Tras años de estar abandonada, ayer derribaron la Casa Cubana. Se llevó consigo enigmas que aún no resuelvo, como la extraña atracción que ejercía su balcón siempre a punto de caerse. Ahí descubrí que el mal se enmascara a veces de cercanía. Era entonces una niña de once y mi mundo —un círculo que empezaba y terminaba en la familia— se trastornó.
Los tres mosqueteros: papá, el tío Raúl y el tío Gabino. Ingeniero civil, médico cirujano plástico, nada. El tío Gabino se hacía llamar hombre de negocios, patrón, pero no era ni uno ni lo otro. La palabra que mejor asociaba con él era “nada”.
¿Ya encontró trabajo Gabino? Nada. ¿Le salió el business a Gabino? Nada. ¿Devolvió Gabino el préstamo? Nada.
El tío Gabino arruinaba todos los negocios, se lamentaba papá, y sus hermanos terminaban pagándole al banco para que no le embargaran la casa. Aunque la tercera vez sí se la quitaron, y el tío Gabino y la tía Dora con sus cinco hijos fueron a vivir adonde la abuela materna, una casa vieja con persianas empolvadas y adornos de porcelana pasados de moda —no es porcelana, es yeso, decía mi primo Delfín, y un día hasta rompió una paloma de ojos rojos después de mirarla con desprecio y decir que era una baratija asquerosa—, y nadie entendía cómo le harían para dormir en ese par de cuartitos sin aire acondicionado. Pero ni modo, el tío Gabino tenía que ponerse las pilas.
—¿Se puso las pilas Gabino?
—Nada.
Papá suspiraba y culpaba de negligencia a mis abuelos que nunca le exigieron el mínimo esfuerzo a su hijo menor y le compraban lo que pedía. Le partieron el alma. Pobre.
—¿Y de qué van a vivir?
Se ocuparon. La tía Dora era un roble. Se puso a trabajar hasta la media noche y también las hijas grandes, después de la escuela. Hasta Marianita, mi prima más chica, mi mejor amiga, lavaba los platos. Pero Delfín no. Delfín, su hermano, era varón de la familia y no iban a rebajarlo a trabajar como cualquier hijo de vecino, o peor, como niña. No lo degradarían. No.
—Pobre Dorita, le salió el tiro por la culata —se le escapó un día el comentario a mi madre—. Se equivocó con Gabino, tan educado que parecía, de modales refinados. ¡Ella, que añoraba salir de ese barrio en el que creció, y mírala, ahí está de vuelta con la familia!
Cuando los hermanos se sentaban a la mesa, papá dejaba de ser el dueño de la constructora, el tío Raúl olvidaba que era socio del hospital y el tío Gabino tomaba importancia al narrar aquellos recuerdos entrañables —porque simpático era; “un gran narrador”, lo ensalzaba papá—. Se perdían los contornos de unos y otros, y daban vida a una cosa envidiable, algo inmaterial que yo trataba de palpar al aire porque parecía que, al respirar, lo abrazaba todo, incluso a mí, y eran de esas tardes inolvidables.
Con el naufragio de su padre, las calificaciones de mi primo Delfín dejaron de brillar. La fila de dieces empezó a tener sietes y ochos a pesar de que fue el único hijo al que no cambiaron a un colegio barato. “El intocable”, lo apodaba el tío Raúl, aunque su esposa Silvia lo reprendía con ademanes para que se callara.
Esas vacaciones, mi tío el cirujano desapareció. Antes mandó a sus hijos a un campo de verano a California y a su esposa a Europa.
—Se lo tragó la tierra —dijo mamá.
Pronto nos enteramos de que tomaba sus propias vacaciones en San Francisco.
El afortunado fue el tío Gabino porque le prestaron su casa de la playa, grande, de muros gruesos y tejas rojas con un toque majestuoso, pero vieja, que el tío Raúl atesoraba y había reconstruido poco a poco, y que estaba casi lista a excepción de algunos detalles. Entre éstos la clausura del famoso balcón a punto de caerse y que encomendó terminar a Gabino.
Les decían la Casa Cubana. Recordaba las casonas del siglo pasado de La Habana. Era fantástica por sus recovecos, los tres pisos, las escaleras curvas y las otras de caracol, y ese espacio oscuro debajo de las escaleras en donde Marianita y yo nos escondíamos para pasar por desaparecidas. La terraza, larga y ancha al frente de la casa en forma de ele, era lo más bonito. Algunas partes olían a viejo, otras a nuevo, la mezcla de olores era una delicia, y si se sumaba el aroma de la brisa marina era un agasajo.
