

Aunque, por ejemplo, los ojos de viejo en aceite de vinagre con ensalada de lechuga resultan exquisitos; lo añejo de la sangre, lo fresco de las verduras y unas gotas de limón ¡mmm! para chuparse los dedos, guiñó coquetamente un ojo Doña Fidencia.

Lo anterior -prosiguió la maciza y bien torneada anciana- acompañado de exquisitas “Nalgas al vino tinto”, que son –aclaró orgullosa de su buen paladar-, asientos de quinceañera… “el olor, apenas dispuestas en el plato, termina por vencer al más vegetariano”. Pero, pero, no pueden faltar como aperitivo los “arillos de ano” servidos entre queso, carne de cerdo y un buen mezcal.

Para culminar –sonrió pícara la doña- “pastel de tres leches” adornado con algunas rosadas tetitas. El secreto, amigo mío, contestó la refinada y salvaje mujer, se lo he de confesar a pregunta expresa que su amistad me exige, y por el honor que me proporciona su compañía. Pero –advirtió con cautela la mujer más conocida, temida y ambicionada de aquel pueblo- no tan deprisa, no tan deprisa.

Como usted sabe, en las bajas regiones meridianas de este país, el temperamento de hombres y mujeres se ve como en todo lugar, influido por las condiciones geográficas y el clima. No obstante, haber crecido aquí, entre lagunas, ríos y exuberante naturaleza, aunado al constante sometimiento de religiones y sectas, dio como resultado el correr en las venas de sus habitantes, de una sangre explosiva y sensual, oculta tras las puertas de todo templo.

Luego, levantando el adornado dedo índice hizo una seña, a la cual acudió una niña de unos dieciséis años, hasta la extensa mesa colocada a la mitad del bien cuidado y selvático jardín de aquel oculto y exuberante rancho, en donde había sido recibido aquella mañana el trashumante y temido General Tracote.

“La muchachita” llevaba en sus manos una canasta con frutas, que colocó en medio de los platillos que al principio de la charla exhibiera con tal candor Doña Fidencia.

El cabello de la criatura era negro y pesado, deslizándose como una cascada hasta sus pequeñas y formadas nalgas, que al tacto húmedo de su cuerpo bajo el breve vestido de manta, provocaran al general Tracote exclamar con emoción en voz alta “un culo exquisito”.  

Se quedó la niña de pie entre los dos excitados comensales, no pudiendo ocultar el temblor de sus rodillas ante las pupilas inquietas de Tracote.

Doña Fidencia fue señalando entonces con su alargado dedo cada una de las olorosas frutas ahí colocadas, diciendo con una voz fuerte e inquietante cada uno de sus nombres, como quien señalase de un cuerpo las partes: guanábanas, carambolas, plátano, anona y pitajaya.

El general, embriagado por lo que ante sus sentidos se presentaba y turbado por el sopor del ambiente, aunque más por la presencia de las dos mujeres, entrecerró los párpados para imaginar entre el coro del canto de las aves, “la jugosidad del coño de aquella doncella, abierto como una pitajaya”.

Así que, haciendo honor a su cargo y acostumbrado a ser obedecido, cogió por la cintura a la sorprendida indígena y levantando su manta bajó su enagua descubriendo su culo, dirigiéndolo hacia su miembro, el cual había dejado salir de su pantalón. Doña Fidencia ayudó a la niña a ensartarse –palabra por ella preferida- en la estaca del soldado que reía.

-Obedece cielito, obedece, le decía la doña mientras la niña se retorcía del dolor que le producía el desgarramiento de sus entrañas.

Luego, echándola de boca sobre la mesa, fue embestida por detrás, sintiendo sus frágiles senos herirse por los palillos que adornaran los “arillos de ano” mientras sus labios se amorataban debido a la asfixia que le producía su rostro embarrado en “el pastel de tres leches”.

Vuelta boca arriba el general reconquistó nuevamente su coño y al separarse de ésta, la sangre que corría por entre las piernas de la “mujercita” atrajo a Doña Fidencia como un escualo hambriento a lamerle la herida.

¡Coño, coño, coño! gritaba Doña Fidencia eufórica y arrebatada por ese “santo placer” que tanto invocaba. Mientras el General Tracote hacía a la niña con los ojos vueltos en blanco chuparle la verga hasta casi ahogarle, al tiempo que estrujaba con sus toscas manos acostumbradas a la guerra, las dos prominencias de carne ensangrentada que eran por senos de aquella.

¡Ahora, ahora! ¡Ahora viene el secreto! Gritó Fidencia. Y tomando un gran cuchillo al momento en que el general estaba a punto de eyacular en la boca de la víctima, encajó de un golpe una larga cuchillada por la hendidura de la agónica presa, quien lanzó un grito horrible entre llanto, los cuales como preparación de un brebaje extraño de lágrimas y sangre se vieron revueltos con el semen del General Tracote sobre la boca, cuello y estómago de la tierna desfalleciente.

Enseguida cortar, cortar, cortar, repetía Doña Fidencia extasiada de locura, encharcada entre chorros calientes de sangre, órganos y huesos, yendo del vientre al estómago y llegando hasta el cuello, mientras ésta estiraba aún suplicante sus brazos, rozando apenas con la punta de sus pequeños dedos la barba del general, ahogada entre sangre y líquidos, “tensa como una res”, pensó Tracote enfundando su “espada”.

Aquella noche la cena resultó aún más exquisita que la comida en el jardín, servida ahora por un muchacho, el cual por entre su calzón de manta, como bien observó entre bromas Tracote, escondía “un buen chorizo”.

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