El monumento a las extremidades ilustres

 No hay duda de que toda nación se conforma por tener héroes mutilados. Sin esta premisa es imposible entender el siglo XIX y XX mexicano. Tres presidentes se han visto en esa penosa circunstancia. Es improbable que todo individuo que vio despedazar su brazo o su pierna por una granada no experimentó una singular nostalgia por el miembro perdido. No en balde se han consagrado monumentos donde se rinde culto a nuestra patria de lisiados. Cabe hacerse la pregunta si la trascendencia de un país se puede medir según el número de extremidades enterradas en los camposantos. No en conserva, no con un afán científico, sino simplemente con la finalidad de honrar un brazo o una pierna perdida o despedazada en combate. Nadie dudará que la relación trazada entre un miembro amputado con su legítimo dueño pueda ser semejante a la del vástago con su padre. Rebasando linderos cercanos al idilio amoroso. Recordemos la máxima de Ibargüengoitia en el artículo titulado Revitalización de los héroes: “Si la historia de México que se enseña es aburrida, no es por culpa de los acontecimientos, que son variados y muy interesantes, sino porque a los que le confeccionaron no les interesaba tanto presentar el pasado, como justificar el presente”.

Siguiendo este punto, no sería descabellado formular como propuesta para la Secretaría de Educación Pública, la idea de llevar a cabo monografías a color donde se presenten las extremidades perdidas en defensa de la patria, y que por sus méritos adquieran el denominativo de prominentes.

En ella podríamos encontrar el brazo de Álvaro Obregón, la pierna caída de Santa Anna y la de Manuel González, presidente mexicano que estuvo en el poder de 1880 a 1884, al que le debemos la instauración del sistema métrico decimal y el restablecimiento de las relaciones con Francia, dieciséis años después de la ruptura diplomática tras el fusilamiento de Maximiliano. Hay que decir esto, ya que no habrá sido fácil para Manuel González, presidente de México, estrechar la paz con la nación causante de su condición de manco.

Podríamos decir que la historia de México ha sido la de una nación de mutilados. Recordemos la manera en la que fue honrada con vítores, orquestas militares y presidida por una serie de generales ataviados por sombreros bicornios, uniformes azules con chaquetillas rojas y charreteras lanosas para la conmemoración luctuosa de la pierna izquierda de Antonio López de Santa Anna, perdida en las costas veracruzanas y posteriormente sepultada en el Panteón de Santa Paula en la actual colonia Guerrero, en el centro histórico de la Ciudad de México el veintisiete de septiembre de 1842. No sería descabellada la idea de darle a la pierna un cargo de ministra plenipotenciaria o volverla cónsul de México en Francia, tal cual realizó el tercer emperador romano Calígula, al querer nombrar cónsul a su caballo Incitato. La analogía cabe, si consideramos que tanto los romanos como los mongoles veían al caballo como una extremidad de su cuerpo.

En los retratos de estos ilustres personajes, normalmente ataviados con casacas militares, aparecen rostros adustos, frentes amplias, pero sin el más mínimo reparo en mostrar una sonrisa. Los gritos proferidos por su Alteza Serenísima tuvieron que haber sido atronadores a los oídos del cirujano militar Miguel José R. Carillo si pensamos que la amputación de la parte baja de su rodilla fue efectuada sin anestesia. De las filias y fobias de su pierna se sabe poco, pero es de sospechar que era la acompañante ideal de conciertos o banquetes, pese a las miradas de encono y celos proferidas por su esposa Inesita de la Paz quien murió repentinamente dos años después de la exhumación de la pierna a los treinta y tres años.

Se sabe de las arritmias y ojeras que antecedieron al entierro de su zanca. De los desvelos y el traqueteo de su pata de corcho al tocar el suelo de madera mientras daba vueltas alrededor de su estudio, arrastrado por la casi total locura, que fue mitigada por el obispo de México, quien le prometió no sólo una misa, sino también el bautizo de la misma, haciéndole creer con ello a Santa Anna con ello que evitaría ulteriores complicaciones administrativas capitaneadas por San Pedro, dándole pase directo al paraíso de las extremidades ilustres.

La pierna fue despedida con los honores conferidos a un ministro de Estado caído en la más heroica de las batallas, vitoreado por “el gran pueblo de México”. Quienes veían atónitos una carroza fúnebre con cristales laterales y adornada por elementos florales donde yacía un fémur embalsamado, cubierto por un velo blanco de seda muy delgada por donde los rayos del sol transparentaban la presencia de un pedazo de carne reseca. Dicen que Santa Anna lloró en esa ceremonia, que ni las loas ni los gritos de júbilo de la población lograron distraerlo de ver aquel carruaje que se alejaba.

De las obsesiones del general, aparte del azul cobalto, los gallos y de las interminables horas transcurridas en la sala de juegos, era la de estar siempre secundado por una banquillo abombado de terciopelo rojo donde dejaba descansar su pierna izquierda.

Se dice que durante la inauguración del entonces Gran Teatro de Santa Anna, la obra arquitectónica inaugurada en 1840 por el generalísimo y que lo llevaría a sobrevivir al paso del tiempo y a las infamias de sus detractores, estuvo permanentemente acompañado por su pierna. Ya en el balcón real destinado al dictador, posó en un banquillo cercano su zanca, que sin dilaciones había hecho embadurnar en aceites y que tras concluir el concierto expuso en brazos a la muchedumbre, que al verla no tardó en honrar con vítores y alabanzas.

El teatro, considerado por Santa Anna el antídoto idóneo que le permitiría no ser recordado como el hombre más odiado de México, sino como un hombre ilustrado, fue demolido en 1901 con la intención de prolongar la avenida 5 de Mayo. Aunque más bien este acto atroz se realizó para borrar todo vestigio que pudiera encumbrar, con el paso del tiempo, al once veces presidente de México.

En sus últimos años de vida, transcurridos en la pobreza, en una casona ubicada en la actual calle Bolívar del centro de la ciudad, culpaba del fracaso en la guerra contra Estados Unidos a sus generales por haberle férreamente prohibido no desenterrar su pierna para llevársela consigo, como un especie de artilugio o amuleto que hubiese permitido darle otro giro al combate.

La pierna gozó de dos años de relativa tranquilidad en el camposanto de Santa Paula, hasta que fue profanada y arrastrada por las calles del Centro Histórico por un “pueblo malagradecido”. Santa Anna aseguraba que toda pierna sería merecedora de un indulto. En una época donde la hombría y la belleza se medía, no por la simetría de la cara, sino por la gravedad de la lesión conferida en la batalla, un hombre sin extremidades, sería catalogado de sex simbol.

A casi ciento cincuenta años de la muerte del dictador, no queda huella labrada en piedra de su paso en la tierra. Solo en el bucólico paraje de Tumbaco, Colombia, se erige la única estatua de quien es considerado por sus pobladores como la encarnación de “todo lo grande, todo lo bello, todo lo sublime y todo lo heroico” que ha existido en ese mundo.

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