El problema empezó cuando pedí permiso a mamá para ir a pasar unos días a casa de Marianita. Nuestra casa de verano estaba cerca, de manera que era fácil ir caminando. Mamá dijo sí, buena idea, sólo tengo que advertirte algo. Advertirme algo. ¡Puf! Ya sabía de memoria sus advertencias. Nadie debía tocarnos. Ni de juego ni en secreto ni con amenazas. Ningún conocido, maestro, chofer. Nadie. Punto final. Mamá era psicóloga. Papá le decía:
—Exageras, Fernanda, no va a pasarle nada. Lo de Carmita sucedió hace mucho tiempo.
—No exagero, créeme —contestaba en tono de conocedora del asunto.
Pero ese día se trataba de otra cosa.
—No te acerques al balcón, es peligroso —me ordenó sin pestañear, con la mirada fija en mí.
Pasé días enteros y noches de piyamada con Marianita. Flaquita, los ojos redondos, el pelo lacio sujeto con un pasador. Me gustaba su compañía, quizá por eso aguanté la semana en su casa. O porque en el fondo me atraía observar a su familia como quien contempla algo deforme.
Tío Gabino bajaba a las nueve a desayunar. Regordete, con una sonrisa amable, la playera suelta y un reloj que no sabría decir si era una antigüedad o un vejestorio. Caminaba como haciendo el favor. Tan distinto de sus tres hijas grandes, afanosas, que iban en silencio para no despertar a su padre apenas salía el sol, corriendo para tragar un huevo y lanzarse a sus trabajos de verano. Impresionaba verlas moverse rapidito como en película muda. Se leían los labios, se comunicaban por señas y, si a una, por ejemplo, se le caía la cuchara, todas temblaban porque enseguida entraba la madre con ojos de roedor para regañarlas con puras señas. ¿Qué, no sabían que su padre dormía? ¡Pero qué descuidadas! A veces Juliana apretaba los puños o se le salía una lágrima, pero siempre mudas, porque en esa casa nadie levantaba la voz. Ni gritos ni dramas ni insultos. Y así, calladas, salían de la casa y corrían para alcanzar el aventón de la amiga, el taxi o el camión.
Marianita ponía en la mesa el lugar de su hermano Delfín, el suyo y el mío. Yo le decía, déjalo, Marianita, yo pongo mi plato, y ella sonreía con un brillo de agradecimiento en los ojos. No empezábamos a comer hasta que Delfín se sentara a la mesa, y el tal Delfín venía hasta que terminaba de leer sus cómics, y nos quedábamos mirándonos las caras sin quejarnos, porque en la casa del tío Gabino nadie se lamentaba. A excepción de mi primo.
—Está frío el huevo —apuntaba. Y la tía Dora le servía otro caliente.
Marianita callaba y hacía bolitas de pan, y era incomprensible cómo no le decía está frío, cabroncito, porque no viniste cuando te llamaron y ahora te lo comes frío igual que nosotras. Pero decir algo así era impensable en esa casa de buenos modales. Entonces hacía bolitas con mi pan igual que mi prima, y las dos nos comíamos nuestros huevos fríos por culpa del odioso Delfín.
—Más jugo —pedía Delfín.
—Mariana —la nombraba la tía. Entonces ella dejaba su desayuno enfriarse aún más e iba a la cocina por otro vaso de jugo para su hermano.
Al terminar, Delfín se levantaba de la mesa sin dar las gracias ni arrimar su silla ni coger su plato para llevarlo a la cocina.
Una hora después bajaba el tío Gabino. Todos los días era la misma locura, una serie de cucharones y cucharitas, cuchillos y tenedores diversos, hasta de pescado, de mango, dispuestos a los lados de un plato con orilla dorada. Y eso para huevos con longaniza y bolillos con mantequilla.
El tío Gabino se parecía a Delfín.
Más jugo. Otra concha. Chile jalapeño.
Pero era mejor que su hijo, porque el tono de su voz sonaba amable y arrimaba la silla al terminar. Sonreía cordial cuando Dorita le entregaba el sueldo de las hijas y de la venta de su repostería casera que horneaba hasta la madrugada. Entonces él lo metía en la cartera y, enseguida, sacaba unos billetes:
—Para el gasto, Dorita —decía con cariño.
Algo pasó en la semana que salí de viaje con mis padres, porque a mi regreso Marianita estaba, cómo decirlo, retraída. Al llegar la encontré en la escalerilla de la terraza de ele mirando a la nada.
