Aquella mirada

A la memoria de Rito
y para R, en recuerdo de aquellas charlas dionisíacas

I

Entre murmullos y caras compungidas de mis tías y mi abuela, escuché que iban
a asistir a un velorio. Había fallecido Rito. Era el nieto de doña Porfiria, la mujer
que vendía tortillas en el mercado. A mi tía Julia, además de triste la vi muy
apurada. Debía confeccionar de prisa las prendas con que vestirían al joven
difunto de trece años. Rito era su ahijado.

A mi madre no le gustaba que asistiéramos a velorios. Pero como nunca me
caracterizó la obediencia y aprovechando que ella estaba en su negocio de ropa a
esa hora, acompañé a la tía Julia.

Apenas traspasamos el umbral de la humilde choza, un coro de lamentos nos
recibió. Una mujer morena, con el rostro descompuesto por el dolor, en cuanto
aparecimos se abrazó de mi tía. Estaba hecha un grito y llanto al mismo tiempo.
Entre hipos se lamentaba por su hijo muerto al que, decía, ya no volvería a ver.
Yo observaba la escena en silencio. Pero me sentía más atraída por la curiosidad
y el morbo que me provocaba ir hacia el ataúd. Quería ver el rostro del niño, a
quien conocía sólo de vista pues lo veía pasar todos los días por nuestro puesto
de ropa en el mercado.

Era la primera vez que estaría frene a un cadáver. Por un momento me olvidé de
mi tía y la madre del muertito. Me colé hasta el grupo que, arremolinado, entre un
penetrante olor a cera y la mezcla de aromas de las coronas y los pequeños
ramos, rezaba ante el féretro.

Afuera de la vivienda, en un amplio patio terregoso, el tronido de los cuetes que la
gente acostumbraba a encender para que, según las creencias, se abrieran las
puertas del cielo al difunto, se acompañaba con una musiquilla triste que salía de
un violín. El canto lúgubre de un hombre entonaba alabanzas para el joven
fallecido.

Por entre la multitud vi que la madre del niño abría el féretro. Mi tía se acercó,
muy solemne, en su calidad de madrina. Le puso encima al cadáver el hábito de
San José que le había confeccionado de prisa esa mañana. Le acomodó en la
cabeza una corona forrada con papel dorado. Así lo acostumbraba la tradición
cuando fallecía un menor de edad, porque decía la gente, todavía es un angelito
y no ha conocido el pecado.

En ese instante se escucharon las plegarias con más fuerza. Mientras, en el
ataúd, yacía un cuerpo con el rostro marcado por un moretón en el pómulo y una
pequeña herida en una ceja. Todavía traigo a la memoria aquellos ojos tan grandes, que la muerte había
dejado apenas entreabiertos.

II

Hacía un calor insoportable. La gente aprovechaba cualquier ojo de agua o charco
en el río para irse a bañar. Ese día varios jóvenes se reunieron con la intención de
darse un baño refrescante en el Río San Marcos, que atraviesa Ciudad Victoria.
Entre juegos, bromas y risas transcurría la tarde. Todos retozaban y se
aventaban al agua. Pero decidieron cambiar el juego. Hicieron apuestas a ver
quién se lanzaba a la parte más honda. Cada uno trataba de irse lo más lejos de
la orilla. Así que al regreso se oían las porras y los aplausos, de los que se
quedaban a la espera, para festejar la mejor hazaña.

Rito estaba emocionado. Era la primera vez que salía a pasear al río con los
amigos. Subió a lo alto de la gran piedra que utilizaban a manera de trampolín.
Se lanzó hasta donde le habían dicho que estaba lo más profundo. Su cuerpo se
sumergió. Desde el sitio donde estaban los amigos, aplaudían y coreaban su
nombre para celebrar el salto. El agua cristalina, apacible, recibió gustosa al
muchacho, como un reconocimiento a su arrojo.

Transcurrieron unos minutos, y la euforia se trocó en nerviosismo. Cuando vieron
que el cuerpo no emergía decidieron averiguar qué había pasado. El más
grande se tiró al agua, pero regresó por sus otros compañeros. Entre ellos se
auxiliaron para sacar a Rito, que yacía inconsciente en el fondo, con un golpe
en la cabeza.

Al día siguiente los periódicos vespertinos tenían un encabezado: “Adolescente
de trece años muere ahogado en el Río San Marcos”. No pude reprimir la
incomodidad en mi garganta, que amenazaba llanto. La foto en blanco y negro
ocupaba casi una cuarta parte de la página. Ahí estaban sus ojos, inexpresivos,
ligeramente abiertos, como una sorda súplica tratando de evadir la indiscreción
de la cámara.

III

Cada mañana lo veía pasar con su hermano mayor. Los dos cargaban enormes
canastas repletas de tortillas calientes, que la abuela vendería en el pequeño
tenderete que tenían en el mercado. Rito y su hermano eran como un reloj.
Siempre estaban muy puntuales. Apuraban el paso para no hacer esperar a los
clientes de su abuela.

A pesar del calor intenso, con los rostros invariablemente sudorosos, los
hermanos nunca dejaban de ayudar a la abuela en el sustento de la familia. Eran
fieles a su diario desfile rumbo al mercado. Cargaban las pesadas canastas
sobre sus cabezas. De regreso, ya que la buena mujer había terminado con la
venta de las tortillas, llevaban los cestos vacíos. Sus caras no denotaban
cansancio, por el contrario, las enmarcaba una sonrisa perenne.

Cuando pasaban frente a nuestra tienda, los hermanos levantaban la mano, a
manera de despedida. Siempre con un lacónico: Nos vemos mañana. Sabían que
volveríamos a encontrarnos, en la venta diaria de nuestra respectiva mercancía.
Ese día Rito volteó a vernos. Nos regaló la que sería su última sonrisa y la mirada
melancólica, que escapó de sus enormes ojos.

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