El pacto

Vivo en un lugar apacible, donde las sombras de los cerros acarician las casas al caer la tarde. A mis oídos llega el rumor del río Yautepec. Mi vida transcurre plácida y sin complicaciones, pero hay un recuerdo que me inquieta. Nunca le he contado a nadie, lo que ocurrió hace años atrás. No importa si me creen o no, pero no quiero llevarme a la tumba esto que me carcome el alma. Yo sé que todos piensan que es solo una leyenda, que es invención de la gente, que son puros cuentos, pero uno no debe llevarse secretos a la tumba, y aunque ya estoy con un pie dentro de ella, quiero dejar este testimonio por escrito.

Lo escribo con mano temblorosa, no solo por el miedo que me da acordarme del suceso, sino porque a mi edad ya el pulso no es tan firme.  Era yo una muchachilla cuando ocurrió, nadie me lo contó, yo lo viví en carne propia. Solo de recordarlo se me hiela la sangre y las piernas me tiemblan.

Recuerdo que tenía yo once años, fui la abanderada durante las Fiestas Patrias en el año de 1957. Eso tampoco lo olvido, pues obtuve el primer lugar en mi escuela y el privilegio de portar la bandera mexicana. Mi madre se sentía orgullosa, quería darme la oportunidad de estudiar que ella no tuvo. Los terribles sucesos ocurrieron unos días después de estas fiestas.

Mi madre trabajaba como sirvienta en la casa de una señora adinerada. La señora María era conocida por su ambición desmedida. Su fama se extendía por toda la región debido a su riqueza inexplicable y a su misterioso pasado. Dicen que, en su juventud, era una persona humilde, de escasos recursos, pero con el paso de los años amasó una fortuna. La acumuló prestando dinero a rédito, siendo implacable con sus deudores. No le importaba que estos tuvieran que quedarse en la miseria para pagarle, mientras ella viviera en la opulencia.

La gente del pueblo murmuraba sobre el oscuro secreto de su riqueza. Ella ansiaba dinero y poder, pero no estaba dispuesta a esperar años para conseguirlos, a través del trabajo y del esfuerzo. Señalaban que, en un momento de desesperación, se atrevió a salir a medianoche y llegar a la encrucijada de los cuatro caminos. Allí, bajo el influjo de la luna llena, invocó al mismísimo diablo. Lanzó un conjuro a los vientos oscuros de la noche, pronunció las palabras prohibidas y trazó un círculo con sangre de cordero. Frente a ella apareció el diablo, vestido de sombras y de humo, con ojos que parecían reflejar el abismo.

 Cuentan que el diablo le ofreció un trato: tendría riquezas incalculables y poder sobre los hombres, a cambio, ella debía entregar su alma y su cuerpo al final de su vida. Ella, sin titubear, aceptó. Desde entonces, María prosperó, sus arcas se llenaron de monedas de oro, sus tierras se expandieron y sus propiedades aumentaron.

Mi madre hablaba poco sobre su trabajo y lo que ahí se decía o se hacía. Solo murmuraba: la señora María es una mujer atormentada, no es feliz a pesar de su formidable fortuna. La señora vivía sola en una casa antigua, una vecindad enorme en una de las principales calles del pueblo. El portón de hierro forjado tenía un letrero que decía «La mansión de los Cerros».

Una tarde, mi madre llegó a la casa con gran agitación. Me dijo: toma un chal y vámonos. La señora María, acaba de morir. Vamos a acompañarla en su velorio. Mi madre y las otras sirvientas la encontraron muerta sobre su cama, con los ojos abiertos, mirando fijamente al techo. Su piel estaba pálida como la luna y su cabello negro desmadejado sobre la almohada. 

Cuando llegamos a su casa había muy poca gente, solo unos cuantos sirvientes y algunos parientes. También se encontraba ahí un doctor. Un doctor joven que recién había regresado al pueblo a instalarse. Yo lo reconocí porque fue a la escuela a visitarnos y la maestra lo nombró: “El hijo predilecto del pueblo”. Si mal no recuerdo, su nombre era Sergio y tenía su consultorio en frente del zócalo, en la botica de los Cárdenas. Según nos informó Tachita, la sirvienta que más años llevaba trabajando con la señora, había venido para extender el certificado de defunción. Después de que salió el doctor, los parientes también se fueron. Iban a arreglar los papeles para sepultarla al día siguiente.