Sonrió al ver las gafas de sol que le traje. De inmediato habló de los azotes. Apenas su papá se levantara de la siesta, tía Dora azotaría a su hermana Juliana. Con una soga mojada. Marianita empezó a temblar, sus huesos delgaditos tiritaban como si se hubiera desatado un frío glacial. Los azotes eran para cuando desobedecían, pero la soga mojada significaba algo peor. Por eso ella prefería portarse bien, sonreír y hacer pasitos de baile de vez en cuando. Me senté junto a ella y ambas, con nuestras gafas de sol, las suyas moradas, turquesa las mías, miramos a la calle. Sentadas en el último escalón, nuestros pies pisaban la acera. Estoy segura de que Marianita hubiera querido correr, por eso le apreté la mano, para recordarle que estaba a su lado.
—Nadie sabe por qué Juliana salió al balcón —dijo con labios apretados—. La descubrieron ahí con los ojos cerrados y las manos cogidas de un pedazo de barandal. Ella dijo que tenía calor y salió por la brisa.
—¿No clausuró tu papá el balcón? —pregunté alarmada—. ¿No le mandó poner un candado, una tranca?
—Nada.
—¿No habrá tenido Juliana miedo a morir? —se me escapó la pregunta y al segundo me arrepentí.
—No sé. Dijo que quería sentirse gaviota para volar.
Pedí conocer el balcón. Marianita titubeó, pero aceptó después de prometerle que ni muerta lo pisaría.
Era la hora sagrada, la de la siesta del tío Gabino, de manera que nos quitamos las sandalias y entramos a la casa sobre las puntas de los pies. Silencio total. Opacidad. Calor, ¿o humedad? Un vago olor a comida recalentada. Caminé asentando apenas los pies, con miedo de producir un sonido, de tocar alguna cosa, de mover una mecedora que rechinara. La casa como a punto de quebrarse. Las interminables escaleras de caracol nos llevaron al tercer piso. No había pasamanos, así que nos equilibramos como podíamos. En un cuarto largo sin pintar estaba el balcón. La puerta ventana no tenía seguridad; sólo corrimos el pestillo para abrirla. El balcón era pequeño, la prolongación voladiza tenía forma de media luna, la orilla estaba carcomida, faltaban trozos del piso, y los fierros al descubierto, reventados y corroídos. La mitad de la barandilla de herrería oxidada se había desprendido.
Marianita puso el dedo sobre sus labios, me susurró que no hablara, las ondas de sonido podían hacer que terminara de desprenderse el balcón. Nos detuvimos en el quicio de la puerta y desde ahí asomamos la cabeza. La vista era maravillosa. Hacia la derecha, las casas grandes, el mar azul azulísimo y lanchas y kayaks y veleros. Hacia la izquierda, no tan lejos, las casitas negras de techo de cartón, encimadas las unas con las otras, ganándole terreno a las aguadas, la ropa en tendederos tambaleantes, montones de basura acumulada. A esa altura se distinguía la diferencia entre dos mundos, como las corrientes disparejas que no se mezclan en el mismo mar. Cerramos la puerta y, con el corazón acelerado, me marché a mi casa para no ver la paliza que iba a recibir Juliana.
Delfín no siempre fue insoportable. Aunque se creía especial, sabiéndose inteligente, a veces se acercaba a nosotras cuando jugábamos algo en lo que él pudiera ganar. Pero nos divertíamos. Todavía no empezaba a preguntar cuánto costó la televisión de mi casa o la camioneta nueva de mi mamá o qué sueldo le dábamos al chofer. Aún no le decía tonta a Marianita por reírse con cualquier cosa y no darse cuenta de lo jodidos que estaban y que dentro de poco no iba a quedarle ninguna amiga. Tampoco me miraba con esos ojos que me espantaban ni me decía delante de todos que estaban muy cortos mis shorts y se me salía la nalga. Y que mi papá y el tío Raúl no habían movido un dedo cuando en sus narices el banco les quitó su casa. Marianita me jalaba del brazo para decirme que estaba loco su hermano, que era un traumado y no hiciera caso.
Me entraron ansias de regresar al balcón. La veraneada empezaba a cansar con los mismos juegos. ¿Por qué desobedeció Juliana? ¿Para mirar el cielo? ¿Para asomarse al precipicio? ¿Sería emocionante experimentar el peligro? ¿Desde ahí se vería la muerte? Tenía la urgencia de hacer algo distinto, superar un reto, llenarme de adrenalina. Quería ser valiente. Le ganaría al miedo. El balcón me jalaba, me llamaba, me decía “ven”. Salir, extender los brazos, respirar hondo, contar hasta diez, ver el paisaje y regresar. Quería vencerlo. Después sería más fuerte.
