Una serie de balazos tapizan la pared frontal, el vano y la pared interna de la cocina, el ángulo más vulnerable de la casa.
En la estancia, un libro abierto, el periódico desordenado, como el de quien ha buscado, vehemente, alguna noticia, alguna información indispensable. Un tarro de cerveza a medio beber, el líquido translúcido, viejo, sin indicio de la espuma que debió de haber al servirse. La botella vacía y tirada junto a la pared, recipiente que en su mudez testimonial invita a imaginar el momento en que rodó hasta quedar agazapada debajo de la consola trípode de caoba, madera que, se advierte a simple vista, predomina en el mobiliario de aquella casa modesta y lujosa al mismo tiempo. Un reproductor portátil de CD con la bandeja abierta donde quedó un disco de Los Alegres de Terán.
–¿Siempre sí se fue su hijo a Guasave?
Desde que lo vio bajarse de la camioneta, que dejó estacionada más bien lejos de la entrada de su terreno, lo reconoció. Llevaba meses sin verlo, pero era como si no hubieran pasado dos o tres días desde la última vez. Su aparición fue mucho más contundente que esa falsa cortesía: gestos caballerosos con los que lo saludó al tiempo que le indicaba que siguiera sentado (estaba en el porche de la casa): no se moleste, don Cebrián, faltaba más.
–Supe que anda jugando con los Algodoneros. Está bien para empezar, Don. Ojalá se le haga llegar a las Grandes Ligas. De veras espero que le vaya bien.
Y parecía sincero al decirlo.
Con aquella visita, Cebrián se dio por enterado. No lo sorprendía sino que confirmaba lo que ya sabía, como un diagnóstico que se le da a un enfermo terminal. El joven que lo visitó era José Macario, antiguo amigo de su hijo, con el que jugaba béisbol cuando estaban en la secundaria. Las vidas de ambos habían tomado rumbos distintos pese a pertenecer a una comunidad pequeña, homogénea, de gente que trabajaba sus tierras. Rumbos distintos como dos monedas que de pronto están juntas en el bolsillo de un pantalón y luego se separan al usarse en sendas transacciones e inician un camino sin retorno. Somos como monedas, le dijo Cebrián a Juve cuando se despidieron. Pero volveré, le respondió el muchacho, palabras ante las que su padre simplemente sonrió, justo antes del último abrazo. Recordó las monedas al estar frente a José Macario.
–Juve batea muy bien y tiene instinto para el fildeo. A mí me gustaba jugar pero llegaba el momento en que me desesperaba. Él siempre tuvo más paciencia que yo.
–Como que a ti te gustó el dinero fácil.
–Pues sí, cada quién… por eso vengo, don Cebrián. Podemos arreglar esto.
–Para los que trabajas no hay más arreglo que uno solo. Tú sabes cuál.
–Puedo interceder por usted.
–No, gracias. Yo no tengo la culpa de que les interese mi terreno. No tengo la culpa de que esté en una frontera… como si Nuevo León no tuviera harta frontera con Coahuila. En el fondo, lo que les interesa es aplastarme, aplastar a los más que se pueda, a los que se dejen. Nada más es un juego.
No sentía deseos de irse y comenzar otra vez. ¿Comenzar qué? Tenía derecho a permanecer en su casa, con sus muebles y sus recuerdos, esperando noticias de su hijo, soportando la canícula a la sombra de sus árboles y aguantando el frío en el resguardo de sus muros. No era demasiado mayor como para no valerse por sí mismo y tampoco necesitaba una compañera: había logrado un equilibrio en la madurez de su vida. ¿Por qué tendría que abandonarlo todo? No valía la pena. Mejor era resistir. En las noticias se hablaba cada semana de importantes capturas, de cabezas que caían y de índices delictivos siempre en tendencia a la baja. Quería creer que todo estaba mejorando también en ese rincón olvidado del país.