Nos quedamos unas cuantas personas, algunos vecinos y los sirvientes.  Los dolientes se arremolinaron alrededor del féretro cerrado. Con los rostros pálidos y las manos temblorosas, comenzaron a rezar el rosario. El aire estaba cargado de electricidad, las velas parpadeaban como si temieran la presencia de algo más allá de la muerte. Yo sentía que ese ambiente pesado me asfixiaba y me escabullí, me salí al corredor.  Me senté cerca de la entrada, entre unos matorrales, me acurruqué y empecé a dormitar.

Me despertó el relincho de caballos y el retumbo del trote sobre el empedrado. Se escuchaban las ruedas de una carreta que se acercaba. El sonido de los cascos se percibía cada vez más cerca. Ya era medianoche. ¿A quién, a esas horas de la noche, se le ocurre dar un paseo? — pensé.

Dicen que la curiosidad mató al gato, a mí no me mató, pero me marcó para siempre. La curiosidad pudo más que el miedo y me acerqué al portón. Vi aparecer un carruaje tirado por cuatro caballos negros, tenían los ojos rojos, resplandecientes, y sus cascos sacaban chispas. Sentado al frente, venía un hombre todo vestido de negro. Tenía la cara blanca y alargada y sus ojos encendidos reflejaban las llamas del infierno. Cuando movió las manos para tirar de las riendas, vi sus dedos espantosamente largos, que terminaban en uñas largas, como garras amarillas.  La carreta se paró frente al portón de la casa.

Lo primero que entró fue un viento negro que apagó todas las velas. Todo quedó completamente a oscuras y un olor peculiar, como cerillos quemados, invadió el lugar. Por toda la casa se extendió un silencio sepulcral. Los pelos de los brazos se me erizaron. La respiración se me ahogó en la garganta. El corazón, como caballo desbocado, me retumbaba en el pecho. Un frío siniestro me envolvió dejándome paralizada.

Se oyó de nuevo el relinchar de los caballos. En seguida, el sonido de los cascos y de la carreta comenzó a alejarse del lugar. El aullido de los perros se escuchó en las calles solitarias, era como el lamento lúgubre de la noche en ese trance infernal.

Cuando alguien pudo reaccionar, prendió las velas. Los gritos de Tachita sorprendieron a todos: ¡Está abierto, el féretro está abierto! Los murmullos se elevaron como si mil abejas aletearan alrededor. Los presentes se acercaron horrorizados. Algunos murmuraban oraciones, otros se persignaban. Alguien exclamó: ¡está vacío!

Lo que vimos nos dejó a todos sin aliento. En lugar del cuerpo de doña María, el interior del ataúd estaba lleno de piedras negras y brillantes. Cada una parecía contener un mensaje, era como una advertencia para aquellos que buscan la fortuna por medios oscuros. Los presentes retrocedieron, no podían entender cómo un cuerpo podía desaparecer sin dejar rastro. Algunos creían que era obra de fuerzas oscuras o sobrenaturales. Solo Tachita tuvo la valentía de acercarse y cerrar la tapa del féretro.

Al día siguiente los hombres más fuertes se adelantaron, sus manos aferraron las asas del ataúd, con gran esfuerzo lo levantaron. Las piedras debían pesar mucho, porque tuvieron que cambiar varias veces de manos para trasladarlo al panteón del Barrio de Rancho Nuevo. Después de que la sepultaron, se desataron los rumores, la gente murmuraba sobre brujería y maldiciones. Hicieron comentarios acerca de que María había hecho un pacto con el diablo, y que este había venido a reclamar su cuerpo y su alma.

En la primera sección del camposanto, hay una tumba de cantera blanca con un epitafio que dice: “Su larga vida estuvo llena de virtudes, que nunca olvidaremos. Esta tumba guarda tu cuerpo, Dios, tu alma y nosotros tu recuerdo”.

2 comentarios

  1. Felicidades, Marthita. Atrapa tu cuento lleno de misterio!!

  2. Una historia que cobra vida con las leyendas que se transmiten de una generación a otra; de recuerdos de infancia que buscan saltar a la hoja en blanco para perpetuarse a través de la lectura y de la piel erizada en quien lee.
    Muy buen texto, Martha.

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