El mal oficio

Yo te dije, te lo dije mil veces, que no lo hicieras, pero tú, siempre pensando en tus gallinas, en el maíz y en la lluvia ausente, nunca me hiciste caso. Siempre había un pretexto para recibir a esa gente. Si no eran de Chanduy, eran del Morro, si no eran de Manglaralto, eran de Olón. Lo cierto es que tu casa, la casa de todos, siempre estuvo llena de esa gente de mirar sombrío, de pocas palabras y de muchos gritos.

Primero fueron los Parrales, los hijos de don Marcelino, quienes, cansados de hacerse a la mar y de apestar a pescado, dejaron las gavetas en la orilla y se fueron para fuera, a la ciudad decían, a ser gentes de verdad. Tú ni lo sospechabas siquiera. Bueno, eso creo. Sentada en tu hamaca de trasmallo, les diste la bendición un domingo de San Pedro y los viste alejarse como ahora yo veo los perros flacos que deambulan bajo el sol buscando quién sabe qué cosa. Claro, en ese entonces tus manos no estaban como ahora, una sobre otra, rígidas, cual bejucos de muyuyo polvorientos.

“No te metas en lo que te importa”, me dijiste, y el perfume de tus colonias y de tus mentoles disipó, por un momento, mis preocupaciones.

No pasaron ni dos meses, cuando nos llegó la noticia por boca del anciano vendedor de leche que te galanteaba: Los Parrales andan haciendo de las suyas en la ciudad y ya hasta hay uno preso, dizque por querer violar a una niña. Tal vez pensaste, para justificar tus convicciones trasnochadas, que la tal niña no era niña y que, seguramente, había provocado al migrante pescador. No, no lo dijiste, pero por los ojos se te escapaba una complicidad añeja con esa gente que no pudiste disimular ni con tus colonias fermentadas.

Un comentario más sobre los Parrales y me hubiera ganado una puteada de los mil demonios, esos que, según tú, no se resistían a tus conjuros de media noche, cuando llegaban a tocarte la puerta para que les quitaras el susto a los niños sin bautizar que había en el pueblo como una plaga. Entonces me quedé callado, pero mi dedo acusador te apuntó disimuladamente por el resto de tus días y tus noches.

Tú nunca lo entendiste, o no quisiste entender, que eso de andar trayendo gente al mundo no era tan noble menester; que, así como los Parrales, los Paguay, los Mite y los Quijije ninguno de ellos era gente de fiar. Por eso siguieron llegando, de a uno, de a dos, de a tres, y así infinitamente hasta el último nieto multiplicado por cien, como una larga melopea triste y aburrida.

A todos les diste la bendición desde tu hamaca, esa que ahora sirve de techo al gallinero abandonado, y a todos les dijiste que no se preocuparan, que allí estarías para atender a sus mujeres y prolongarles la existencia desde tu camastro de caña sin clavos, exactamente donde ahora yaces en comunión con el viento salobre que llega del sur, como una emanación del pasado, mirando hacia adentro, sin el menor gesto de arrepentimiento o culpabilidad.

No, no sé cuánto tiempo más pasó desde que el último de los Quijije cayó linchado en un barrio marginal de Guayaquil, ni cuántos perros más murieron de hambre en el pueblo, ni cuántas velas consumieron tus santos y vírgenes de repisa, ni cuántas oscuranas más ilusionaron a los pocos pescadores que sobrevivieron a la calamidad de los tiempos, lo único que sé es que, como la primera vez, hiciste una mueca con esa boca chupada de dientes ausentes y malas palabras.

“La gente es jodida”, murmuraste, encorvada sobre tu humanidad, pero en esa ocasión tus fragancias ya no disiparon mis dudas sobre lo que podía ocurrirte sin que nadie te defienda.

Y la gente siguió llegando desde todos lados. Tu casa, la casa de todos, se prolongó hacia atrás de tal forma que a los gallineros hubo que ubicarlos en la terraza y las gallinas debieron bajar por las escaleras a buscar el maíz o los gusanos, esos mismos que ahora te esperan con ansias. Tus frascos de colonias se llenaron de billetes, tanto, que los enterraste en algún lugar del patio aún hoy desconocido. Todos los días una mujer, o más, paría sobre tu camastro, como cumpliendo un aciago y desventurado sino del que nunca pudiste librarte (nosotros tampoco).

Yo te lo dije. Siempre te lo dije, pero nunca me hiciste caso. Fueron tantos los crímenes, asaltos y violaciones que el pueblo, este pueblo de viejos y perros flacos, llegó a la conclusión de que tú eras la culpable de que esa gente de mala sangre causara tanto dolor y pusiera la reputación del pueblo por los suelos.

Dicen que fue doña Petronila, la viuda de don Pascual, quien sugirió ponerle punto final a tu vida a como diera lugar. Otros dicen que fue el testimonio de un niño que dijo que en tu ventana se asomaba el diablo, todos los días, a las tres de la tarde, a peinarse con un espinazo de pescado.

Nadie sabe a ciencia cierta qué pasó ese domingo de inútiles rezos. Cuando nos avisaron, la sangre salía de tu casa a borbotones y de tu rostro agujereado se había borrado para siempre tu boca chupada de dientes ausentes y malas palabras. Tus pelos blancos eran rojos y, por primera vez en muchos años, la fragancia de tus colonias no ayudó a disimular la pestilencia macabra que inundaba tus dominios.

Sí, la gente es jodida, pensé, pero yo te lo había advertido, abuela, miles de veces.

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