Si organizamos un paseo por el mar o la montaña quizá cualquiera querría acompañarnos. Cuando el recorrido implica un repaso por la infancia, hacer el viaje en conjunto no siempre es lo pertinente.
Abro el álbum de fotos familiares y una serie infinita de historias pasa por mi cabeza. Aparecen mis padres, los dos de pelo largo, con los pantalones acampanados y una bebé en brazos, probablemente cuando caminaban frente al hospital de San Alejandro. Cualquiera que los miró de espaldas, no pudo adivinar quién era la chica en la relación. Mi padre llevaba el pelo a la mitad de la espalda, mi madre a la altura del maxilar. Los dos sonreían como padres primerizos. Andaban en los veinte y parecía que la felicidad los acompañaba.
La siguiente fotografía retrata a una niña de tres años que pela una cebolla junto a un perro pastor alemán. Los gestos en su cara revelan la broma de la cual fue objeto. Seguramente la idea fue de papá. En su juventud me gastaba toda clase de bromas, acaso porque era una niña sensible y llorona. Muchas noches, a escondidas, profería un aullido alucinante y afirmaba que un hombre lobo acechaba en el jardín. Esa fotografía me recuerda mi antiguo miedo a los patios mal alumbrados y llenos de hierbajos. En la siguiente toma aparece a mi lado mi hermana menor. Las dos posamos sonrientes frente a un Datsun azul al que apodábamos “la carcachita” Todavía recuerdo las tardes lluviosas en que no encendía y papá se colocaba detrás de ella para empujarla mientras mamá hacía maniobras frente al volante. Muchas veces nos dejó varados en las calles de una creciente metrópoli poblana que ahora me es desconocida.
Aparecen también en las siguientes fotos mis primos hermanos. Aquí detengo la mirada. Crecimos juntos por más de diez años y después, cada quien tomó su camino. Todos nos “juntamos” o nos casamos. Yo salí de un matrimonio fallido y triste. Joaquín perdió a su esposa hace diez años. En febrero, en plena pandemia por Covid, ni siquiera pude despedirme de él.
Entonces recuerdo las rondas infantiles de antaño. Las fiestas con gelatinas y pastel. La construcción de castillos y carreteras en el montículo de arena que durante años esperó para ser parte del segundo piso de la casa de mis padres. Ahí construimos los sueños que teníamos para el futuro: las casas con palmeras y flores, las carreteras sinuosas, nuestros autos deportivos; las albercas con agua lodosa y el “pozo petrolero” que descubrimos introduciendo una varilla vieja y oxidada. Quién iba a decir que treinta años después me enteraría de tu agonía por un mensaje de whatsapp y oraría a un dios en cuya divinidad no creo, para que dejara de atormentarte con ese dolor de huesos, de miembros horadados, de carne tumefacta. Cómo olvidar a ese tú, que amenazaba con beberse todo el licor del mundo antes de que el alcohol terminara contigo.
Miro el viejo álbum de fotografías y rememoro todas las veces que burlaste a la muerte. A los doce te caíste del segundo piso de tu casa al tratar de conectar una manguera al tanque. También está la ocasión, cuando después de una clase de taekwondo, tuviste la fabulosa idea de tomar un baño de vapor y pescaste una neumonía aguda que te mantuvo en cama más de tres meses. Rememoro también, aquella vez, que a punto del delirio, te subiste en el asiento trasero de un automóvil y horas más tarde, tus compañeros de juerga se mataron al estrellarse contra un poste. El auto se partió a la mitad, y tú rodaste ocho, diez, quince metros lejos del percance. Estabas en tu viaje de alcohol y ni siquiera el golpe pudo despertarte.
Observo una a una las fotos; vienen a mi mente las tardes de basketball, los tenis Nike, los posters de Michael Jordan en las paredes de tu cuarto. Tus manos largas y meticulosas que dibujaban aquellos personajes de historieta que nunca registraste y llenaron cuadernos y cuadernos de chistes con un humor ácido que casi nadie entendía. Joaquín, cuaco, chino, el baby.
─Yo no sé por qué me dicen chino, si no tengo los ojos rasgados, ─afirmabas con una mueca pícara.
Dejo el viejo álbum en la repisa de siempre. Busco en Facebook algunas de las últimas fotografías en las que apareces: en los huesos, con los estragos visibles de un hígado enfermo. Los rizos de tu pelo se fueron para siempre. Miras a la cámara con esos ojos burlones, que creyeron se podían comer al mundo. Sonríes con sorna. Quizás porque te perdimos en plena pandemia y no fue por Covid.
Olivia Guarneros, (1978, Puebla) ganó el concurso “Mujeres en vida” (2017), el “Primer Concurso de Cuento Iberoamericano Fundación Elena Poniatowska-Ventosa Arrufat” (2020); el “Quinto Concurso de Cuento Corto” Escritoras MX (2022), así como la Convocatoria Periodico Poético Plaquette de Cuentos 2024. Fue Mención Honorífica en el “Séptimo Premio de Periodismo Gonzo” (2021) y en el “Concurso de Cuento de Ciencia Ficción” del “Tercer Festival Semillas” UACM (2022). Fue finalista del Premio Nacional de Minificción “Queta Navagómez 2024”; así como del “Concurso de Microrrelatos Pulir Huesos” del mismo año. Compiladora de Caleidoscopio. Antología de minificcionistas poblanas (Ficción Express, 2023). Sus textos han aparecido en diversas antologías, así como en revistas impresas y digitales. Obtuvo el PECDA en Cuento (2020) y (2024), ha cursado dos Diplomados de Creación Literaria del INBAL y fue jurado y tutora del PECDA Sonora 2023 en la Disciplina de Literatura.