1985

Caminé cinco horas por calles irreconocibles, escombros de escuelas y edificios, banquetas partidas en dos, una parte encima de la otra, como sandwich, las vías del tranvía despegadas del suelo y enroscadas, semejante al papel china cuando le pasas las tijeras, un velo gris polvoriento cubría la ciudad. Estaba tan cansada de tanto caminar que deseaba poder volar. 

Ya cerca de mí casa, me senté a llorar, en uno de los cilindros de piedra que están en la plaza Sto. Domingo, para evitar que suban los coches, pensando en seguir adelante, qué iba hacer si solo encontraba escombros. Todo parecía tan distante y diferente. Me levanté de golpe y limpié mis lágrimas, decidí que tenía que enfrentar la realidad, fuera cual fuera.

Por fortuna en casa todo estaba bien, la calle donde vivía estaba fuera de contexto, por increíble que parezca, era el único lugar que estaba intacto, como estar en otro plano, otro universo.

Esa misma noche del 19 de septiembre las calles estaban vacías, si acaso se veía uno que otro zombi deambulando, todavía tratando de entender que había pasado, otros buscando entre los escombros a sus seres queridos. Desde la azotea se podía ver el humo y las llamas del Hotel Regis. El olor a muerte con sabor a amargura y tristeza estaba en el centro de la ciudad de México. 

¿Cómo imaginar el daño? El sismo de 7.5 dejó caos y confusión, desesperanza y desolación, la inutilidad de las autoridades para responder a tiempo y como consecuencia, el rescate tardío de personas enterradas entre los escombros.

El sábado personas curiosas  y con morbo, desfilaban por donde les permitían el paso, como si se tratara de un gran circo, para ver el tamaño del desastre o qué había quedado del centro.

 Pedro vivía en Saltillo, se había enlistado en el ejército, lo enviaron para apoyar en la devastación, llegó a ver como estábamos, preocupado porque nadie sabía de nosotros. Los teléfonos también habían sufrido estragos. Su uniforme verde camuflado, cabello corto y chino, como los costeños, de nariz ancha, alto y fornido. Siempre comprensible y bonachón. En cuanto lo vimos corrimos a abrazarlo, era como una luz de esperanza. 

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