Carla abrió el sobre con manos temblorosas y el pulso rugiéndole en los oídos. Finalmente había llegado el día, finalmente el sueño de toda su vida se haría realidad. Fueron años los que pasó esforzándose, trasnochando y estudiando en la escuela nocturna para poder lograr una plaza en aquella exclusiva escuela con la que soñaba cada noche. Su obra, un retrato de una familia de discapacitados que trabajaba en una de las esquinas de la capital, era un cuadro honesto y brutal de las diferencias sociales y la falta de oportunidades, un crudo reflejo de la dureza del destino y del absurdo de la vida. Era, sin duda alguna, su mejor trabajo, el final perfecto para un largo camino no exento de lágrimas. El encabezado, formal e impersonal de la carta hizo su aparición y sus ojos brillaron, mientras su alma se estremecía
“Estimada señorita Santibáñez:
Agradecemos encarecidamente el envío de su obra y su interés en nuestra institución. Le informamos, tristemente, que su obra “Los inválidos” no reúne las condiciones para ser aceptada en nuestra escuela. Reconocemos, sin embargo, el trabajo que hay detrás de la pieza y le comunicamos que se encuentra en el cuarto lugar de la lista de espera. En caso de no ocuparse alguna de las plazas previamente determinadas, nos comunicaremos nuevamente con usted. Le recomendamos volver a postular el año entrante…” Blah, blah, blah.
La hoja de papel cayó con un suave susurro sobre la mesa de la cocina y Carla dio media vuelta, regresando a su habitación con los ojos secos y la rabia escondiéndose en un lugar muy oscuro de su mente. La resignación se posó sobre sus hombros como un ave de presa y un suspiro dejó sus labios mientras cerraba tras de sí la puerta de la habitación que la había acogido por veintisiete años. Las paredes aún lucían los dibujos desvaídos de su primera infancia y la mancha oscura que dejó su orina sobre la madera veinte años atrás continuaba en un rincón, escondida tras un librero hecho de ladrillos y tablones. Tarareando para alejar las sombras de su mente, comenzó a guardar sus pinceles y los tubos medio secos de acrílico que la acompañaron por meses.
No era la primera vez que estaba a un paso de conseguir algo importante. Dos años antes, había estado a un paso de darle el sí a Iván frente al altar, solo para enterarse una semana antes del enlace que la engañaba con su prima. A los quince estuvo a un paso de convertirse en la reina de la primavera del pueblo, superada apenas por cinco puntos por la misma prima que luego le arrebataría al hombre de sus sueños. Cada año quedaba a pasos de ser la mejor de la clase, a décimas de ganar una beca para estudiar en el extranjero. Sus esfuerzos la llevaban al borde del éxito, al borde de la felicidad, pero, justo antes de llegar a la meta, aparecía alguien mejor: más bella, más lista, más capaz y todo se iba al tacho de la basura una vez más. Sin dejar de tararear entre dientes, la muchacha cerró la caja de pinceles y pinturas con un clic metálico que sonó tan ominoso como las campanadas en un funeral y se tiró sobre la cama para olvidar por algunas horas el dolor de llevar el fracaso encima como una maldición.
Al día siguiente, tipeaba con expresión ausente los informes de contabilidad que su jefe le pidió a Pamela, su compañera. Junto a ellos, se acumulaban las variantes de precios que debía organizar Carolina y las transcripciones de la última junta que le correspondían a Patricia. Sus compañeras ya ni siquiera fingían que lo intentaban y simplemente lo dejaban sobre su escritorio, seguras que se encargaría, sin chistar, sin perder la sonrisa ni el aplomo. Una risotada la sobresaltó brevemente y sus ojos vacíos repararon en la forma en que todas las mujeres de su sección se congregaban alrededor de Héctor, el jefe de piso recién ascendido. Héctor reía y bromeaba con el pecho henchido, los ojos brillantes y el aire de un gallo de pelea rodeado de sus gallinas. Carla también había sido candidata para el ascenso: sus años en la empresa y su impecable hoja de vida la hacían la candidata más idónea para el puesto, pero, en el último minuto, la única socia de la firma decidió votar por él, dedicándole una mirada pesada y una sonrisa coqueta que decían más que las palabras.
