El cartero apareció con la primera luz del alba. Montaba una vieja bicicleta. Ryszard se hallaba segando hierba mala; tarareaba una vieja melodía polaca. De esas que cantaba su madre cuando joven. De esas que cantaba Ágata cuando era su mujer. Ambas están ya muertas. Sin hijos, su vida entera es la cosecha de patatas, levantarse a las 4.30 y segar la hierba mala. A veces va al pueblo y bebe un par de cervezas oscuras. Ryszard tiene tan solo veintisiete años. Pero ya hay arrugas en su frente. El cartero, después de darle los buenos días, le entrega ceremoniosamente carta de Varsovia: el sobre es de un bonito color amarillo, tiene un sello en rojo y blanco. No pasa tan seguido por esta zona de la Polonia profunda; casi toda la gente es analfabeta. Ryszard disfruta leyendo a Konapnicka. Las noticias son de Lizbeta, y son buenas nuevas. Lizbeta es libre de nuevo, ha dejado de golpearse contra las paredes. La mente de Lizbeta está curada. Y viene a vivir con él. El rostro de Ryszard cambia por otro. Su mirada y semblante vuelve a ser la de un chiquillo de doce años; la edad en que él y su hermosa prima Lizbeta se enamoraron.
El tren arribó a las 5.57, el alba ya se estaba poniendo. Al aparecer Lizbeta, todos los ojos se posaron en ella, una auténtica muñequita de porcelana. Al dar el primer paso, la multitud se hizo a un lado. Temerosa. Pareciera que una nube de horror flotaba en el ambiente. Se podía sentir y hasta oler el horror. Ryszard quedó petrificado: Lizbeta con su delgada figura, sus rubios cabellos y su lechosa piel se veía como una diosa. Ni siquiera sonrió, no había expresión alguna en su rostro. Sus ojos parecían muertos. Los labios sellados y la mirada fija en la nada. No habló en todo el camino. Ni en un día entero, y apenas probó bocado. Ryszard comenzó a pensar que Lizbeta tampoco durmió esa noche. Y si lo hacía, dormía con los ojos abiertos.
A la segunda noche, tuvo la pesadilla: era una habitación a oscuras, una de las treinta y cuatro habitaciones con la que contaba el castillo de Wawel, Ryszard ya había soñado antes con ese castillo, alto y majestuoso a orillas del río Nogat. Construido con ladrillo y piedra, de más de ochenta metros de altura. ¿Por qué soñaba con él? Ágata descubrió hace tiempo, mucho antes de morir, qué tal vez, había una pequeña posibilidad de que la sangre de Ryszard estuviera emparentada con los soberanos dueños del castillo. Que en sus paredes existiera una pintura de alguno de los descendientes de Casimiro II o de Casimiro III, el Grande y qué los rasgos de ellos fueran parecidos, mínimamente parecidos a los de él; era algo que a Ryszard hacía soñar. Pero no, aquí la única Princesa era su bella prima Lizbeta, y en esa oscura habitación con las ventanas cerradas a cal y canto y el polvo y la humedad qué, incluso, podía oler… en su sueño escuchaba el susurro de una vieja melodía lituana. Caminó hasta topar con una cuna. ¿Quién cantaba esa canción?
En el interior de la cuna, una adorable bebita le extendía sus bracitos. Era la viva imagen de Lizbeta.
Al tomarla entre sus brazos, Ryszard pudo ver sus dientitos. Toda una hilera de afilados colmillos listos para atacarlo. Lizbeta estaba sentada al lado de la cuna. Ryszard no había notado antes su presencia, tarareaba una canción. Sus labios no se movían.
—Niña mala, no muerdas a padre—Y al levantarse Lizbeta, se llevó la mano a su boca… y tronó todos sus dientes. Arrancándoselos uno por uno, toma, niña mala, ten mis dientes de leche.
La bebé sonreía y movía sus brazos y piernitas. Lizbeta abrió tanto su boca, coloreada de rojo carmesí; algunos de los dientes cayeron al suelo y entonces, un fuerte y sorpresivo ventarrón hizo abrir una de las ventanas. Afuera, en la noche, sombras volaban y cruzaban los cielos, apenas iluminadas por la luz de la luna. Reían. Eran brujas.
Ryszard despertó con un sobresalto. A su lado estaba dormida Lizbeta, con los ojos abiertos… susurrando la antigua canción de cuna lituana. Después de la pesadilla no llegó la calma. Tampoco Lizbeta tuvo mejoría. ¿Habrían errado los médicos con su diagnóstico? Ryszard meditaba esto último, al tiempo que estudiaba su rostro en un pequeño espejo de media luna clavado en la pared. Sus ojeras eran pronunciadas, su barba irregular. Lizbeta sentada en la mesa hecha de madera; no muy lejos de él. No hacía nada. Observaba a la nada, meciéndose un poco. Ryszard divisó el bonito sobre amarillo y lo cogió en su mano; con la otra comenzaba a rasurarse. Sin espuma. Al leerlo de nuevo, sus ojos no dieron crédito a lo que ahora veía escrito. Y tuvo un sobresalto… haciéndose un corte. Una pequeña gota de sangre cayó al lavabo. Lizbeta volteó la cara, abrió mucho los ojos y sonrió. Lascivamente.
La carta decía: Estimado señor Jagielski. Sentimos comunicarle la muerte de Lizbeta Boniak, ya que usted es su único familiar con vida, nos sentimos comprometidos a pedirle…a suplicarle que si la ve viva: NO LA DEJE entrar en su hogar y, sobre todo; NO DEJE QUE VEA LA SAN… hasta ahí tuvo oportunidad de leer Ryszard. Luego fue alimento para Lizbeta.
(Monterrey, N.L.) Escritor, guionista y tallerista autodidacta con estudios en psicología. Impulsado por su pasión al cine comienza a tomar talleres en su ciudad, principalmente de guion cinematográfico, para después iniciarse en los talleres literarios. En el 2016 gana una convocatoria en España con su relato “El regalo mórbido”, y así comienza a ser publicado constantemente en México, Argentina y Colombia. En el 2019, su relato “Sacar un diez” es filmado en Tijuana como cortometraje y exhibido en Festivales de Cine en Bogotá. Junto con su editor y socio forman una A.C. y un magazine de terror, llamado “Giallo”. En 2023 publica su primera Antología de relatos con Alas de Cuervo editorial llamada “Nadie sangra por la bailarina” en donde viene este relato. Actualmente se encarga de una columna semanal de literatura y cine en “Un café con Lina 44”, un magazine cultural de McCallen, Texas.