Esperé el momento adecuado.
Una mañana mi prima salió con sus padres. Sus hermanas aún no regresaban del trabajo y Delfín quién sabe en dónde andaría.
Cuidando no hacer ruido, subí al cuarto alto. Abrí la puerta del balcón. El viento me arropó de humedad. Me detuve en el umbral, controlando el miedo. Di dos pasos para adelante a sabiendas que estaba mal. Sentí un cosquilleo en el estómago; a mi corazón, golpeando. El cielo azul se extendía al infinito; las cabezas de las palmeras, debajo de mí. El mar y la abundancia a mi derecha, la carretera y la pobreza a la izquierda. Y yo en medio de todo aquello como una diosa. Abrí los brazos y me concebí inmensa, inmortal.
A punto de dar media vuelta para entrar a la casa, escuché un chirriar a mis espaldas y el pestillo que se cerraba. El rostro burlón de Delfín estaba tras el cristal de la puerta, burlón e inmóvil, como disfrutando. Me miraba sin pestañear. Toqué la puerta con los nudillos. Delfín sonrió y retrocedió despacito.
—¡Abre, Delfín! —grité.
Siguió caminando hacia atrás con elegancia teatral y una sonrisa de fascinación fija en el rostro. Yo, con la cara pegada al cristal, escuché piedritas de grava desprenderse y caer al vacío; las imaginé chocando con el piso. Me invadió el miedo, el horror, tenía que entrar enseguida.
—¡Abre, abre!
Delfín desapareció. Nadie vino a mi rescate. Miré para abajo y sentí el vacío en mi cuerpo. El vértigo me puso a temblar y mis piernas perdieron fuerza. Palpé la pared, pero no encontré de dónde sujetarme. Aporreé los puños contra la puerta. Las varillas bajo mis pies tronaron desacomodándose. Nervios. Sudor y frío. ¿Iba a caer? A un paso de conocer el infierno, pensé en la muerte y me aterroricé. Me vi en un ataúd con los labios blancuzcos. Mi mamá y Marianita, llorando, y Delfín con cara afligida actuando, alevoso, mintiendo que nunca me vio salir al balcón.
Pegué la espalda a la franja de muro junto a la puerta. El silbido del aire se metía en mis oídos y el paisaje se distorsionó. Delfín empezó a divertirse: abría puertas y las cerraba con fuerza. ¡Pum! ¡Pum! El voladizo de concreto bajo mis pies vibraba con cada golpe. Cayeron pedazos de mosaicos. Lloré por desesperación, grité que no quería morirme. Las piernas se aflojaban más y más; me oriné en los calzones. Y como telón de fondo, la risa sádica de Delfín. El tiempo dejó de correr, los segundos se detenían, se arrastraban, se encimaban. Las palmas de mis manos resbalaban por el sudor. Me volteé hacia la puerta y golpeé otra vez. ¡Mamá! ¡Mamá!, gritaba. ¡Mamá! Quería romper el cristal. Delfín se detuvo a la mitad del cuarto para ver el espectáculo. Sus ojos brillaban, se pasaba la lengua por los labios. Mi primo quería que se desplomara el balcón. Saltó lo más alto que fue capaz y aporreó los pies con todo su peso. Lo hizo otra vez. Empezó a reír abiertamente y me di cuenta de que no iba a parar. Mis manos arañaban el cristal empañado. ¡Déjame entrar! Otro salto. ¡Por favor! Yo tenía la cara embarrada de mocos salados, mi llanto sonaba desquiciado. Nuevo salto. Delfín me miraba triunfante; yo no significaba nada para él. Escuché el ruido de un coche entrando al garaje. Delfín enmudeció y con un movimiento rápido descorrió la aldaba y se escabulló.
Abrí la puerta y, al entrar a la casa, se me enredaron los pies. Mis piernas flaquearon y rodé en el piso. Me levanté con el corazón a mil. Bajé corriendo las escaleras curvas, salté escalones y seguí sin detenerme frente a mis tíos y Marianita. ¿Qué pasó? ¡Qué pasó!, dijeron al verme. Corrí por la terraza de ele, atravesé la calle sin interrumpir mi carrera hasta llegar a mi casa. Nadie iba a creer lo de Delfín, se lavaría las manos, era demasiado inteligente.
