Vencido por la ansiedad que cerraba mi garganta y la melancolía que coloreaba el filtro de
mi entorno, me recosté en la cama donde nuestros silencios no estorbaban, donde
invocábamos nuestros sueños y temores más profundos: traumas y metas, diferencias y
similitudes.
La cama se transformó en un mar eterno, donde el eco de nuestra existencia me sumergía
poco a poco en un azul cada vez más oscuro. Me ahogaba en un azul de absoluta angustia,
tristeza y rabia.
Mi cuerpo dejó de tener huesos, carne y piel, para convertirse en frágiles mástiles y velas rotas. Una nuez flotando en el mar, vulnerable e insignificante ante la tormenta de
emociones que me golpeaba entre sus olas; olas que, quizá, no golpeaban tan fuerte como la
frialdad de tu abrupta partida.
En la infinidad del horizonte y la perpetuidad del mar, no puedo hacer más que intentar
reflexionar, brotando a través de mis poros mis fallos y comportamientos tóxicos hacia ti.
Involuntariamente —y creo que, por instinto de supervivencia—, desesperadamente me
enredo en el ancla de mi ego, que prefiere expropiar mi culpa y verterla en tu último
recuerdo.
Este mar me condena a una penitencia donde, al ver los rayos de luz atravesando la
superficie, vuelvo a ser arrastrado a los abismos, donde el silencio me aplasta.
En un instante, el cielo tormentoso tomó la forma del plafón de mi recámara, y en las
crestas de las olas pude ver los pliegues de mis sábanas. Al caer en razón de que estaba
despierto, noté mis ojos encharcados, pues me di cuenta de que pude sentir —quizá por un
nostálgico reflejo— el peso de tu cabeza sobre mi pecho, como aquellas tardes de domingo
en silencio.