Juve lo llamaba ahora algo más esporádicamente. No se lo reprochaba. Tenía que construir su vida igual que él había construido la suya. Eso sí: si le mandaba un mensaje, Juve no demoraba en contestar. Pero lo que ocurría, ¿cómo explicarlo en un mensaje de texto? ¿Y de qué serviría alarmarlo? Hacerlo volver para estar con él era cortarle su carrera en el beis. Y aunque viniera, de nada serviría: significaría ponerlo también a él en alto riesgo. No tenía derecho a comprometer así la vida de su hijo. En cambio, tenía derecho a elegir su propio final.
–Mire, don Cebrián, yo no sabré muchas cosas porque pronto dejé la escuela, aunque sí sé que hay reglas en este juego. Hay batos que son objetivos que seguir, también hay víctimas necesarias para alcanzar esos objetivos, hay víctimas accidentales, y hay batos que están en el camino y que basta con que dejen pasar y no se les ataca, si acaso sólo se les roza. Usté es de esos últimos. Y aquí entre nos, no me diga que los demás no hacen lo mismo, o sea, jugar con la gente… Sí, hombre, usté me entiende, los que tienen el poder, ese otro poder que dicen tener, el de los votos. Retírese, Don, y así usté va para poder llegar a la novena entrada.
El sol de las tres de la tarde se proyectaba en medio de la estancia. A esa hora normalmente salía a la hamaca para hacer la digestión; sin embargo, desde la visita de José Macario, era una temeridad pasar mucho tiempo al descubierto. La casa contaba con un aparato de aire acondicionado que únicamente servía para mantener fresca la recámara por las noches. No llegaba a refrescar la estancia ni la cocina. Se tuvo que conformar con las ráfagas de aire tibio que impulsaba el ventilador de pie. El abejeo del aparato lo perturbaba de tal manera que puso un disco, el que tenía más a la mano, a pesar de no estar de humor para oír música.
Hacienda de tierra blanca
llegaste a ser muy famosa;
recuerdo a través del tiempo
cuando vivían los Mendoza.
Parecía un día como cualquier otro. Era un día como cualquier otro. ¿Cuándo se habían ido sus vecinos, dejando intacta su casa? ¿Cuándo se oyó la balacera y la captura de la banda de secuestradores que hasta salió en la tele? ¿Cuándo decretaron el toque de queda para resguardar la seguridad de los habitantes? Siempre era un día cualquiera.
Como vivía a las afueras del pueblo y las casas tenían todas su jardincito y su huerta, parecían alejadas unas de otras. Era un lugar tranquilo. Siempre lo había sido. Pero ahora la tranquilidad era distinta. Ahí estaban los prados, los árboles, el sol siempre puntual, los atardeceres que se demoraban en la despedida de cada día, el frío de las noches y las estrellas que alguna vez sirvieron a otras civilizaciones como indicadores del tiempo. Seguramente fue un día como otro cualquiera cuando aquello terminó. Terminan las grandes cosas y eso se recuerda, pero diariamente terminan muchas otras. Las cosas pequeñas, una familia que abandona su casa, un hijo que se va a trabajar a otra ciudad, una bala perdida que siega la vida de un hombre desconocido, o conocido por unos cuantos, conocido por familiares y amigos igualmente anodinos porque sólo figuran en las estadísticas, en los censos de población y en la lista de muertos o desaparecidos.
Decidió quedarse a defender su territorio. No quedaba nadie más que él. Algunos de sus vecinos procuraron convencerlo de marcharse. Uno de ellos llegó a sentirse traicionado luego de una charla intensa que por momentos fue también una discusión acalorada, como si la decisión de Cebrián revelara una especie de cobardía por parte de los que se iban, como si para ellos fuera más cómodo saber que nadie había optado por la alternativa extrema de hacer frente al peligro arriesgando la vida. Cebrián advirtió más de una vez, en las actitudes de vecinos y conocidos, que aquellas llamadas a la cordura no eran tanto por él sino por ellos mismos, pues quedarse él acentuaba la derrota de los que se iban. Cebrián sabía –y no necesitaba explicárselo a nadie– sus motivos, la actitud que todos calificaban de obcecación y que en realidad era sólo convicción.