Mamá se alarmó de verme tan alterada. Lloré sin poder detenerme. Cuando fui capaz de hablar, le dije que había sido Delfín; Delfín quien me invitó a jugar al cuarto oscuro debajo de las escaleras y cerró la puerta; el que empezó a tocarme por debajo de la ropa y a tratar de quitarme los calzones; el que se bajó el pantalón y jaló mi mano para que lo tocara. Y yo muerta de miedo de desplomarme, de quedar tirada en el suelo, de morir. En la oscuridad de esa covacha, rogándole a Delfín que me soltara. Y él tapándome la boca, diciendo que me callara, que era una tonta, una babosa, una loca que enseñaba las nalgas; que si le decía a alguien me iba a ahorcar. Y yo: suéltame, suéltame, diablo. Te voy a acusar, te van a azotar. Y él riendo fuerte, más fuerte, a carcajadas, porque a él nunca le pegaban. El sonido del motor del coche del tío llegando, y Delfín que me suelta y yo que salgo disparada de ese cuarto y corro y corro y corro hasta llegar a casa.
Esa noche azotaron a Delfín. No fue tía Dorita sino tío Gabino quien le dejó la espalda y las nalgas encendidas, moradas. Era la primera vez que veían a su padre encabritado en serio, dijeron las hermanas. Se le transformó la expresión de la cara, no parecía un figurín sino un hombre de verdad.
—¡Cómo te atreviste, qué vergüenza, Delfín!
Mamá armó un escándalo. Su fuerza era inmensa. Cuando le conté lo sucedido en ese cuarto oscuro, agrandó tanto los ojos, que pensé que se había trastornado. Abría la boca, apretaba los puños y asentía como si conociera la historia. La que había temido oír por mucho tiempo. Y estaba lista para tomar acciones. Ella y papá se presentaron esa misma noche a la Casa Cubana y pidieron un castigo severo para Delfín, o no habría quien parara a mi madre con la policía y todo.
El problema se arregló en familia. Mamá no tuvo piedad. El cuerpo de Delfín recibió además los azotes por las niñas del refugio en el que ella era voluntaria y por aquello innombrable que le habían hecho a su hermanita, la tía Carmita, antes de que yo naciera. Papá tuvo que detener a mamá que quería más sangre, más venganza, más dolor. ¡Suficiente, Fernanda! Al día siguiente me tranquilicé, pero mamá entró en crisis y pasó cuatro días en el hospital. No estuvo presente cuando el tío Gabino trajo a rastras a mi casa a un Delfín que gemía de dolor a cada paso que daba, para pedir perdón de manera formal, con papá a mi lado, tomándome la mano.
Delfín y yo dijimos todo lo que nuestros padres necesitaban oír, pero nos sostuvimos la mirada sabiendo lo que de verdad pensaba cada uno del otro. Ninguno mencionó el balcón.
Al poco tiempo de regresar de su viaje a San Francisco, el tío Raúl anunció que se separaba de tía Silvia. Para su esposa fue noqueador y nos odió a toda la familia por su culpa. El tío Raúl perdió interés en la Casa Cubana y, con tanta cosa, a nadie se le ocurrió pensar en el balcón. No más comidas familiares.
Desapareció el clima entrañable entre los hermanos. En su lugar quedó un vacío, una tristeza como de luto, un cadáver inmaterial que sabíamos que estaba ahí, y que había que ver, hablar, velar y darle sepultura. Pero hicimos como que no existía. Los tres mosqueteros se distanciaron, aunque siguieron guardándose afecto, disminuido, pálido, echado a perder. Dejé de ver a Mariana, me olvidé de ella y, en su lugar, encontré nuevas amigas y clases y actividades que me gustaban.
Meses después, cerca de la Navidad, papá dijo sin preámbulo:
—Clausuraron la Casa Cubana porque se derrumbó el balcón.
Mi corazón se sobresaltó. Me figuré la escena: el balcón desprendiéndose poco a poco, en cámara lenta, con chirridos y crujir de fierros, cayendo y despedazándose en el cemento del patio. Sentí vértigo en el fondo del estómago, un mareo en la cabeza y una mezcla de terror y alivio.

Gará Castro nació en Mérida, Yucatán, en 1961. Es licenciada en Informática por la UIA de la CDMX. En 2015 ganó el Premio Estatal de Cuento de la SEDECULTA y el Concurso de Cuento de El Diario de Yucatán. Miembro de la Escuela de escritores de Yucatán, ha participado en talleres de la 68 Casa de Cultura Elena Poniatowska y dirigido cursos literarios. Obra suya está publicada en periódicos, medios digitales y antologías. Familias perfectas es su primer libro.
Excelente cuento. Felicidades