Alma de piano

Caminaba sola por la avenida oriente. El resplandor del cielo abigarrado bañaba a la ciudad barroca y churrigueresca de Zacatecas. La armonía arquitectónica de sus edificaciones saturaba de placer a mis sentidos.  

—Estoy lejos del centro, debo volver. —Me dije.

Crucé hacia la acera poniente. En retroceso caminé absorta en la contemplación de las obras coloniales. Imaginaba gigantescos pasteles decorados con cantera rosa esculpida.

Mis ojos se clavaron en la puerta entreabierta de la tienda de antigüedades. Entré. Observé los artículos expuestos. El lugar invitaba a reflexionar en la existencia del alma de las cosas. De reojo miré a una mujer vestida de negro y la cabeza cubierta con mantilla sombría de encaje. Se acercó con sigilo. Dejó escapar su voz melosa.

—Guarde Dios a usted que la trajo a esta ciudad, apreciable dama. Estoy para servirle. Con gusto la atiendo, si algo fuere de su agrado.

—Gracias, veré lo que hay.  —Contesté.

Pensaba en la elegancia de la empleada o, tal vez, la dueña del anticuario. Continué en la saturación de mi mirada, ¡historia y arte en cien metros cuadrados! Cada artículo guardaba celoso su propia historia, aunque transparentaban su alma.

En un primer recorrido descubrí un piano austriaco del siglo XVIII; un letrero indicaba el costo: veinte mil pesos. Lo observé con detenimiento. El piano parecía impoluto, pensé el costo que representaría en dólares. Di varias vueltas al lugar escoltada por el alma perturbada de los artículos; tuve la sensación de que nada más llenaba mis anhelos. ¡De nuevo el piano!

Después de casi una hora —y yo era la única clienta— me decidí por dos deformes cucharas y dos amorfos platos de metal parecido a la plata, una linterna y un abollado casco de minero; tenían un suave brillo algo opacado. Me sentía feliz con lo elegido.

Escuché el susurro de una voz varonil, era el piano que me hablaba con voz baja. —¡No me dejes! ¡Llévame contigo! —Hice caso omiso.

Lo elegido lo puse cerca de la caja registradora de caoba y cobre esculpido con el escudo familiar. El ruido estrujante que emitían sus teclas delataba lo errático de su uso.

En arrebato pregunté a la mujer de negro el costo del piano. Sin voltear a verme contestó:

—El que se exhibe.

—¡No lo creo! ¿Entonces no es original?

—¡Desde luego que sí, señora mía! Muestro a usted la certificación de origen.

En una parte discreta del piano, se encontraba la etiqueta metálica labrada con texto alemán y los datos de su autenticidad.

—Este piano austriaco perteneció a la familia Urdangarín, dueños de minas. Nadie sobrevive; sus descendientes de cuarta y quinta generaciones viven en la capital y en el extranjero. ─Prosiguió la dama de negro.

Imaginé el placer que causaría el piano al tocar obras de Mozart o Schubert. Mi resistencia declinó. El piano me sedujo con sus grandes ojos verde-esmeralda clavados en los míos, con mueca de amor cohibido en sus labios ocultos entre el teclado. La madera añeja embriagaba mi cordura.

—¿Cómo podré llevármelo? —pregunté.

—Sumaré tres mil pesos por el traslado a la ciudad que desee.

—¡Me lo llevo!  ─Dije sin dudarlo.

—¿Está usted segura distinguida dama? ¿Desea tener en sus haberes más información del piano? Digo, acerca de sus anteriores dueños.

¡Ah caray! —pensé— ¿No eran los dueños la casi extinta familia Urdangarín?

—¡Sí! Me gustaría saber de los dueños y por qué sigue en venta. ─Contesté de inmediato

—¿De verdad se aviva su interés?

—¡Claro!, afirmé.

La mujer prosiguió:

—Este piano ha sido adquirido por distinguidas familias, ha lucido en suntuosas residencias entre cortinas de terciopelo y finos encajes europeos, sedas y alfombras traídas de oriente. Pero, transcurridos los días lo devuelven y reclaman lo pagado. Le aseguro que este piano cuesta miles de pesos más, en cada devolución la señorita Aguilar ha reducido el costo; ella asegura que el piano no ha llegado a la familia apropiada.  

—¿Quién es la señorita Aguilar? ¿Usted sabe por qué lo devuelven? ─dije.

—La señorita Aguilar es legítima dueña. Tiene 87 años. Es mi deber enterarlo que a la media noche las teclas se activan y el piano toca melodías fúnebres.  

Imaginé notas musicales de ultratumba tocadas con la rigidez de manos cadavéricas sobre las teclas, con los dedos lánguidos y transparentes de la nada.

 ̶ ̶ ¿Es verdad lo que dice?  —exclamé.

—¡Claro! ¿Cómo se explica el costo tan bajo y que siga aquí?

Enmudecí, no separaba mi vista del piano. Con voz baja me incitaba a pasar mis dedos con suavidad sobre su piel trigueña, alisar su cabello rizado, postrar mis manos en el dorso del atril y sumir las teclas de ébano; dejaba escapar su aliento de maderas aromáticas: —¡Hey, tócame, soy de verdad, puedes besarme! ¿Deseas probar si en tu casa terminaré mis días?

Después de un largo silencio:

—¿Aún se lo quiere llevar? —la mujer de negro preguntó.

Algo desde muy adentro me dijo: ¡No!, ¿qué tal si está embrujado?

Al instante el piano murmuró: —¡Llévame contigo! —Volví la mirada y caí en la trampa de sus profundos ojos adormilados, suplicantes, como los del prisionero condenado a la horca. Imploró no dejarlo en ese frío lugar. —Tocaré música hermosa para ti. —Dijo.

Me cuestioné: ─¿Si me lo llevo y en las tardes toco partituras de allegros? ¿Será mi casa el lugar donde morirá? Pero… ¿Y si continúa con la necedad de la música fúnebre?

A las seis de la tarde mi avión despegó. Dejé la ciudad encantada. El piano arribará mañana por la tarde. ¿Dónde lo pondré? —Me dije.

Al día siguiente lo comprado no tenía el brillo que atrapó mi deseo ¿Será que su alma había entristecido?

Por la tarde, contaba los segundos. El reloj marcaba las horas: 6… 8… 10… el piano no llegaba.

El informativo nocturno daba la noticia: un piano cayó en la autopista, salido de un vehículo de mudanza en alta velocidad. Terminó en mil pedazos. Teclas y cuerdas volaban.

Dudé. Hablé a la tienda.

¡Ring! ¡ring!

Después de largo silencio una grave voz varonil contestó:

—Residencia de la familia Urdangarín, ¡buenas noches!

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