Así que Carla permaneció en su escritorio, tipeando como un alma en pena, ausente y gris, como si formara parte del mobiliario. Los días se arrastraron, uno tras otro, en una monótona rutina ininterrumpida que hundía cada vez más sus hombros y apagaba poco a poco la luz de sus ojos. Carla era un alma en pena, un cascarón vacío que caminaba por inercia, comía para no morir y tomaba el transporte público cada mañana, sin quejarse por el olor a axilas en el ambiente, ni las manos lascivas que de vez en cuando trepaban por sus piernas entre el gentío que colmaba el bus. Esa mañana, descendió del bus con el mismo aire ausente de siempre, limpiando disimuladamente la vergonzosa mancha que alguien había dejado en su falda de tela barata. Sus tacones remendados resonaban contra el piso mientras ella, cabizbaja, limpiaba la tela con un pañuelo de papel: clic-clac, clic-clac, clic…y entonces, otro sonido, más fuerte, más estridente, la arrancó de cuajo de su burbuja de apatía.
Un fuerte bocinazo, seguido del chirrido de unos frenos fueron el preludio al dolor. Algo, duro, firme, caliente y hediondo a aceite quemado impactó contra su costado izquierdo y rompió hueso, carne y piel, empujándola brutalmente y mandando su cuerpo laxo a volar por los aires. Mientras flotaba en el vacío, el tiempo pareció detenerse. Carla pensó en el agujero de sus medias y recordó las palabras de su difunta madre: “Nunca salgas sin cambiarte los calzones, ni ponerte medias decentes, Carla. ¿Qué pensarán de ti los enfermeros si te atropellan y te encuentran un hoyo en los calzones o las medias remendadas?”. Bueno, nunca tuvo tiempo ni oportunidad de remendarlas o comprar unas decentes. Su cuerpo, ingrávido, flotó otro par de metros antes de impactar contra el pavimento. La superficie desigual y rugosa arrancó trozos de piel y puñados de cabello y Carla sintió cuando su cráneo explotó como una uva madura entre los dientes de un gigante. Un globo ocular voló fuera de su cuenca y cayó sobre la calle, observando con indiferencia el pánico a su alrededor.
Y eso fue todo.
Un segundo más tarde, Carla estaba de pie frente a las puertas del cielo. San Pedro, sentado detrás de un escritorio de madera rústica alzó la mirada hacia ella y la muchacha se sorprendió al notar que no se parecía en nada a las descripciones del hombrecito bonachón y de abundante barba blanca que su madre le describiera. Muy por el contrario. Era un hombre en sus cuarenta, de manos bastas y espaldas anchas que la miró con una expresión de perpetuo agotamiento.
— Adelante, hija— invitó, su voz gruesa, rasposa, gastada por el uso. No hablaba español, sino un idioma gutural, antiguo, pero las palabras se traducían en su cabeza de algún modo y Carla se acercó, dubitativa— Carla Santibáñez, 27 años, secretaria contable, soltera, sin hijos, ¿es así? — enumeró el santo y Carla asintió.
— Sí, señor— respondió; un pequeño aguijón de dolor cruzando su pecho al ver su vida entera resumida en nueve palabras. Ni siquiera diez. Nueve.
— Bien, según mis registros, tu lugar está en el paraíso— señaló el hombre con un gesto y Carla sintió una sonrisa expandiéndose por su rostro.
El paraíso. Un sitio de felicidad eterna, sin ataduras, sin miedos, sin rechazos. En el cielo, ella no sería la segunda opción de nadie, se olvidaría del dolor y de la humillación de su vida terrenal. Si todo era como su madre lo había prometido, entonces, podría, por fin, ser feliz.
— Gracias— murmuró, sonriente. El santo asintió con gesto cansino y comenzó a teclear en una pantalla. Carla notó sus hombros hundidos, sus ojos sin vida y no pudo evitar sentir lástima por él. Ella conocía ese dolor silencioso, esa frustración perpetua— Se ve cansado…— murmuró y el hombre alzó sus ojos oscuros hacia ella, como estudiándola— Yo hacía un trabajo similar en la tierra, sé lo penoso que es estar todo el día haciendo lo mismo una y otra vez— rememoró, sonriendo, comprensiva.
— Es penoso, ¿no? — preguntó San Pedro y Carla asintió, soltando una pequeña risita mezclada con un suspiro de alivio. El santo cambió su expresión, dedicándole una sonrisa zalamera que la llevó atrás en el tiempo, a sus días de oficina— Aquí dice que eras muy buena en tu trabajo…
— S-supongo que sí…— murmuró, retrocediendo un paso mientras él se ponía de pie.
