El humo

Siempre le había parecido que los amaneceres en la Ciudad de México

eran partos lentos y dolorosos, en los que el sol nacía muerto.

Bernardo Esquinca

Todo comenzó con un persistente olor a madera quemada, que se extendía como tentáculos invisibles entre las avenidas y entraba sin invitación por las ventanas abiertas día y noche, en un vano intento de refrescar las casas y departamentos, durante ese verano de calor sucio e insufrible. El aroma ahumado, primitivo y seco, dejaba un sopor que volvía espesos los pensamientos. Era como si la ciudad se cocinara a fuego lento sobre un comal gigante de leña.

Tras décadas de convivencia cotidiana con la mugre atmosférica, los habitantes de la capital estaban habituados a salir a las calles y funcionar en medio de un potaje inmundo, compuesto por distintos tipos de contaminantes. Diario se veían casos de individuos con capacidad pulmonar titánica que salían a ejercitarse, inhalando y exhalando generosas cantidades de monóxido y dióxidos de carbono con cada kilómetro recorrido. Lo mismo se podía decir del ejército de repartidores en bicicleta que, implacables, ejercían su labor pese a las condiciones del aire. Tuvieron que pasar días para que brotara la sospecha de algo anormal con relación a ese humo constante, que lastimaba los ojos y resecaba la garganta, acompañado por altas temperaturas que habían dejado como pastizales las plantas de los camellones y la sensación térmica similar a un infierno desértico. Resultó aún más desconcertante cuando las suplicas a Tlaloc surtieron efecto y llegaron las lluvias. El agua, lejos de mitigar el olor a quemazón, lo hizo más penetrante, como si se hubiera arrojado agua sobre carbón ardiente. La nube que antes se percibía amarillenta en el horizonte, ahora se evaporaba en columnas grises y espesas entre las calles, dando a la ciudad un aire espectral.  

La información de los medios era vaga. Se hablaba de incendios provocados que se habían salido de control y rebasaban la capacidad de las brigadas de protección civil. Empezaron a circular medidas preventivas y advertencias para evitar actividades al aire libre, las escuelas suspendieron clases y entró en vigor el doble hoy no circula para los autos. Pero el humo no cedía, y en la conferencia matutina del presidente se pidió a la población mantener la calma y resguardarse, priorizando la salud de niños y ancianos ante la contingencia extraordinaria. Nada para alarmarse, tan solo era una fase más del programa para el control de la calidad del aire; sugerían hacer caso omiso a los rumores que decían que el humo esparcido por las calles era tóxico y capaz de sofocar a quienes se expusieran a sus pequeñas partículas sin protección.

 Pese a la recomendación oficial de no caer en pánico, ya se hablaba de la presencia de cadáveres de ardillas y aves, tirados en los viveros de Coyoacán y en Chapultepec. También se viralizó un video que mostraba cuerpos inertes de perros callejeros sobre la Alameda del Centro Histórico. Las imágenes se compartieron de forma fugaz antes de ser censuradas. Pero los IMECA´s no mentían y reportaban valores cada vez más altos. Hasta que una mañana la ciudad apareció rodeada por una muralla color marrón. A través de la densa porquería ya no era posible adivinar la silueta de los edificios y los aviones se desdibujaban en su ruta hacia el aeropuerto. Las autoridades continuaban mudas pero para ese punto, las plataformas sociales reventaban con mensajes fatalistas; tan desmedidos, que costaba trabajo creerlos.

En cuestión de días la luz del cielo de verano quedó eclipsada, bajo una bóveda letal de vapores, humo y gases. Todo lo que se encontraba dentro de la ciudad fue tragado. El presidente se encontraba de gira, pero su mandato acabó enterrado junto con la capital y la imposibilidad de explicar la desaparición de una urbe entera con todo y sus habitantes. Los expertos se arremolinaron como moscas alrededor del misterio de la población consumida por el humo, comparando el fenómeno con el de civilizaciones extintas en la antigüedad y la catástrofe de Chernóbil.

Epílogo

Por décadas el área metropolitana quedó desolada, como el mausoleo de uno de los proyectos de urbanización más disparatados jamás concebido, edificado sobre un lago y después, con la llegada de los españoles, sucumbiendo cada año unos centímetros bajo el peso de toneladas de piedras de los edificios coloniales. Siempre al filo del colapso, la ciudad había sobrevivido a siglos de terremotos, inundaciones, matanzas, marchas, sobrepoblación y corrupción. Pero más fantástico que el mito de su fundación con un águila posada sobre las espinas de un nopal, engullendo una serpiente, resultó su rocambolesco y abrupto final.

 Los últimos reportes de helicópteros sobrevolando la zona cero, pudieron captar videos y fotografías de la masa neblinosa que encapsuló a la metrópoli, transformada en nubarrones rajados por el destello de relámpagos, descargando gruesas cortinas de tormenta. A falta de visibilidad en el área, los científicos especulan que en la cuenca de México se están generando condiciones para la formación de un tipo de caldo primigenio, del que casi con seguridad un lago volverá a surgir.

2 comentarios

  1. Felicitaciones Andrea. Las letras mezcladas en la narración de la realidad y la visión futurista me llevaron a sentir un momento de agonía por falta de oxígeno.

  2. ¡Muchísimas gracias por tus palabras y por leerme!

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