Cuando caí de aquel puente tendría dieciocho o veinte años.
Mi fémur se partió en dos, mi hombro y clavícula se separaron para siempre, y el golpe me provocó un daño hepático. Desde entonces no volví a beber whiskey. Ya pasaron más de cuatro décadas.
¿Quieren algo de beber? Por eso bebo cerveza; el alcohol me traicionó.
Qué cobarde me escucho, ¿no? Echándole la culpa a todo, esquivando mi estupidez.
Déjenme les platico: todo fue un reto. Ya alcoholizados, un idiota empezó a decirme:
—¡A qué no subes el puente Petroria por sus barandales!
Y yo, con un litro de whiskey encima, no solo pensé en subirlo, sino también en volarlo.
¿Saben por qué me río? Porque nunca abandoné la idea de volar. Ver tantas gaviotas en mi infancia me hizo repetir ese deseo constantemente. Siempre dibujé aves. Miren los cuadros y las fotos en la casa: puede faltar todo, menos las aves. Y qué decir de mis alas tatuadas.
Lo malo fue que, cuando desperté, tenía un respirador, un suero y un medicamento conectado a las venas del brazo izquierdo. Con tanto cable, sensor y aparatejos, llegué a pensar que estaba encadenado y que debía agitar las alas para irme y llegar a casa con mamá.
Pero ella estaba allí, tranquilizándome. Entonces supe que mi sueño de volar había terminado. Estaba en un hospital, con los huesos quebrados, golpes, una resaca ligera y las alas rotas.
Aunque, a esa edad, ¿qué resaca podía tener?
Bueno, vecinos, venían por algo, ¿no? Aquí lo tienen.
Esta cícada hubiera muerto de no haber calefacción. En esta zona del planeta solo los pinos y los abetos lucen vigorosos y hermosos. De hecho, se creen mucho. ¡Son mucho! Fueron de las primeras formas de vida en expandirse por la Tierra.
Ama la nieve quien no la conoce. Así como dicen que hay un paso del odio al amor, yo pienso que hay una distancia igual de corta entre el cero absoluto y la muerte.
Ya saben: cualquier cambio en sus hojas o forma, regresen y les digo qué hacer.
Saben que aquí está su casa: piso 9, departamento 202.
El niño, feliz con su cícada, salió acompañado de sus padres. Todos miraban la planta. Sonrieron, se despidieron, y la puerta se cerró.
Al finalizar el tercer invierno decidimos sacar las plantas al balcón.
Mi padre afirmó:
—Sí, ya no va a nevar. Sáquenlas.
Días después de obedecer su palabra, un inesperado bajón de temperatura cayó sobre la ciudad. No nevó -mi padre no se equivocó—, pero el frío descendió con vientos fuertes.
Pasaron dos días y la sábila, las palmas y, desafortunadamente, la cícada presentaban quemaduras en las hojas y desgana, como si hubieran sido prensadas entre bloques de acero. Pensaba en la sensibilidad de las plantas ante los cambios bruscos de temperatura.
Esperaba poder ir a casa del vecino para preguntarle si mi cícada sobreviviría.
Volteé a ver a mi hermana, que esperaba ansiosa el mensaje de su novio. Pude compararla con la sábila: tenía grietas en el rostro, como arrugas del frío. Su novio era un patán, y todos se lo decíamos, cada quién a su modo.
Pero ella se negaba a creerlo.
Las dudas le hacían arrugas, la tristeza le dejaba manchas en las mejillas, y la infelicidad de su mirada se volvía más evidente con las ojeras, producto de sus desvelos.
Miré las plantas y pensé: dejamos de ser “seres vivos”; respondemos a cualquier estímulo, sea positivo o negativo… pero mi hermana podía decidir alejarse. Las plantas no.
Todos en casa seguían su vida normal.
Bajo el escritorio, junto al regulador, resguardé las plantas.
Pasaron tres días y no se veía respuesta al calor hogareño.
Pregunté a mi papá si podíamos ir con el vecino para buscar un remedio que reanimara la cícada, pero me ignoró.
Griselda —mi hermana— llegó llorando y corrió a su cuarto.
Mi madre, como siempre, preguntó:
—¿Qué tiene? ¿Por qué llora?
La respuesta fue la de siempre: el novio.
Mi papá, enojado, intentó abrir su puerta.
—¿Vas a quedarte toda la tarde viendo las plantas? —preguntó mi madre.
—No —le respondí.
Mientras pensaba si era posible que el frío se hubiera metido en las plantas y congelado sus tejidos, me preocupaba también mi hermana. Quizá su vida era un hielo por la falta de correspondencia en su amor.
Horas después, justo antes de dormir, se escuchó la puerta cerrarse con sigilo.
Aproveché para ir al baño.
La habitación de Griselda estaba entreabierta, oscura, con una calma inusual. No quise acercarme: no me haría caso. Preferí dormir.
Desperté por un grito de mamá.
Aunque eran comunes, ese lo escuché distinto: tenía angustia y horror.
Griselda se había ido de la casa.
Mi padre extinguía cigarrillos con una velocidad rítmica y constante. Eran las seis de la mañana. Humo por la sala, el comedor y la cocina.
Mi madre no podía detener el llanto.
Aproveché un momento para ver las plantas. No había mejora: estaban peor, agonizantes, secas, próximas a la muerte. Solo unos manchones verdes en las hojas daban esperanza de vida… y de que mi hermana también se encontrara bien.
Una llamada tranquilizó a mis padres.
—¿Hija? ¿Dónde estás? —preguntó mi madre, con fe.
—Estoy bien, no se preocupen —respondió Griselda.
Colgó.
Fue todo lo que dijo. Como si veintidós años de vida en esa casa se resumieran en una sola frase.
Mi madre se calmó.
Mi padre murmuró:
—Hija desobediente. A ese inútil le voy a romper el hocico.
Apretó la colilla en el cenicero con furia, coraje y tristeza.
Luego tomó su móvil y se perdió, como lo hacía desde que tengo memoria.
—¿Podemos ir con el vecino? —le pregunté—. Tal vez sepa qué hacer con la cícada, o con la sábila, o con las palmas.
Me miró con desgana.
—Luego, mañana… o el fin de semana —dijo.
Las plantas no podían esperar. Yo tampoco.
—Mamá, ¿necesitas algo de la tienda?
—Tráeme leche y el pan de tu padre. No vayas a molestar al vecino; sabes que está enfermo.
Salí de prisa. Por supuesto, mi objetivo era molestarlo: necesitaba saber la solución. Caminé una cuadra, crucé el parque, doblé en la iglesia, llegué al supermercado. Tomé la leche, el pan, pagué y me fui. De regreso, se escuchaban sirenas aproximarse. Me rebasaron a la altura del parque y doblaron hacia mi calle.
Aceleré el paso.
Había un cerco policial alrededor del edificio.
Me preocupaba mi hermana.
Corrí hacia donde mi padre estaba, hablando con un agente.
Con gestos y señas me indicó: no te acerques.
Solo alcancé a ver tierra y algunas macetas quebradas.
Junto a ellas, una sábana blanca cubría un cuerpo deformado por un impacto.
El vecino de las plantas había intentado volar nuevamente.