— Oh, querida hija, ¿no querrías ayudarme por un momento? Estoy tan cansado…— exclamó con tal expresión de mártir que Carla pensó en las falsificaciones de pinturas de santos que cubrían las paredes de la casa de su madre. “Mamá hubiese amado esa expresión”.
— P-pero, yo… yo no sé…— tartamudeó, retrocediendo un paso, deseando negarse con todas sus fuerzas.
— No temas, hijita. El sistema te dirá todo lo que debes saber: quién sube, quién baja y quién se queda aquí un ratito más, en el limbo, esperando…— exclamó el santo, poniéndose de pie de un salto y materializándose a su lado para empujarla suavemente en dirección al escritorio.
— ¿Yo también estoy en el limbo? — preguntó Carla, dejándose caer sobre la silla, aún sin poder creer lo que ocurría.
— No, no, claro que no. Después de todo lo que has pasado, tú irás directo al paraíso— replicó San Pedro, poniendo frente a ella un enorme, ENORME libro de lomos dorados— Solo, espera un poquito más… ¿podrías hacer eso por mí?
“¿Podrías hacer eso por mí?” ¿cuántas veces había escuchado esa frase antes? Por un momento, quiso gritar, correr hacia las puertas del cielo, negarse por primera vez en su vida. En cambio, asintió, tragando su rabia y su frustración.
— Pero, solo será un ratito, ¿no? ¿Luego podré ver a mi madre?
— Claro, claro, hija. Solo será un ratito— sonrió él y desapareció.
Héctor apareció tres años después que ella, consumido por el alcohol y Carla sintió un insano placer al presionar el botón que lo envió al infierno. Cinco años más tarde, su maestra de la primaria, la que no quiso entregarle el premio del primer lugar por preferir a su hija, entró por las puertas perladas con una mirada de superioridad que le quemó en la piel como un hierro candente. Compañeras de clase, de trabajo, amigos de la infancia, parientes lejanos, incluso el asqueroso del bus se sucedieron uno tras otro en una lenta letanía que no se detenía jamás. Carla tipeaba y tipeaba, recibiendo y saludando a la gente que llegaba sin cesar, en un afluente de personas que no tenía fin. Cada cierto tiempo intentaba levantarse para cruzar las puertas, pero, sin nadie que la reemplazara, sus piernas no se movían y volvía a caer sentada en el asiento acolchado que se había convertido en una extensión de su cuerpo. Setenta años después, Carla seguía sentada tras el escritorio. Un día de abril recibió a Iván, su ex prometido, quién convertido en un pastor evangélico entró entre fanfarrias, seguido de su fiel esposa, la prima maldita que le quitó todo lo que tenía. Y San Pedro seguía sin aparecer.
Carla miró una vez más hacia las puertas, siguiendo con la mirada a la larga fila de niños palestinos que entraban sin necesidad de papeleo. Ellos habían dejado atrás el infierno, pero, ella seguía ahí, atrapada en su propio infierno personal… a un paso de entrar al cielo.

Génesis García (Chile, 1990) es historiadora, bibliotecóloga y escritora. Su pasión por la literatura nació entre las novelas de segunda mano que su padre compraba a granel y que la sumergieron en un mundo de fantasía del que nunca pudo escapar realmente. Pueden encontrar sus relatos en revistas literarias como Anacronías, Teoría Ómicron, Anapoyesis, Especulativas, Laberinto de Estrellas, El Nahual Errante, Licor de Cuervo, Interlatencias, Trinando y Primera Página (entre otras), así como en el podcast de la revista Cósmica Fanzine. Su trabajo ha sido publicado en diversas antologías a lo largo y ancho de Latinoamérica y España y la ha hecho merecedora de varios premios literarios tanto en Chile como en el extranjero. Sus obras mezclan eventos históricos y ficción, entretejiendo así sus dos pasiones: literatura e historia. Géneros como el terror, el horror, la fantasía y la ciencia ficción poco a poco se han colado en su estilo, llevándola a decantarse por un mundo más oscuro y hostil en el que hay pocos finales felices y se puede encontrar los más oscuros y profundos secretos de la psique humana y sus límites. Actualmente se desempeña como tallerista, entregando a niños y jóvenes herramientas que les permitan expresarse y desarrollar sus habilidades.
Génesis
Me encantó tu cuento. La atmósfera, las descripciones que nos hacen ver, oler, escuchar. Me gustó mucho como das giros constantes dejándonos siempre sorprendidos y además es en espera de que algo pase. Lo disfruté muchísimo