El camino que llegaba hasta su terreno estaba desierto. Era de por sí un camino poco transitado: la cinta asfáltica ardía y producía esa ilusión óptica que simulaba el movimiento de las ondas. Cebrián oyó un inconcebible ruido de motor y por un momento sus músculos se tensaron, aunque en seguida comprendió que se trataba de un avión lejano. Como si no tuvieran ya suficiente, pensó. Como si no bastara con tener un lugar para vivir, propio, y poder dedicarse a lo que uno quiera sin hacer daño. Ya sé que llevo las de perder, pero a veces es mejor plantar cara. Si los demás se fueron, está bien; mis circunstancias son otras. Y en todo caso me voy a dar el gusto de llevarme a uno o dos antes de caer yo. Eso pensaba cuando reconoció ahora sí, sin lugar a dudas, el motor de una camioneta.
Había pocas conservas en el refrigerador. El interior de la casa, salvo las cicatrices que habían dejado los balazos y los estragos de esa refriega, lucía como otra cualquiera: con objetos, muebles y recuerdos acumulados durante una vida, con pisos brillantes y superficies levemente polvosas, lo que revelaba el mantenimiento que su dueño le daba y que debió de interrumpirse muy poco antes de los acontecimientos.
En un cuarto de estudio, con un sillón y lámpara de pie, estantes con libros y un revistero de madera, había unos cuantos periódicos. El último databa de dos días atrás. En la estancia, sobre la mesa de centro, había un papel de color azul pálido: un recibo de teléfono cuya fecha límite aún no se vencía. El plazo del pago, todavía latente, era una última señal de vida en aquel inmueble. Ni siquiera el reloj de péndulo, que siguió marcando la hora semanas enteras, era un indicador de vida, sino sólo el indiferente testigo que cuenta los pasos que todos vamos dando hacia el estertor final. Absolutamente todo lo demás tenía un aire de irremediable pasado. Una latencia, la de aquel último pendiente administrativo, que era como el endeble signo vital de una persona que está en coma, cuyo desenlace es una simple cuestión de tiempo.
En la cocina, entre los cristales dispersos del ventanal que daba al terraplén frontal, entre los innumerables casquillos y polvo que se desprendió de la pared masacrada, se encontraba sobre la mesa un plato con migajas de pan y un vaso con un ínfimo resto de leche, el alimento que debió de tomar la mañana de aquel día el finado residente. Y a pesar de lo aparatoso del cuadro, no se halló en esa habitación ni en el interior de la casa ni un rastro de sangre. En cambio, en el terraplén frontal, persistieron durante muchos días las huellas de los decesos. Tres muy cerca de la verja de acceso al terreno, y un cuarto a unos cuantos metros de distancia: los charcos de sangre. Aquella cercanía del cuarto charco, el de la víctima, revela un acercamiento hacia el único sobreviviente, quien huyó en la camioneta. Un posible diálogo final, una tregua momentánea, tal vez un intento de la víctima por ganar tiempo y la oportunidad para salir victorioso tras haber demostrado capacidad para defenderse y contraatacar.
Se confirmó que el único sobreviviente, ahora prófugo, responde al nombre de José Macario Ruiz Vidal.

Rodrigo Cortéz. Lic. en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Lic. en en Educación por Tec-Milenio. Ponente en congresos nacionales e internacionales con temas relacionados con la literatura y la redacción académica. Ha sido docente en el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Actualmente se desempeña como docente y coordinador de Humanidades y Ciencias Sociales en el Colegio Victoria Tepeyac, preparatoria.
Autor de Los días anónimos (cuentos), Pasados y futuros (cuentos), La duración del presente (novela),
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