Arritmia

Su bradicardia me hacía colocar mi espalda en las sabanas. En mi niñez la mudez era una especialidad en mi sistema del habla. Me quede frío cuando volvió a repetir “quédate”. Atendí la orden, no quería que le pasara nada. Hubo un abrazo reparador para que su crisis del corazón dejara de ceder. La angustia terminó a las cuatro de la mañana. Quince minutos antes de la seis; volvimos a juntar nuestros cuerpos como si fuésemos novios, como si tuviéramos una relación de años, como si nuestros sentidos en el mundo de las ideas se hubiesen llevado bien.

Ella era mi amiga, mi compañera de trabajo que insistía en chantajear, repartir culpas, ser amable, coquetear con hombres atractivos. Las insistencias de repetir la rutina de cama, se volvieron gotas de agua que caen para apaciguar a las personas que se tocan, se miran, se huelen. El despertador se cansaba de sonar. “Cinco minutos más”, decía. Siempre se multiplicaban por cuatro rondas; mil ciento veinte segundos en total. ¿Deseo? ¿Erección? ¿Una nave espacial para aterrizar en otro mundo? “Lo que no conoces genera incertidumbre, lo que conoces aburre”. La rutina fue construida como camino sin estudio topográfico. A pesar del eros que sentíamos, sabía que tenía novio.

¿Quién quiere despertar de un sueño que lo lleva a otro? ¿Quién desea regresar a los lugares que no lo alimentan con paz? Nadie. La transformación del tiempo era constante. Comíamos quesadillas cuando la quincena mantenía pequeños sorbos de esperanza. Una casa inmensa, con una lámpara de techo enorme, un cuarto de oración donde los santos se alborotan por escuchar los pecados, escribirlos. Los sartenes cuchicheaban cuando las tortillas y la sopa estaban en la estufa. No había comida mala, adorábamos las pizzas sin salsa de tomate, quedaba satisfecho sin alimento, satisfecho por la posesión de su rostro, de su delgadez que no llenaba prendas, de la manera que recibía atención.

La ciudad nos refrescaba por la brisa que nos llegaba del bosque, mientras caminábamos, los rayos de sol eran inútiles para impactar sobre la casa. Nos distanciamos cuando cada quien tenía que regresar con su familia, ir con sus amigos, salir por asuntos personales. Mi cabeza como el peor escenario, como actor que disfruta las tragedias, las borracheras necesarias para saciar mis inseguridades. En la oscuridad, sabía que estaba con él. En la distancia me escribía, pero sé que estaba viajando para buscar a Dionisio. O una deidad que interrumpiera la narración que transcribíamos en su recámara de jueves a sábado.

Había días con galletas y días con malos sorbos de café. Los estragos de tenerla sin éxito mantenían a mi cerebelo cansado, las ganas de odiarla eran precisas, al estilo boxeador buscando un nocaut. “Lo que pronto madura, temprano se pudre”. Acostumbré a sentir el tiempo así, a observar mi escritura simple cuando me pedía obsequios. Esa mujer soñaba con tener dos varones compartiendo la misma cama. En la sinrazón por embriaguez, le reproché: ¿Es él? ¿Soy yo? Las mentiras eran verdades en la cocina, creí los cuentos mientras el agua era servida y la hora para mirar películas cursis se asomaba en el reloj de pared. Logré escuchar llamadas de su novio, sumaban balas a mi ser, como si rafaguearan a un moribundo en una avenida. Tenía en mente que no ocurriría un amor platónico, ese “amor de ascendencia”.

Casi en la cima del fracaso decidió escribir palabras exactas, palabras que no despertaban sospecha, palabras con luz en habitaciones sombrías. Esa tarde llevaba un vestido amarillo sin ropa íntima. Fuimos a su restaurante preferido, comimos enchiladas suizas, tragamos como si en años no probáramos bocado, mi mente estaba dispuesta a renunciar, la chispa de mi ansiedad comenzaba a fluir. Mis historias se encaprichaban para estrellarse, para romperse en la magnitud de los terremotos. Nosotros éramos caos cuando la soledad asistía a mirarnos en el cuarto; las prendas caían con gravedad y el tiempo era sujetado por el clima.

Una vez, leí a Paul B. Preciado, diciendo que “Una guillotina es el amor. Un látigo es el amor. El amor es caprichoso. El amor es falso. El amor es impaciente». No me sentía satisfecho con el amor, era lo contrario. A veces, uno se vuelve esclavo y «el amor es terrible”, dijera, Rilke. Porque se dificulta mantener la respiración cuando se duerme con el amante, incluso a la hora de mantener una relación sexual, los orgasmos no son lo mismo. Varios factores hicieron que abandonara ese amor: el virus mundial, el enojo en mi cabeza, otra persona más sabia; con sonrisa para invitarla a la cúspide de un beso, también mis inseguridades habían aumentado y mi falta de compromiso. Reflexioné que la relación se volvía más ficticia.

Durante el atardecer de un sábado, ella decidió confesarle la verdad a su madre, mediante una comida. Cara a cara los tres. El propósito era recibir apoyo y compresión del romance que manteníamos. El acuerdo entre nosotros era la renuncia a su pareja. Sin embargo, no asistí a la comida. Me largué con unos amigos, ahí se encontraba la mujer con nombre de ciudad europea, ojos con sabiduría y cabello a la cintura. Mi plato se quedó vacío en la mesa. Los alimentos eran sopa de verduras y carne. Todo se convirtió en recuerdos. Otra vez, Paul B. Preciado, justifica la memoria diciendo, “entiendo ahora que las historias de amor tampoco nos pertenecen. Que cuando amamos es la cultura la que ama a través de nuestros cuerpos, utilizando nuestras neuronas como receptores biológicos”. Hubiese querido que la relación intentara salvarse, que se quedará conmigo y no con él. Que imitáramos las películas con clichés, las películas donde dura el amor, pero no fue así. Quizá nunca podamos entender el amor. Tampoco sujetar a la otra persona para recorrer las nubes que caminan por el cielo.

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